Me hago cargo. Ni yo mismo he podido sustraerme a la tentación y al llamado que consideré ético de escribir sobre el COVID-19 cuatro artículos, este incluido. Al modo en que se iban desenvolviendo los acontecimiento a nivel local, nacional y mundial. Creo que toda la especie humana con posibilidades de infectarse, que es además consciente de los alcances de la pandemia y midió sus consecuencias incalculables, no pudo permanecer indiferente a lo que estaba sucediendo. ¿Enfrascarse en el hogar? ¿solo salir para ir al supermercado? ¿tener que solicitar permisos para realizar tareas laborales o cumplir las necesidades más imperativas relativas a la salud, el cuidado de parientes mayores, entre otras? ¿lavarse las manos de modo permanente? ¿desinfectar los alimentos de la compra? ¿usar de modo permanente alcohol en gel una vez que uno ha tocado una superficie amenazante? La experiencia resulta definitivamente invasiva y pesadillesca. Y confieso que lo que me afecta (y me sigue afectando) de un modo sustantivo es ese continuo y perturbador murmullo en torno del tema con que nos bombardearon los medios de comunicación, las conferencias de prensa, las conversaciones en las calles, las charlas por los teléfonos celulares, los intercambios en las redes sociales, las cadenas en los correos electrónicos, hasta alcanzar un nivel de saturación que abruma. Eso por un lado. Por el otro, la producción de una descomunal masa textual por parte desde cientistas sociales, filósofos de primer nivel mundial y expertos en humanidades o bien científicos que analizan con la autoridad que les confiere su investidura lo que está ocurriendo. Inteligencias en ocasiones brillantes que llegan a polemizar las unas con las otras en foros o libros serios sobre el tema. Se pronuncian declaraciones y automáticamente se responden. A todo ello se suma dar explicaciones a los niños y niñas o a los adolescentes de que se deben cuidar, cómo hacerlo y contentarnos con ver series o programas de TV, mantener videollamadas (en caso de que se contase con ese dispositivo), usar las computadoras vía Zoom, servirnos de las redes sociales, el email, los chats. Todo aquello que pudiera suplantar la comunicación presencial. Los adolescentes y más jóvenes a ser educados bajo nuevas condiciones desde los hogares. Y para la vida profesional, aceptar y acatar nuevas rutinas laborales para muchos, los que tenían trabajo. Lo que supuso la puesta en ejecución de una capacidad adaptativa sin precedentes con una implícita clase de violencia psíquica y física en el sentido de que exigió a nuestra subjetividad y a nuestro cuerpo una asimilación y una metabolización instantáneas, velocísimas para desplegar recursos con el objeto de sobrevivir.
Esta pandemia pone también en evidencia naturalmente limitaciones y capacidades, eficacias (gubernamentales, ciudadanas, sanitarias) o acaso virtudes. Actos reflejos operativos o bien lentas reacciones que también desnudan déficits en los sistemas de salud muchas veces esclerosados o, peor aún, necrosados por falta de presupuesto e infraestructura. Estados que no proveían a los trabajadores de la salud de los insumos necesarios para trabajar, cumpliendo con los protocolos imprescindibles, su tarea para tampoco arriesgar sus propias vidas. Por otro lado, puso en evidencia la solidaridad de muchos. La grandeza de muchos. En particular de los responsables de salud pública.
En Argentina, en un determinado momentos se llegó al consenso de que todos los días a las 21hs. habría un aplauso colectivo, en ocasiones acompañados de intérpretes o compositores de canciones en homenaje a quienes exponían sus vidas para salvar las ajenas. Esto está bien a mi juicio. Es un reconocimiento a personas que arriesgan sus vidas para salvar otras. Es un gesto de reciprocidad en el sentido de que se valora el sacrificio de otros.
Pero regreso al punto al que me interesa llegar. Ha habido un murmullo, una murmuración, un sonido perturbador, persistente, insistente, en ocasiones innecesario (aquí me quiero detener) por parte de los medios respecto del tema. Es cierto: fue y es importante (lo sigue siendo) la sensación de amparo por un conjunto de discursos sociales (ficcionales, testimoniales, científicos, artísticos) que den cuenta y reflejen este despiadado capítulo de la Historia de la Humanidad. Es una catástrofe que al menos en La Plata, la ciudad en la que resido, en este momento arrecia. Está causando cientos de muertos.
Los especialistas en botánica y zoología sostienen que afectó al medio ambiente, aparentemente de un modo que nos es presentado como optimista y benéfico hacia las especies por parte de quienes las estudian. No obstante, ese no es consuelo para el dolor, las pérdidas humanas, los duelos, la orfandad y un desequilibrio de las economías de muchos países (especialmente los subdesarrollados) que amenazan con tambalearse, poniendo en jaque en un sentido muy distinto a la población y a los gobiernos exigiéndoles tomar medidas drásticas y urgentes para resolver crisis. En ocasiones brindando ayuda económica a la población.
Pienso que hubo y sigue habiendo una parte imprescindible de información por parte de los medios que debió haber estado en manos exclusivamente de testimonios de infectólogos e infectólogas explicando las condiciones de nacimiento, expansión y pronósticos acerca del virus. Impartiendo instrucciones concretas y pragmáticas acerca de cómo prevenir el contagio y, en caso de contraerlo, cómo actuar en consecuencia. También considero que es importante que esos infectólogos e infectólogas sean los interlocutores más directos, primeros y privilegiados de los hombres y mujeres de Estado o de las instituciones donde se deban tomarse medidas que involucren a grupos humanos en directa relación con la pandemia. Probablemente en los mejores casos así ocurrió. Pero lo cierto es que llegó un momento en que, al igual que en el caso de la crítica literaria tanto académica como periodística respecto del discurso literario (buscando un pensamiento analógico), comenzó a desplegarse una proliferación del discurso secundario, esto es, se comenzó a producir discurso tanto mediático como cotidiano por parte de la población, rumores, chismes, pronósticos, relatos de tragedias, acerca de un fenómeno que, si bien se ha generalizado y es dramático, tampoco resulta conveniente, a mi modesto entender, se convierta en el eje de las discusiones y los intereses generando una obsesión que no hace sino favorecer un pensamiento fijo de índole catastrófica cuya consecuencia inmediata es el pánico acompañado de la desesperanza y el escepticismo en lo relativo a una solución a mediano o largo plazo. También en la medida en que las vacunas son administradas, nuevamente el murmullo persiste.
Así, se comenzaron a difundir de modo frondoso noticias que no siempre resultaban relevantes. En ocasiones eran contraproducentes y eso producía un efecto paradojal. Se debe ser prudente con la emisión de información en torno de un tema de estas características. No ser contradictorios, por ejemplo. Estar atentos a las necesidades de la población, sí me parece importante. Estar atentos a evitar la propagación de la pandemia con información y datos pertinentes, claro, directos, sí me parece importante. Tener al tanto a la población de los pasos a seguir colectivamente por parte del gobierno sí me parece importante. Reflexiones serias y a fondo por parte de filósofos, pensadores, cientistas sociales, también me parecen importantes. Pero debemos estar alertas a la índole perniciosa de la divulgación de ciertas noticias sobre la enfermedad cuando no son de naturaleza fiable o bien debidamente verificadas o bien no son imprescindibles. O bien pueden causar desesperación o casos de fobia social en situaciones extremas. Quiero decir con esto: que la prudencia gobierne las intervenciones de la prensa porque se corre el riesgo de desestabilizar psíquicamente a muchas personas que ya de por sí están padeciendo una crisis que supone el convivir con COVID-19 que nos circunda como una perniciosa amenaza.
El respeto de los protocolos de salud resulta primordial. En la ciudad de La Plata, en Argentina, en mi barrio, un barrio que no es de ricos pero tampoco es de pobres, veo todos los días gente sin tapabocas o barbijos. Eso me parece de un nivel de irresponsabilidad hacia el semejante pavorosa. Y hasta opino que debería ser sancionada de alguna manera por las vidas que corren el riesgo de que se pierdan producto de esa desaprensión. Por ejemplo: el pago de multas más onerosas.
Coberturas responsables pienso que son las que corresponden en casos como este, en especial si pueden ser realizadas por personas vinculadas a la salud o asesoradas por ellas. En otros casos por pensadores, escritores o científicos con capacidad de elaborar mediante el pensamiento teórico hipótesis para interpretar y analizar la pandemia desde perspectivas múltiples, en todo su alcance. Pero en profundidad. No mediante datos anecdóticos. Estar alertas a las medidas precautorias que resulta ser lo que verdaderamente cuenta en medio de una cuarentena. Y hasta ese punto me parece oportuno limitar las intervenciones. La reflexión sí me parece importante. En dosis moderadas y no ruidosamente. La información que insiste, machacona, persiste, en especial en el sensacionalismo o en el amarillismo, me parece reprochable. No la apruebo y la considero contraproducente. Uno lo percibe de inmediato. Si bien ahora hay más miedo y más consciencia por lo que puede ocurrir a cada uno nosotros, hubo al menos durante una larga etapa de una producción de shock informativo por parte de algunos grandes trusts, que tuvieron impacto negativo en el espectador y lo capturaron como tal para seguir viendo, escuchando o asistiendo a esa programación que desde mi punto de vista no estuvo bien manejada por los medios, muy en particular los audiovisuales o los digitales, que son los que más sensación de verosimilitud, efecto de realidad e impresión de inmediatez tienen respecto de lo que está sucediendo. A mi juicio también entiendo que el Estado debe llamar la atención cuando advierte manipulaciones mediáticas. Ese proceder resulta primordial, sin limitar la libertad de expresión o censurar. Pero sí poner ciertos límites al efecto de terror en el que son capaces de incurrir personas inescrupulosas. Porque tan nociva como la enfermedad misma me resultan lo efectos psicológicos que sobre la población puede tener una información efectista que hace cundir la alarma, el pánico, la desesperación, la angustia, el stress sobre un grupo de personas ya de por sí afectadas por ellas. Si las acentuamos, el efecto puede ser descomunal.
Esté en el rincón de la casa en el que uno esté, si alguien tiene la TV o la radio encendidas, o bien enciende la computadora, ya comienza a ser bombardeado por noticias o datos sobre el COVID-19. A ver, leer o escuchar una suerte de gran zumbido que es esa voz de los periodistas y las periodistas dando cuenta de un proceso que viralizan. En lugar de lo que deberían hacer, que es llamar a la calma, al sosiego y a la quietud serena para que esta pandemia pueda ser afrontada con integridad, entereza y fortaleza. A lo que agregaría un factor ético: dignidad. Y no al desequilibrio emotivo producto de un golpeteo de noticias por lo general catástrofe que están teniendo lugar. Y si lo están teniendo, ser prudentes en el modo de comunicarlas. Eso se les enseña a los periodistas en la Universidad si se han graduado. Y los que lo son de oficio por tal motivo cuentan o deberían contar con la suficiente sensatez producto de la experiencia como para ponerla en práctica en su desenvolvimiento cotidiano. No estoy planteando ocultar lo que estaba sucediendo. No estoy planteando no reflexionar sobre lo que está sucediendo (ya ven, este escrito se ocupa del tema, pero procurando llamar a la reflexión, a la ausencia de obsesión, a la seriedad de las fuentes). Sino en todo caso administrar la información en virtud de la gravedad que reviste. Me refiero a llegar a un equilibrio y a una moderación. Porque un capítulo de la Historia de estas características supone una extrema responsabilidad ética por parte de los medios y las instituciones en lo relativo al flujo de datos, circulación de narrativas y registro de escenas de lo que está teniendo lugar en el mundo entero.
Considero esencial discriminar lo irrelevante o lo anecdótico, lo efectista de lo que efectivamente llama al análisis o a los procedimientos a seguir en torno de la pandemia. Los medios no deben bajo ningún punto de vista incurrir en el amarillismo. Evitar la desesperación de las personas. Procediendo de modo contrario la ciudadanía entrará o bien en una suerte de caos producto de la incertidumbre que los medios alimentan pero no esclarecen. Es este entonces el punto que me interesa verdaderamente: escuchar voces, en primer lugar certeras. Escuchar voces, en segundo, autorizadas. Escuchar voces, en tercer lugar, necesarias y preparadas. Inteligencias accesibles, buenos comunicadores, que permitan ir hasta la médula de las cosas en medio de un proceso que nos afecta a todos y dejará residualmente consecuencias que desconocemos, junto con las pérdidas ya acontecidas.
Los medios tienen una responsabilidad ética en tanto que productores de discursos sociales que emiten distintas clases de mensajes con impacto en la sociedad según su índole. Una responsabilidad que no pueden eludir ni tampoco desordenar. En ocasiones, mal que les pese, deben callar. Están llamados a limitar la información que hacen circular para evitar agravar la pandemia con estados de ánimo de la publicación de trágicos ¿qué quiero decir con esto? Mostrar imágenes, emitir discursos sociales, escenas y narrativas que provengan de personas con formación en el tema, como dije, que no aspiren a especular sino a trabajar en favor de la sociedad con honestidad profesional e intelectual para llevar la calma a una población entre la cual ha cundido el factor alarma.
Entre la vida y la muerte resulta natural y espontáneo que casi todo el mundo elija la vida. En particular si está velando por otras. Pero la pregunta sería ¿cómo evitar que discursos sociales influyentes por lo invasivos generen pánico entre los nuestros y entre nosotros mismos? No encuentro respuestas más que la de sostener un pensamiento crítico, en primer lugar. Mantener una prudente distancia respecto de los medios, en especial los que detectamos como manipuladores o nocivos. Acudir a los que detentan mayor credibilidad. Y por último, seguir al pie de la letra los procedimientos que los infectólogos serios han impartido como imprescindibles para evitar los contagios sin caer en obsesiones malsanas.
Hago votos porque así sea en el mundo entero. Y que los profesionales ocupados de supervisar la salud pública sean los más serios y los más formados, además de los más sagaces, a la hora de difundir los pasos preventivos a seguir. Quiero decir: que sean buenos comunicadores sociales, como dije, precisamente para neutralizar a los malos o éticamente condenables.