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Con Reynaldo Hahn en la memoria 

Para recobrar a Reynaldo Hahn (Caracas, 1884 – París, 1947) es imprescindible partir de su relación con Marcel Proust, quien escribió para recuperar su Tiempo mientras Reynaldo componía para perderlo. Él es el lado oscuro de Proust, pues abre y cierra la vida que transcurre entre su acceso al mundo Guermantes y su ingreso al estadio de la muerte veintiocho años después. Dos instancias, unidas por la obra del escritor, donde el trabajo de Hahn —concebido desde Chansons grises para el salón de Mme. Lemaire, hasta Ciboulette, compuesta el año en que Proust fallece— tiene cabida muy fugazmente, mediante la repetición incesante de la “pequeña frase” de Camille Saint-Säens, el maquillaje azul de Vaslav Nijinsky impreso sobre uno de sus guantes y una intervención como el Nathaniel de La dama de las camelias junto a Sarah Bernhardt. 

De hecho Reynaldo Hahn es solo un ingrediente en la sazón de vidas realmente sudadas por el esfuerzo para construir una obra imperecedera. Por eso únicamente podemos rehacerlo partiendo de los fragmentos que se le asignan, a manera de actor secundario, en las biografías de algunos grandes, o desde los comentarios que sus compatriotas Daniel Bendahan y Ernesto Estrada Arriens escribieron, más para ubicarse a sí mismos en la vida de Hahn, que para ayudarnos a comprenderlo a él en su tiempo. 

Inexorablemente, el resplandor de los inmortales aumenta cuando la atención recae en el compositor como artífice de una época, y se opaca al rodarnos hacia su obra. Tal es el riesgo que corre quien, por ser muy inteligente y encantador, se acerca demasiado al genio pero no lo tiene para contrarrestar el de aquellos, pues el brillo de los grandes lo chamusca. En el caso de Hahn, ese gesto de arder sin espectáculo, ha vendido igualmente la idea de una mediocridad hasta cierto punto injusta, en las plumas de quienes lo han descrito siempre desde la superficie de su existencia. Un mal, de quien nunca tendrá un gran biógrafo que lo ponga a valer; porque su música fue, como él, un producto de su tiempo y no alcanzó a hacerse inmortal, difuminándose con ese mismo tiempo. De hecho, lo que hace de Reynaldo Hahn un personaje, es su precariedad para convertirse en Historia: él no fue, pero le dio sabor, a quienes lo fueron. Su imagen es en tal sentido la metáfora de la Belle Époque y desaparece con ella, como los dibujos de Lucy o George Lepape y los diseños de Paul Poiret. 

De Reynaldo Hahn nos interesa entonces la fragilidad de su imagen, la rapidez con que ella puede quebrarse, el centelleo de su cuerpo arqueándose desde el piano hacia el suelo, en un salón o bajo un puente veneciano. Podría decirse que Proust envidió de Hahn su vida mortal, y este, de Proust, la inmortalidad. De ahí que lo interesante de Hahn sea el que su vida le perteneció más que a Proust la suya. Vida hecha fuego en Hahn, a lo largo de toda su época, y vuelta memoria inconsciente en Proust, por ser la única manera de perderla para, al final, poder recobrarla. 

Fue en los martes de Mme. Lemaire donde se encontraron por primera vez. Unos martes avivados por el fuego de la anfitriona, y donde artistas, nobles, escritores se congregaban durante los meses de la primavera parisina. Allí Hahn tocó por primera vez sus Chansons grises, inspiradas en poemas de Paul Verlaine, mientras Proust se iniciaba en el mundo del Faubourg Saint-Germain. Un doble debut que el escritor trasladó a los salones de Mme. Verdurin, en la Recherche, y entreacto cuyo inicio y fin provendría de los caminos de Swann y de Guermantes. Pero, para esa ápoca, ninguno de los dos jóvenes sobrepasaba aún los 22 años; todavía sus rostros tenían la transparencia de pensar que jamás serían asolados por el Tiempo.  

Mme. Lemaire pintaba, como Mme. de Villeparisis en la Recherche, rosas gigantescas que decoraban sus martes por todos lados, mientras Marcel escogía a quien compartiría apasionadamente sus primeros textos. Es así como, pasados unos días de aquel primer encuentro, partirían juntos hacia Réveillon —La Raspalière de El tiempo—, casa de campo de la misma Mme. Lemaire en el Marne, donde Marcel mostrará a Reynaldo el apunte inicial de su obra —del mismo modo como, años después, le confiaría las primeras lecturas de Un amor de Swann— cuando, paseando juntos por el jardín, le pida que se aleje a fin de contemplar a solas las rosas, pensando quizás en las palabras puestas en boca del narrador en La Raspalière, y referidas a Elstir, quien “no podía mirar una flor si no era trasladándola previamente a ese jardín interior en el que, por fuerza, permanecemos siempre”. 

Ahí Reynaldo comprende —uno de los privilegios del amado sobre el amante: saber, en todo momento, cuándo debe dejarlo solo— allí, qu’il ne fallait pas; que Marcel irá transformando, durante los siguientes 20 años, el detalle en destino. Desde instantes de éxtasis ante un elemento insignificante en apariencia, hasta las órdenes dadas a Celeste de ir de madrugada al Hotel Ritz, para buscar un pastel de fresas con crema, que olerá apenas, a fin de recobrar una sensación y seguir escribiendo. O las visitas a las condesas Grefulhhe y Chevigné, para rogarles que le describan detalladamente las telas, texturas, colores de este o aquel vestido lucido años atrás en alguna soirée de gala. 

Tras pasar un mes de luna de miel con Reynaldo en Réveillon, Proust viajará con su madre a Trouville, donde escribe el texto de su primer libro, “La muerte de Baltasar Silvande”, recogido en Los placeres y los días. Una historia que, como frecuentemente ocurre al trasladar la autobiografía al texto, viene a ser el negativo de ese momento del propio Proust. Silvande es exactamente igual que Reynaldo pero rubio, su casa contiene el buen gusto que le falta a Réveillon, y su historia posee la parte de tristeza —muere joven de una enfermedad incurable— que Proust no había conocido aún con Reynaldo al dormirse entre sus rodillas —“lugar profundo y dulce de placer y refugio”. 

En París, ya de regreso, Reynaldo Hahn será el artífice de otro fragmento de Á la Recherche du temps perdu, cuando insista en que Marcel escuche, en casa de Mme. Lemaire, la Sonata en R menor, para violín y piano de Camille Saint-Säens, de donde el narrador extraerá “la pequeña frase”, cuyo esbozo proviene de otra historia, también incluida en Les plaisirs et les jours, “Melancólicas vacaciones de Madame de Breives”, a la cual la protagonista transforma en el eje de su amor no correspondido por Monsieur de Lalèande. Una frase, que obsesionó a Proust, porque se convirtió en la bisagra entre los dos lados de su vida. Hahn se la toca una y otra vez, reproduciendo así la forma geométrica de la Sonata de Vinteuil de la Recherche. 

Monsieur Vinteuil será el músico de la Recherche, desatando y amarrando las ligaduras del amor homosexual, canalizado por el narrador a través del Camino de Swann, cuando describa los rudos rasgos de Mlle. Vinteuil, sentada junto a Marcel en la iglesia de Combray, y cuando la recobre en el recuerdo de Albertina —al ver a la mejor amiga de esta, Gilberta, en casa de la princesa de Guermantes, segundos antes de que se escuche el repicar de la campanilla—, por haber sido, hablándole a Albertina de la música de Vinteuil, cuando pensó que ambas jóvenes podrían ser amantes. Se inicia entonces la tortura del narrador para hacerle confesar a Albertina su doble vida. Un tormento que la llevará a ella a la muerte, y a Marcel a la destrucción de la mujer como objeto de observación ideal, pudiendo entonces recuperar definitivamente el Tiempo. 

A cambio de “la pequeña frase”, Proust presentará a Reynaldo ante las primeras amistades que trazarán El lado de Guermantes, donde desarrollará toda su música, condenada a desaparecer con la extinción de ese mismo lado. Apegado a un romanticismo en decadencia, como los nobles a sus últimos privilegios, Reynaldo Hahn fue avasallado por los revolucionarios compositores —Erik Satie, Arnold Schönberg, Claude Debussy— de una época que lo engranó naturalmente a su mecanismo. Ello constituye en sí un arma de doble filo, pues otorgó al compositor la cualidad de iluminar a sus contemporáneos pero opacó su música, mimetizándola con lo efímero de la Belle Époque, una de cuyas características es precisamente la apariencia de collage. 

Practicando la profesión que le dio fortuna a su familia, Hahn supo comerciar muy bien con su imagen pública. El hecho de visualizarlo siempre viajando de un lado a otro, rico, mimado y admirado por la alta sociedad, es lo que constituye el reverso de Proust, a quien aquella misma sociedad aceptó, pero como un personaje singular y algo extravagante, hasta obtener el Premio Goncourt con sus muchachas flor, casi 30 años después de Jean Santeuil, su primera novela rápidamente olvidada, y al borde de la muerte y de recuperar el Tiempo. 

Pero Marcel Proust no necesitó de una sociedad de amigos que pujaran para colocar una placa en su última casa, o acuñaran una moneda con su efigie. La genialidad de la obra se encargó de hacer superfluos tales homenajes. He aquí la respuesta al porqué hablar de brillo fue instancia exclusiva de Hahn. La extensión sin profundidad —mal de los inteligentes, sin genio pero con mucho encanto—, su naturaleza atrevida —Caballero de la Legión de Honor durante la Primera Guerra Mundial—, la ambición, no el deseo, de triunfo —llegó a dirigir la Ópera de París—, la dispersión, en fin, le impidieron concentrarse y ahondar en una línea musical. 

Operetas, óperas, oratorios, ballets, piezas para piano, música instrumental y orquestal, canciones, composiciones para teatro, fueron escritas con la rapidez con que han sido olvidadas. Terrible realidad, antepuesta a cualquier otra consideración, y fruto de esa disyuntiva que lleva al artista a debatirse entre luchar por permanecer para hacer una obra, y batallar por realizar una obra para permanecer. Hahn y Proust son, respectivamente, la materialización de estas dos posibilidades. Uno tuvo todo lo que deseó en su tiempo, y el otro estuvo a punto de tener el Tiempo. 

Pero no solo se completa aquí un itinerario en el lenguaje. El amor de Marcel cambia de objeto y Reynaldo, un poco Albertina fugitiva, se aparta del autor para componer su poema sinfónico Nuit d’amour bergamasque, lo cual exalta los celos de Proust, iniciándose entonces entre ambos lo mejor de su correspondencia, prolongada hasta el fin de la vida del escritor. 

Los dos traspondrían la relación de aquellos dieciocho meses en la obra; Reynaldo con Nuit y Marcel con las primeras anotaciones para la Recherche, referidas a los celos de Swann hacia Odette, donde la Sonata de Vinteuil encontraría finalmente su lugar. Simultáneamente, se cierra el vínculo pasional entre ambos jóvenes mediante la metáfora del teclado, con la cual el narrador sintetiza el estar allí, quedarse y escribir, es decir, el destino del amante cuando el amado está en fuga y desaparece, 

Pese a todo, Reynaldo no volverá a apartarse de Proust, convirtiéndose en su más asiduo visitante durante los años de encierro del escritor. Él era ya un dios por partida doble: el disfrazado de Marcel, el que estaría ahí todo el tiempo, y el azul de Diaghilev, para cuyos ballets rusos compondría la música bailada por Nijinsky, de quien conservó por años en su guante la mancha azul del maquillaje. Y es que Hahn supo desarrollar durante toda su vida la capacidad de conservar el pequeño objeto, a fin de utilizarlo como estímulo para el recuerdo, y como elemento básico en la preservación de su origen y su historia. Algo que Proust llevó hasta sus últimas consecuencias, al sintetizar en El tiempo perdido toda su memoria ancestral y personal hasta convertirla en obra maestra. 

Al cultivar el buen gusto por el pequeño objeto, Reynaldo Hahn desarrolló ese heroísmo de la debilidad que nutre la obra con lo cotidiano —el estornudo como catástrofe. Lo cotidiano que en él fue, como en Marcel Proust, el espectáculo final de una época que pedía al artista sobrevivirse para trasladarla entonces a la obra a fin de que, a la distancia de los años, podamos recobrarla como memoria indeleble, en un tiempo tan arriesgado para el humanismo, cual es este que nos ha tocado vivir. 

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