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Creación y academia, una historia de amor y odio (parte II)

A lo largo de cinco años como estudiante he aprendido mucho, pero lo más importante, probablemente, ha sido encontrar en mi propia vida y trabajo como creador cierta armonía entre uno y otro mundo, el de la escritura y el de la Academia, evitar cometer parricidio en cada clase, o dejar de sentir que me estaba traicionando a mí mismo. Creo, sinceramente, que escritores y académicos se necesitan ahora más que nunca porque se enfrentan a los mismos problemas, los del declive de las humanidades en general y la buena literatura en particular.

Aunque el declive de las humanidades en las universidades tiene que ver, justamente, con las exigencias de un sistema capitalista que prioriza aquellas facultades y departamentos que producen más dinero, que pueden insertarse en el mercado laboral con más facilidad y empujar así, el crecimiento económico e industrial de los países; aún así ya pasaron aquellos tiempos que defendían Gonzales Prada y Mariátegui, de que sólo lejos de la academia podían preservar su libertad intelectual, ya que justamente por ser las humanidades la última rueda del coche en la actualidad universitaria es que, paradójicamente, hay más libertad intelectual. La indiferencia genera espacios que permiten, por ejemplo, estudiar obras supuestamente marginales o minoritarias, como las que podrían ser las de: Oscar Hahn, José María Arguedas, Luis Martín Santos, Delmira Agustini, Huamán Poma, Clarice Lispector, etc.

El último premio Nobel de literatura hispana, Mario Vargas Llosa, es un buen ejemplo de lo positivo que puede ser la academia para un escritor. Aparte del hecho concreto de que por muchos años ha sido profesor y conferencista en un sinnúmero de universidades por todo el mundo, varios libros suyos, sobre todo los de ensayo y crítica, son resultado directo de su experiencia universitaria, por ejemplo: Gabriel García Márquez: historia de un deicidio fue su tesis doctoral en la Universidad Complutense de Madrid, José María Arguedas: la utopía arcaica fue resultado de varios cursos que dictó en la Universidad Internacional de Florida y la Universidad de Harvard, lo mismo ocurrió con su último libro de ensayos literarios: El viaje a la ficción: el mundo de Juan Carlos Onetti.

Como vemos, tanto académicos como escritores podemos aprender unos de otros. Como lo ha señalado muy bien la doctora de Literaturas Hispánicas y presidenta del MLA Mona Fiston: “Por supuesto que hay un futuro para los que estudian y enseñan literatura, pero el lugar de las humanidades en las universidades norteamericanas hoy en día no es el de antes. Los estudiantes cada vez más se orientan hacia carreras que estiman «practicas» (como los negocios o las computadoras), y por lo tanto hay menos estudiantes que se especializan en lenguas y literaturas si lo comparamos con otras especializaciones. Sin embargo, el interés por la literatura por parte del público general y los especialistas sigue muy en pie. Estamos ante el fenómeno de la «literatura mundial» con todas las oportunidades que brinda”.

En el MLA en Filadelfia de 2009 escuché una conferencia titulada: Why Teach Literature Anyway? Presidida por John Paul Riquelme, de la Universidad de Boston, y en la que participaron tres ponentes de literatura inglesa: Wai Chee Dimock, de la Universidad de Yale, con el texto: “Literature as Public Humanities”; Jonathan Culler, de la Universidad de Cornell, con: “Reading versus Life?”; y Jean Elizabeth Howard, de la Universidad de Columbia, con: “Reading Critically and the Recovery from the Stupid Years”.

Todas las lecturas versaron sobre el futuro de los departamentos de literatura y las humanidades. Desde el título de la exposición, ya se implicaba cierta duda e inseguridad sobre el futuro de la enseñanza de la literatura, su función social y su función académica. Al parecer, esta duda era compartida por varios en la convención porque fue una de las exposiciones más colmadas de público, incluso con mucha gente sentada en el piso y paradas a los lados de la sala, pero también por el acalorado debate que provocó después. Las profesoras de las universidades de Cornell y Columbia, desde ángulos diferentes, propusieron que las facultades de literatura deben buscar crear ciudadanos críticos y que cuestionen el funcionamiento de la sociedad. Usando un ejemplo de la profesora Howard, “la idea es dejar atrás los años estúpidos de Bush”, época que según la profesora de Columbia, estuvo marcada por una sociedad que aceptaba las cosas tal como eran y por eso se embarcó en la guerra de Irak, sin ningún espíritu crítico, y pese a toda la evidencia de que eso estaba mal. La profesora de origen chino Dimock, por su parte, dijo que entender la academia como una actividad en donde se enseña a chicos de 18 a 22 años en promedio, y luego se cobra un cheque por este trabajo, es entender la profesión de una manera muy limitada. La enseñanza, para ella, al igual que lo que dijo la profesora neoyorkina, es un trabajo de construcción de mentes críticas, y también una oportunidad para proponer, discutir y entender los procesos culturales de la sociedad actual, y cómo llegamos a estar como estamos.

Finalmente, pese a las buenas intenciones que uno como escritor o académico pueda tener, pese a que en esta profesión se nos pase la vida enseñando y aprendiendo, pasa lo mismo que en un salón de clase: cada alumno decide cuánto aprender, que clase de alumno quiere ser, más allá de la buena voluntad del profesor o el buen ambiente que reine en el salón. Lo mismo pasa con nosotros, como escritores nosotros decidimos cuanto provecho queremos sacar de nuestra experiencia académica; y como académicos, cuan abiertos podemos estar frente a la anarquía y el exotismo que es, a veces, la creación literaria y artística. Las humanidades están en crisis y es necesario un reposicionamiento de las facultades de letras y sus escritores para recuperar el terreno perdido y hacer otra vez de las humanidades una actividad humana importante dentro de la sociedad. Aunque el acorralamiento de las humanidades ha venido sobre todo de afuera, por razones de mercado y del capitalismo, la respuesta tiene que llegar desde dentro de las propias humanidades. Esta debe sacudirse del complejo de inferioridad, utilitarista y frívola que a veces la domina, recordar que su rivalidad con las ciencias no es tal ni existe, como no lo existió para los espíritus renacentistas, sino más bien entender que las humanidades, las artes y las letras pueden atrapar la belleza y la complejidad, profundidad y contradicciones del ser humano a un nivel que las ciencias no son capaces de hacerlo, ni siquiera de soñarlo. Recogiendo el espíritu humanista, clásico, político y académico de Edward Said, ex profesor de literatura inglesa de la Universidad de Columbia, sin duda, uno de los académicos más exitosos de los últimos tiempos, no se trata de entrar a la universidad para hacer una carrera, vivir de ella y seguir la moda de algunos que nos dicen primero que los “estudios de género” son lo importante, para luego decir, un par de años después, que ahora son las “zonas de contacto” y, finalmente, mudar a los “estudios culturales”; eso no debe ser lo más importante ni nuestro horizonte profesional ni vocacional, sino la búsqueda y el cultivo del conocimiento, del aprendizaje, de la enseñanza, de la originalidad y la crítica. Eso es lo único que debe de movernos a nosotros como académicos y escritores.

 

Primera Parte de Creación y academia, una historia de amor y odio.

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