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esteban ierardo

“Como en un espejo” de Ingmar Bergman, ¿y se puede demostrar que Dios existe?

Los artistas son grandes por sus obsesiones. Por su insistente necesidad de expresarse. Ya Kandinsky aseguró en Sobre lo espiritual en la obra de arte, que el artista es el menos libre, porque le urge expresar su mundo interior.

Ingmar Bergman (1918-2007) es uno de los ejemplos de esa necesidad por decir, o decirse. La ruta creativa que siguió estuvo marcada, en parte, por el ambiente opresivo en el que creció. Hijo de un pastor protestante, en su Suecia natal, en su infancia, acompañaba a su padre entre iglesias en pueblos, ciudades, y paisajes escandinavos. Sintió la religión como mandato. Castigo. Culpa. Dogma. Celebración de imágenes veladamente idolátricas, como la del Cristo que sufre y muere en una cruz. Aprendió a descreer de lo que debía creer. No creyó en el Dios de su padre. Ni en su padre. Ni en los que escuchaban a su padre. No se dejó intimidar por el Dios que demanda respeto y reverencia.

Desde joven, Bergman decidió crear en lugar de repetir dogmas. Caminó a espaldas de los que desde un púlpito dicen cómo vivir. Lo llamaron ateo. No le desagradó. Pero el que niega siempre está atado a aquello que niega.

Que el ateo Bergman quiso reencontrarse con algo divino, distinto al Dios del temor que quisieron imponerle, es lo que quizá asoma en Como en un espejo, su fundamental film de 1961.

Antes de ese momento, el sueco había filmado numerosas películas, y recibido las influencias del actor Víctor Sjöström (que protagoniza su film Fresas salvajes), de Theodor Dreyer, y su perspectiva existencial y religiosa en La pasión de Juana de Arco, y del gran dramaturgo August Strindberg, que también lo inspirará en su futura carrera de director teatral paralela a su pasión por el cine.

Ya dueño del arte cinematográfico sublimó su animosidad con la religión paterna en El séptimo sello (1957). En pleno temor a una hecatombe nuclear, durante la tensión americano-soviética, trasladó ese clima de angustia apocalíptica a la edad media. Un caballero cruzado regresa a Suecia, tras larga lucha en contra del “infiel” en Oriente. No encontró a su Dios. Solo la confirmación de la miseria humana. Luego de desembarcado junto con su escudero, en la playa, cerca de las olas, la muerte se le presenta. Le anuncia que es momento de partir. El caballero Block (Max von Sydow) no quiere morir aún. No por temor ni por amor a la vida. Solo por insatisfacción vital. Siente la humillación de no haber hecho algo trascendente que justifique su paso por este mundo. Pide entonces más días y noches. Mientras la Parca no lo venza en una partida de ajedrez, la prórroga le es concedida. En su tiempo de gracia, el caballero quiere que Dios le hable, que responda a su desesperación, a la soledad que infecta su sangre. Pero Dios no responde. Su escudero se lo confirma: no hay respuesta, no hay consuelo, guía o protección. El humano está solo bajo un cielo de amenazantes puñales.

Son los tiempos de la peste negra. Muchos se flagelan. Creen que así Dios los perdonará. Un sacerdote increpa a las personas sencillas. Les reprocha ser culpables de la ira que Dios expresa por la plaga. La vida como hierba y luz solo sobrevive en unos juglares errantes que, con su carreta, llevan su alegría a todas partes.

La vitalidad del juglar frente a la culpa universal que gritan los sacerdotes. Y la imagen de un caballero jugando al ajedrez con la muerte en un fresco que el escudero descubre en una iglesia; una pintura mural de Albertus Pictor (“Alberto el Pintor”) que el niño Bergman vio cuando acompañaba a su padre por las iglesias.

En Los comulgantes (o Luz de invierno, 1963), Bergman propone un sacerdote que debe consolar, ayudar, aconsejar. Pero que vomita, sin pudor, todo su fracaso, su incapacidad para creer, sobre un campesino que busca consuelo en él. El campesino se suicida. El sacerdote imaginado por el cineasta sueco nunca podría comunicarse con el fuego sobre la nieve, con el sol sobre los prados; solo sirve al miedo, a la culpa, o a su íntimo escepticismo. Un mundo sin Dios. En soledad. La primavera congelada.

Pero el que parece que no cree quizá sí cree, pero de otra manera, y acaso más profunda…

Es el Bergman de su segunda película premiada con un Oscar al mejor film extranjero, Como en un espejola primera fue La muerte de una doncella (1960). Caracterizada habitualmente como drama psicológico, una etiqueta que no abarca todo su posible espesor. El conflicto existencial, típica obsesión del cine del sueco, hace emerger la incomunicación, frente a la que el ser humano anhela alguna salida.

Cada uno de los personajes vive en su propio mundo. El diálogo entre ellos es deficiente o ausente.  Cada quien, en su soledad.

En una casa frente al mar acomodan sus vacíos David (Gunnar Björnstrand)un escritor viudo ensimismado, que consiente en pasar las vacaciones con su hijo, el adolescente Minus (Lars Passgard), su hija Karin (Harriet Andersson, la actriz de la inolvidable Un verano con Mónica, 1953), y Martin (Max von Sydow), pareja de Karin y médico.

Minus padece la incomunicación con su padre. Necesita que lo escuche, que le hable. Trata de comprender a Karin que oye la voz de Dios en la buhardilla de la casa de verano y que, a veces, se oculta en un barco abandonado, roído por el agua, la humedad, la descomposición. Al final, Karin creerá ver a Dios como una araña monstruosa, amenazante. La esquizofrenia acechante. Un helicóptero la buscará para llevarla a un psiquiátrico.
Como en un espejo (también titulada Detrás de un vidrio oscuro y A través del espejo), con el guion de Bergman. Su título alude a la carta de San Pablo, en su Primera Carta a los Corintios: “Pues ahora vemos de un modo oscuro, como en un espejo; pero entonces veremos cara a cara”.

A nivel técnico, la película premiada resalta también el mérito del director de fotografía de Bergman, Sven Nykvist (1). Filmada en los estudios de Svensk Filmindustri, y en la isla de Faro, el refugio de Bergman, su residencia de los últimos años, donde rodó también Persona (1966), uno de sus films más experimentales, audaces y creativos, protagonizado por las grandes actrices Bibi Anderson y Liv Ullmann.

En Como en un espejo, el mar, el viento, lo otro de la naturaleza se confunde con el abandono humano. Los personajes navegan, recorren la costa, aspiran la brisa marina. El mar próximo a la incomunicación entre los humanos; el mar mudo detrás de la ventana en la que se produce el instante clave, la inesperada conversación entre el padre y el hijo:

Minus: Papá, tengo miedo. Al encontrar a Karin en el barco la realidad se ha agrietado. ¿Entiendes lo que quiero decir? La realidad se ha agrietado y me he caído. Es como en los sueños. No puedo vivir en este mundo nuevo, papá.

David: Sí puedes, pero debes agarrarte a algo.

Minus: ¿Agarrarme a qué? ¿A un Dios? Demuéstrame que Dios existe… No puedes…

David: Sí puedo, pero debes escuchar con atención, hijo mío.

Minus: Te escucharé con atención.

David: Te daré un indicio. Se trata de saber que el amor existe realmente en el mundo humano.

Minus: Un tipo especial de amor, me imagino…

David: De cualquier tipo, Minus, el más grande y el más pequeño, el más ridículo y el más sublime, de cualquier tipo.

Minus: ¿Así que el amor demuestra que Dios existe?

David: No sé si el amor es la prueba de la existencia de Dios, o si el amor es Dios.

Minus: Para ti, ¿el amor y Dios son lo mismo?

David: Todo mi vacío y mi desesperanza defienden eso.

Minus: Cuéntame más, papá.

David: De repente el vacío se vuelve abundancia, y la desesperanza, vida.

Luego de terminar la conversación, ante la ventana que da al mar, el padre se va y el hijo expresa su asombro: “Por fin papá me ha hablado”.

Antes David parecía melancólico, rehén de un vacío asfixiante. Pero, tras esa apariencia, ocultaba una sospecha sobre algo trascendente. Para David, si hay un Dios no es un ser supremo revelado por un libro, por el clero o la Iglesia. El Dios de David es un estado o modo de experiencia que se manifiesta por el amor “más grande y el más pequeño, el más ridículo y el más sublime…”. Cualquier tipo de amor humano que, en su origen más profundo, acaso no sea solo humano; ese amor acaso también sea el aliento de lo divino resoplando en la acción.

Tal vez el amor, que realmente existe, es lo que hace entender porque el humano no es prisionero solo del egoísmo, el odio, lo oscuro, la obsesión del poder sobre los otros. El amor une al que lo experimenta con lo mejor de sí, abre a la acción que puede trascenderse hacia el prójimo. Pero ese amor del que le habla David a Minus puede seguir pensándose más allá de sus palabras…

Como antes se comentó, el título original del film alude a la famosa expresión de San Pablo, primero ver como en un espejo, como un reflejo; luego un ver cara a cara, ver lo real. Quizá, la valoración de la experiencia del amor en sus distintas facetas es el paso de ver solo un reflejo de la realidad que produce ese reflejo. Ver el amor no solo como amor humano, sino como reflejo, como continuación, de algo más real y divino.

El amor existe, y es quizás la única manifestación atendible de lo divino; eso sospecha David. Pero si el amor demuestra la existencia de Dios, o si es Dios mismo, esto no se resuelve en la expresión cristiana “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4); y menos aún en el Dios todopoderoso que justifica la persecución del disidente, o el desprecio de quienes reivindican el derecho a no creer.

David, escritor, el padre, le dice a su hijo que debe agarrase a algo. El amor es real, no como ideal lacrimógeno o retórica vacía. Por el contrario, es fuerza que abraza, genera encuentros, une a las cosas y los seres. Los griegos ya entendieron, como Platón en el Banquete, que el amor es un Dios, uno de los más antiguos, el Eros, que une y mantiene la unidad en el universo. Lo opuesto es la separación, la agresión, el taladro destructor.

Empédocles, el pensador presocrático del siglo VI a.c, también lo postuló en su cosmología. El universo existe como tal cuando todo se une por Afrodita, la diosa del amor, la concordia, la materia unida, cuerpo y espíritu fundidos. El amor divino, de Afrodita, de la diosa, es la cuerda no humana que integra al cielo y la tierra, a los elementos y las partículas mismas del átomo; y de los átomos del mar que se ve a través de la ventana ante la que hablan, al fin, un hijo y su padre; el amor como fuerza que mantiene unido al mar con su lecho, y con todas las creaturas que nadan en sus líquidas profundidades.

El amor no es solo entonces atributo humano. Es fuerza mayor que todo lo une. Amor actuante en el universo. Intuición pagana pre-cristiana. El llamado amor humano es continuación de ese gran amor o eros. Si el individuo experimenta su parte de ese amor universal transformado en un amor particular, personal, entonces, como David lo intuye: el “vacío se vuelve abundancia y la desesperanza vida”.

Bergman luego volverá a cuestionar al Dios de la religión como excusa para el Poder, para el dominio de las almas y los cuerpos en Fanny y Alexander (1982), su última gran obra para el cine, que recrea su libro homónimo y con trasfondo autobiográfico.

Pero, en algún momento, ante una ventana de cara al mar, en el atardecer, en el diálogo final entre un padre y un hijo, el padre, un escritor, entrevió que el amor humano puede demostrar la existencia de Dios, o ser Dios mismo, pero no el Dios que exige reverencia a sacerdotes o a una cruz, no el Dios como araña acechante, no el Dios de la teología o la doctrina. Otro Dios, el del acto amoroso que llena el vacío.


Citas

(1) A partir de su exitosa colaboración con Bergman, Sven Nykvist trabajó con grandes directores como John Huston, Louis Malle, y Woody Allen, admirador de Bergman (en Crímenes y pecados, y Celebrity); y con Andréi Tarkovski, admirador también y amigo del director sueco, que lo ayudó en la filmación de El sacrificio.

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