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Adrian Ferrero

Artes en diálogos (I)

Colonia: maduración de las huevas

Vivi Nikow
Pintura: Vivi Nikow.
Título: CONVALLARIA. Técnica mixta sobre tela. – díptico 124 cm x 124 cm. 2013

 

Cápsulas (distintas) que alojan pequeñas ¿huevas? ¿puntas de fósforos que subterráneamente han quedado sustraídas a la mirada en su extremidad de madera balsa, esas que sostienen el extremo inflamable, la que uno toma entre sus manos? ¿pequeños brotes de absoluto que capturan la mirada? Estas huevas, por su contraste con los lugares que los acogen como espacios amplios, cómodos (teniendo en cuenta su tamaño) para que florezcan en una primavera no soleada. Es un territorio subterráneo. El sol ha sido sustraído a la mirada. En fin. Nunca lo sabremos porque si el arte tiene algo es la incertidumbre, sus bordes inciertos, sus zonas polisémicas que ocultan, de modo sugestivo, lecturas múltiples, recodos, cintas no lineales, perspectivas que son múltiples, cristales que de pronto se astillan. Lo cierto es que este fresco (es una manera de decir) diera la impresión de ser una colonia de insectos que han desovado. Han dejado a sus vástagos para que lentamente maduren, crezcan como unidades que lentamente estallan, les crecen alas o les creces pinzas (digamos, es una metáfora de absoluto, también). Las huevas, o esas unidades con el continente que, precisamente, las contiene, están inmóviles. Paralizadas porque el mundo, en este lugar, no supone los movimientos superficiales del tránsitos animal o humano. Citadino. Tampoco campestre de la gente que se desplaza por el campo. No disponemos en esta imagen de la impresión de movimiento, de traslación, sino más bien la de que sería una instantánea si fuera una fotografía. O un daguerrotipo (remontándonos mucho, mucho tiempo atrás en un tiempo que, incluso, podría resultar más atractivo aún, puestos a imaginar). El universo de esta imagen remite definitivamente a una colonia de insectos en crecimiento. No de abejas, naturalmente. No se trata de un panal con sus formas hexagonales, colmenas con celdillas, que tengo la impresión (o solo eso) de que son geométricas. Se trata más bien (en todo caso) de una colonia de hormigas (debo elegir entre un repertorio de modesto de insectos, sabrán disculpar mi audacia, mi atrevimiento por definir lo sugerido, no lo definido). El color rojo o rojo casi anaranjado en conjunción y en consonancia con el de las huevas o bien brotes (en caso de que fuera una colonia vegetal, de ¿hongos, por citar un ejemplo?) me producen una sensación de estatismo, de inquietud, de parálisis, no de movimiento expansivo, como el de un lago, no un océano picado. La razón es clara: la imagen es una obra plástica a mis ojos ahora ha sido inmortalizada en su paz (si bien sabemos que hay pinturas que sugieren movimiento, así como otras que sugieren perspectiva, volumen). La pintura recorta un fragmento de mundo subterráneo, de mundo que jamás veremos. Eso es lo más valioso de esta pintura. De pronto torna visible lo que permanecía invisible. Ese fragmento debe ser tomado como una totalidad. Pero tampoco eso es cierto. Porque cada imagen de una pintura a su vez presupone su continuación en el tiempo (una diacronía, una cronología que le prosigue, otra que le precede) y presupone una dimensión espacial que se expande hacia los costados y hacia arriba. Cada imagen de una obra plástica se maneja más o menos con estos parámetros. Bien puede haber una serie, como en algunos casos sucede. Álbumes, en otros (como la fotografías), con afinidades, correspondencias, rasgos en común que bajo la noción de conjunto, conforman una serie. Lo serial, en esta pintura cumple una función importante, justamente. Las huevas (he elegido que son huevas) que, de modo selectivo, introducen matices, variantes, todo aquello que constituye un progreso en las etapas madurativas o bien en dirigir su expansión hacia caminos afines (pero también podrían ser desafiantes). No obstante, regresando a la imagen, la impresión, el shock primero que me ha producido, es el de una belleza que, siendo estética, estalla. El color rojo, rojizo, carmesí, escarlata, más anaranjado que rojizo: la gema. Ya no se trata de la gama de los colores hacia el escarlata o hacia el color obispo (fea expresión, convengamos). La llamarada siempre es la metáfora más perfecta del fogonazo. Aunque no exista fuego. El fuego está insinuado. Queda implícito en ese color que de la mano de una forma, parece circundado por una irradiación de claridad. Ni aunque exista un estallido. Me refiero al color. La sensación clave, la más clara de que, pese a que estamos frente a una dimensión imaginaria pero sensible, en nuestra mente una cadena asociativa nos remonta o nos proyecta a otras imágenes plasmadas como el fuego, que introducirá la llama, la flama, la fogata, el hogar, la brasa, el ardiente color de lo que está asociado a las búsquedas que realiza una artista plástica, por el movimiento (suyo al pintar, que imagino), el desplazamiento (en la retina al observar su cuadro en sus distintas fases) por el impacto emocionante que los colores fuertes producen. Como en este caso en que la imagen de los naranjas se propaga y se dispersa hasta congregarse. Sinfín.

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