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Coronavirus: en defensa de Donald J. Trump

Todos los días me despierto, y lo primero es escuchar las noticias. A las noticias y noticieros sumo la lectura de los periódicos del mundo entero preocupado, profundamente preocupado por la situación que estamos viviendo.

Ello por dos razones, la primera, porque por mi edad estoy en el tope crítico de aquellos que amablemente llaman población vulnerable. Afortunadamente, pienso en forma canallesca, me cuidé a tiempo y estoy en buena salud, lo que me sitúa en aquella población vulnerable que podemos sobrevivir un par de semanas más.

La segunda razón es absolutamente egoísta. Como escritor ya enfrento una crisis de lectores a nivel mundial; un lector que lea más allá de un par de párrafos al día es un ave extraña, si el virus de la muerte se lleva a alguno de los que aún leen, me habrá asesinado dos veces.

Pero regresemos a las noticias en los Estados Unidos.

Sistemáticamente hacen alusión a lo que Trump no ha hecho. Si el presidente habla, los periodistas lo escuchan atentamente para enseguida clarificar en qué se equivocó, señalar qué dato no era correcto, anotar si sus declaraciones tenían una base científica o si se basaban, como de costumbre, en simples corazonadas de un ignorante. 

Prenda la televisión, vea los noticieros y cuente cuántas veces el nombre de Trump aparece en las noticias sobre el coronavirus. Al abrir el noticiario se hace teniendo como telón de fondo los errores del presidente, mientras más groseros son, mejor, cautivan nuestra atención, nos hacen reír, o indignarnos, de sus payasadas. Pero la risa rápidamente se puede transformar en llanto, al debilitarlo a él nos están haciendo desconfiar aún más de las instituciones en momentos en que en algo se debe confiar.

Si se invita a un especialista para devolvernos la calma y orientarnos, generalmente una de las preguntas claves será: en su opinión, ¿qué no se hizo a tiempo?, ¿que piensa usted de esta frase desafortunada del presidente?, ¿basta con lo que el gobierno está haciendo?

Si se invita a un senador o senadora, a algún político del presente o del pasado, se le pregunta con chanfle, como los pénales de Messi, para darle pie a ser parte de la campaña electoral, mostrar lo que ella o él cree que se debiera haber hecho, o comparar el presente con el pasado con estadísticas que alarman, o reaseguran, pero que no vienen al caso.

En el informe diario de la fuerza encargada de conducir la lucha contra el coronavirus pediría que el vicepresidente se abstenga de las repetidas loas al presidente. Que le dé la palabra desnuda de todo adorno a los especialistas y dé un paso al costado; un líder se reconoce por lo que sabe desaparecer en un segundo plano, una caja de resonancia de una campaña electoral suena cada vez más destemplada.

En defensa de Donald J. Trump, pediría moderación a la prensa, todos sabemos que el presidente se contradice, y no tiene problema en hacerlo, sabemos que cuando se sale del libreto e improvisa –mal actor– la escena se oscurece y el público baja la mirada embargado por la vergüenza ajena. 

Sabemos que entre el presidente y la ciencia hay un abismo difícil de cruzar. Que la lógica está reñida con su ilógica. Que la palabra mal utilizada sufre cuando Trump dice que todo está bien, que el mundo nos observa envidioso por lo «terrific» de nuestra situación frente a esta crisis mundial, y la pobre palabra mal herida sufre, como mal herido sufre nuestro pueblo.

A todos, a ustedes, les pido que nos concentremos en lo que realmente interesa, y en defensa de Donald J. Trump, dejemos de lado sus errores, payasadas y omisiones, y pese a ser el presidente, no llamemos la atención sobre él y sus chambonadas.

No contribuyamos a crear más angustia; que las mujeres y hombres que tienen la responsabilidad de informarnos, con humildad y sin protagonismo, guarden sus preferencias y den la palabra a quienes deben tenerla en estos momentos de incertitud: científicos, médicos, mujeres y hombres de sentido común. 

No es el momento de brillar, que sean los especialistas quienes nos orienten en las medidas a tomar, y no nos refocilemos en insistir en lo que no se hizo, el reloj del tiempo no tiene marcha atrás, y hacia adelante está llegando a la hora 25, la última, la desconocida.

Recuerden, de tanto burlarse y volver no creíble al increíble que nos gobierna dejaremos de creerles a ustedes, a desconfiar de la información, y el virus de la muerte continuará triunfante su camino. Entendemos que tengan miedo, una cuarentena en estos momentos los saca de las luces, de ser centro de atención, de ser bebida para el sediento en este desierto de soluciones, de ser luz en este bosque de rumores.

Nosotros, como medida preventiva mantengamos la distancia social, pero, como medida moral, fomentemos la cercanía humana. La politiquería dejémosla de lado, ella retomará la palabra cuando el cauce del río desbordado vuelva a su lugar.

Lo que dijo o no dijo Trump no me interesa, me interesa que haga lo que tiene que hacer este gobierno, que tome las medidas necesarias para mitigar la propagación del virus de la muerte por recomendación de la ciencia, la ciencia y el sentido común.

Que el gobierno, sea federal, sea estatal, decrete el congelamiento de los precios para evitar la especulación y obligue a las grandes cadenas a que regresen a sus precios de hace dos o tres semanas, que controle la producción de gel antiséptico y desinfectantes, que vigile su cadena de distribución y que estos no desaparezcan, por arte de magia, antes de llegar a las estanterías de los supermercados y aparezcan en el mercado negro a diez o más veces su valor mientras los estantes permanecen vacíos burlándose de los clientes puesto que no somos seres humanos, somos clientes de la usura y la avaricia.

Esta mañana, una de las principales cadenas de televisión nos mostraba un reportaje de niños en Los Ángeles vendiendo, en un puesto en la calle, no limonada, ¡rollos sueltos de papel sanitario! «Mi mamá me dijo», decía el niño-empresario frente a las cámaras, «que, debido al virus, se habían agotado y que la gente estaba dispuesta a pagar lo que fuera por ellos». A su lado, de pie, la madre sonreía orgullosamente. ¡Qué lección de humanidad! Vomité.

Que las instituciones y cada uno de nosotros tome conciencia de que vivimos tiempos en que la compasión debe primar sobre el individualismo, tiempos de solidaridad que debieran obligarnos a pensar en el otro, aquel que sufre, hoy como ayer aquel que no tiene los medios económicos para sobrevivir, las sombras de las calles, los sin techo que construyen nuestras viviendas, los sin nombre que nos sirven en los restaurantes, los que cabeza gacha hermosean nuestros jardines o cosechan la ensalada que nos dará salud, aquellos huérfanos de fortuna cuyo sudor y sangre sirven de cimiento a nuestra sociedad, la más rica y poderosa del mundo, nos preciamos. 

Los dejo, el virus está tocando a mi puerta antes de cruzar la calle y tocar a la suya.

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