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Crítica del autoritarismo

El autoritarismo no es una doctrina, tampoco una ideología ni un sistema de pensamiento; es un estilo de hacer política y una manera de ejercer el poder, en los que sus beneficiarios suelen proceder sin sensibilidad social y orientar casi todas sus decisiones al logro de la unanimidad o a la formación de una especie de desierto de la uniformidad.

Desde la lejanía social o la torre de cristal en que alimentan sus egos y megalomanías y forjan sus obsesiones, los autócratas se dedican al cultivo y reproducción de su propio poder, sin reparar en la importancia capital que tienen para el sistema democrático la libertad de pensamiento, el derecho a la crítica, la libertad de empresa, la libre expresión y el respeto a la diversidad natural de que está hecha la sociedad.

A pesar del vasto desprestigio que ha acumulado el autoritarismo político en la historia, desde el Imperio Romano hasta las dictaduras más recientes que ha conocido el mundo, pareciera que en la aridez y en la oscuridad de ciertas épocas, sus motivaciones psicológicas y sociales tienden a aflorar y a repetirse en el desconocimiento y la falta de sensibilidad de algunos políticos, en la minoría de edad mental de ciertos pueblos y en las contradicciones culturales del sistema.

El totalitarismo ideológico, la tiranía, la dictadura y todas las formas del autoritarismo político son contrarias a la democracia, no sólo porque la propia estructura coloca al usuario del poder más allá de la subordinación a las leyes e instituciones del Estado, sino porque sacrifica la sana deliberación, el debate racional y la autocrítica de las políticas públicas a los cambios de humor, a la necedad ignorante, a las liviandades, ligerezas y caprichos de quien eventualmente ocupa la cima de su ejercicio.

Las dos cosas que más hay que temer de un régimen dictatorial o autoritario, son las heces del lenguaje y los óxidos del pensamiento: un lenguaje tronante, intimidatorio y de púas verdaderas, que no apela a la racionalidad sino a las pulsiones negativas y a los miedos de la opinión pública, es una fórmula de comunicación poco civilizada cuyo logro mayor es neurotizar el espacio público y cancelar toda posibilidad de entendimiento entre iguales; por su parte, lo peligroso de un pensamiento unilateral que promueve una mentalidad one track mind (una mentalidad de una sola línea), radica en que el fascismo latente en sus prédicas no busca una zona de encuentro en la diversidad, a la que desprecia, sino erigir un desierto de la uniformidad a la medida de su paranoia y megalomanías. Esta es, por lo demás, la tragedia no prevista ni pensada que tiene frente a sí la democracia norteamericana.

Si Felipe IV, de España, pudo tener 223 escritores-criados a sueldo en su corte; si José Stalin logró armar -entre otros con André Malraux- el consenso favorable de ciertos intelectuales hacia el mal llamado “realismo socialista”; si el propio Hitler, encandilado por los fundamentalismos de la sangre y la raza y apoyado por artistas e intelectuales afines, pudo llenar de una sola idea el más deplorable de los extravíos que haya padecido Alemania en su historia y, en fin, si la larga noche del autoritarismo político sigue conquistando adeptos en el terraplén de cierta sensibilidad popular, ello quiere decir que dos de los más grandes peligros de nuestro tiempo son el dogmatismo, y su pareja natural, la intolerancia.

La democracia, en su sentido más puro y trascendente, es una celebración institucional de la pluralidad ideológica y la diversidad social. Pero el autoritarismo, que ha perdido piso y se ha distanciado del contacto directo con la realidad, ve en la diversidad y en sus posibles manifestaciones críticas un peligro para sus intereses, su poder de reproducción y su estabilidad.

La censura autoritaria, en estas condiciones, funciona como inhibidor de la libertad artística, ideológica e intelectual en sus distintas variantes, y se constituye en azolve y cochambre de las avenidas que nutren y mantienen la razón de ser de la democracia. Por ello resulta tan oportuna y puntual la descripción que hizo del autoritarismo político José Saramago: “Que el poder tiene la palabra, la tiene; además, hace un uso desmesurado de ella”.

La libertad de expresión, como efecto y cima elevada de la libertad de pensamiento, no consiste solo en la posibilidad de que los ciudadanos acudan a un puesto de periódicos por su ejemplar, ni en que los lectores y electores puedan formular opiniones en el pizarrón de los medios masivos, ni únicamente en la cantidad y variedad de los medios al alcance del público. Desde un punto de vista radical, la libertad de expresión es siempre la libertad de aquel que no piensa como nosotros.

La libertad de expresión tiene como base la libre producción y circulación de la información y las ideas, generadas estas en la sociedad abierta de tipo democrático y no en la sociedad cerrada de índole autoritaria.

Los sistemas autoritarios se hacen temer por los argumentos de poder y de fuerza de que disponen, más no por los argumentos de razón y conocimiento que generalmente ignoran. Por esto, el único consenso pasivo a su favor son la parálisis expectante de la opinión pública y la generación de una sociedad del miedo, cuyo silencio suele volverse la segunda piel o la otra conciencia del despotismo político.

Tres cosas básicas son las que más preocupan y condicionan al poder autoritario: la difusión de una educación de calidad y de excelencia para el cuerpo social, capaz de detonar una gran actividad crítica frente al Ogro Antropófago; la consolidación de medios de información y de opinión por fuera del consenso gubernamental, en busca de agrietar la tentación de la homogeneidad autoritaria; por último, la existencia de instituciones académicas y culturales fuertes, de gran prestigio y arraigo social, dispuestas a ser dique y contrapeso de los excesos y arbitrariedades del poder vertical. Todo esto son recursos y mecanismos necesarios para hacer frente a la tentación autoritaria que nubla el horizonte, pues, como atinadamente señaló José Saramago, “la luz más funcional, más eficaz de la palabra, la tienen los escritores, los intelectuales, los científicos, los sociólogos”.

Sin la producción y el consumo delirantes de lo que en Occidente suele denominarse la “verdad oficial”, el poder autoritario no sería nada. Pero sin la pugna creativa y el concurso imaginativo de las verdades que enarbola cada individuo en el piso social, la democracia no sería nada.

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