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Confundir más que dividir

Entre las estrategias políticas de la élite regente, en Venezuela, la confusión ha sido una de las más eficaces. Me refiero, obviamente, a la información falsa sobre ciertos temas espinosos, creada desde el propio gobierno y que, tristemente, voces en los sectores opositores ayudan a divulgar, aun sin darse cuenta de ello. La mitología chavista – y es una mitología – no la difunde solamente el ministerio para la propaganda.

Si algo urge en este momento, es seriedad y, desde luego, claridad. Uno de los grandes mitos del chavismo ha sido el falso carácter supraconstitucional de la Asamblea Nacional Constituyente. Jurídicamente, aceptar semejante aberración supone la negación de uno de los principios cardinales de todo orden democrático: la separación de poderes propuesta por Montesquieu hace más de dos siglos.

Aunque la construcción de una realidad falsa se ha hecho a través de diversos medios (como la neolengua para criminalizar actividades que no son delincuenciales), la aberración de principios jurídicos ha ayudado a confundir a personas que hoy, ante la evidente violación del Estado de derecho y la constitución de un gobierno de facto, funcionarios investidos de autoridad y cuyo apoyo resultaría idóneo en la restitución del orden quebrantado creen que al gobierno de Maduro en efecto, le asiste algún basamento legal. Voces que se dicen opositoras, como la del Doctor Político, se prestan – tal vez sin saberlo – para este propósito malsano.

La élite erró al pretender que la Asamblea Nacional Constituyente convocara a las elecciones del 20 de mayo pasado, cuando debió hacerlo el CNE. Seguramente lo hizo para endilgarle legitimidad a un ente que no la tiene y que en caso de tenerla no puede arrogarse las competencias propias de otro órgano, como el Poder Electoral. Además, el modo como se celebraron esas elecciones, sin garantías de ninguna índole y totalmente controladas por la élite regente, lo cual contraviene la esencia del sufragio, anulan sus efectos jurídicos y políticos (como ocurre, visto el rechazo de numerosos gobiernos a las mismas). Su error fue jurídico y político a la vez. Violó las normas, en efecto, pero también traicionó la razón de ser del sufragio, desnaturalizándolo y reduciéndolo a una mera formalidad. Por ello, en medio de un mar de otras razones, no son reconocidas dentro y fuera del país.

Si ese acto fue nulo, porque política y jurídicamente está viciado al punto de afectar su razón de ser, no surte efectos jurídicos ni políticos. Por lo tanto, vencido el mandato 2013-2019, en Venezuela tuvo lugar «la falta absoluta del presidente electo», aunque, en efecto, el caso particular no esté previsto en el artículo 233 de la Constitución. Me permito aclarar que sobre el caso, en primer lugar no hay vacío de poder, porque aunque sea ilegítimamente, el señor Maduro ordena y funcionarios acatan en función de esa confusión que ya desde tiempos en los que Chávez era presidente, la élite ha auspiciado. Por otro lado, si bien el artículo 233 no prevé este supuesto, obviamente se asemeja al presupuesto de hecho planteado en la norma (falta absoluta del presidente electo, que  de paso, fue ratificada por el ente llamado a hacerlo, la Asamblea Nacional), por lo que analógicamente se debe aplicar pues, la norma constitucional citada.

Siendo este el caso, porque no puede haber vacante del Ejecutivo (como ocurre con la muerte del Santo Padre, quedando vacante la Silla de Pedro hasta el nombramiento de un nuevo pontífice), se aplica pues, analógicamente el supuesto del artículo 233 constitucional y por lo tanto, ipso iure, el presidente de la Asamblea Nacional asume la Presidencia de la República interinamente, sin necesidad de formalidades porque existe un mandato directo de la Constitución al respecto. Jurídicamente, Juan Guaidó ya es el presidente interino. Sin embargo, no lo es de hecho, porque carece de medios reales para hacer valer sus decisiones.

Tal y como sugieren algunos, la Fuerza Armada Nacional no va a obedecer a Guaidó porque este se proclame y juramente como presidente.  Como ya he dicho, la ley y el derecho han sido degenerados en un sinfín de discusiones poco serias en el mejor de los casos, y tal vez la más de las veces, ciertamente malintencionadas, y, por qué dudarlo, por otras razones inconfesables. Urge por ello, en primer lugar, ganarse al mayor número de oficiales posibles y, luego, y seguramente más importante (y por ello, simultáneamente), aclarar las dudas que sobre la ilegitimidad o legitimidad del actual gobierno puedan tener.

El problema no es jurídico, porque su origen es político. La ilegitimidad del gobierno de Nicolás Maduro no procede de las causas jurídicas que legitiman su desconocimiento, sino de las circunstancias políticas que han sido evaluadas por los diversos sectores del país y fundamentalmente por el parlamento, único poder reconocido como legítimo en el exterior, así como por un nutrido número de naciones y organismos internacionales. Política y jurídicamente, Maduro ya no es reconocido como un presidente legítimo, y, por lo tanto, todas las medidas que se adopten para reinstituir un gobierno legítimo en Venezuela son constitucionales, tal y como lo disponen los artículo 333 y 350 de la Constitución vigente.

A mi juicio, huelgan las discusiones sobre quién tiene la razón. Si bien el Derecho es una ciencia y su ejercicio está sujeto a normas de interpretación por los abogados, los juristas y los jueces, desde luego; no es una ciencia exacta y como en todas las ciencias sociales, hay diversas formas de emprender una solución. En este momento, cuando el país está al borde del colapso, asumo que toda crítica y toda discusión deben estar al servicio de la restitución del orden democrático y no de la satisfacción de egos.

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