Un amigo periodista y bogotano tuiteaba casi al término del Mundial: “Hay una cierta unión. Se les suplica a los colombianos que, ahora que el Mundial terminó para nosotros, no volvamos a detestarnos…”. Colombia, y hablo con más propiedad de Bogotá (pues vivo ahí), entró en una suerte de tregua de alegría, ‘recocha’ – sinónimo de jodedera, vacilón, juerga -; de “si estamos jodidos, no me entero hasta que termine el Mundial”.
La euforia por la participación histórica de la selección era tal, que en paralelo al Mundial pasó casi inadvertida la campaña presidencial entre Juan Manuel Santos y Oscar Iván Zuluaga. Los candidatos debatieron, se insultaron, volvieron virales propagandas y vídeos en Youtube. Para donde volteara en una caminata por la ciudad, no veía afiches ni del uno ni del otro. Sí, en cambio, a un sonriente James Rodríguez promocionando Milo -la bebida achocolatada clásica de Colombia-, pan Bimbo y algún que otro producto de quiosco.
“Detestar” es una palabra durísima. Llegué a pensar que el tuit de mi amigo rayaba en la exageración, pero luego lo pensé un poco mejor. Desde que llegué a esta ciudad – fría, con más calles rotas de las que pensé y un sistema de transporte lejos de ser eficiente -, he percibido un rasgo ‘interesante’ en el colombiano.
Gente de todas partes, educada en escuelas privadas y públicas, de izquierda y de derecha (que en este país las hay, y bien marcadas), me han hecho comentarios sobre lo incompatibles que son los colombianos según las regiones en las que hayan nacido. Todavía no las memorizo, pero si algo me ha quedado claro es que hay pocos bogotanos que no tengan una opinión cargada sobre los paisas (originarios de Antioquia, de donde son Álvaro Uribe y Pablo Escobar), y viceversa.
“Se jactan de tener a una ciudad ‘regenerada’ como Medellín, cuando esas mejoras las ha financiado el narcotráfico”, me dice una amiga. “Tienen este concepto de que somos ‘traquetos’, nos gustan las mujeres con las tetas operadas y hasta se burlan de nuestro acento”, dice un paisa que conocí por ahí. Y esto es solo un ejemplo. Hay críticas sobre los nacidos en el llano, en Santander, en la costa pacífica, etcétera.
El taxista que me trajo a mi nueva casa en Bogotá el día 15 de abril de este año, en medio de Semana Santa, me decía: “Yo soy uribista porque gracias a ese gobierno la gente puede desplazarse por las carreteras a visitar a su familia en estos días. Eso antes era un peligro; nadie lo hacía”.
Otra persona me dijo algún otro día: “Es que aquí veneran al extranjero. ¿Sí o no que la han tratado muy bien? Somos serviles con el de afuera y entre nosotros nos odiamos y separamos”.
Sí, la verdad es que me han tratado muy bien. Y sí, han sido increíblemente serviciales y atentos. Algo que me hacía muchísima falta, viviendo del malandreo ‘a la venezolana’. Pero es inquietante que también ocurra lo otro. De nuevo, la palabra “detestar” es durísima.
¿Qué hizo Nairo Quintana? ¿Qué hicieron James Rodríguez, Juan Guillermo Cuadrado y Mario Yepes? ¿Qué hicieron las coreografías de victoria con las que se meneaba Colombia al canto del gol? Que el colombiano común (al que le gusta en exceso el fútbol), se desviviera por completar el álbum Panini, por tener la camiseta en la versión amarilla y roja, así fuesen piratas, y por empinar un shot de aguardiente con cada gol.
La excesiva consideración hacia el extranjero supongo se justifica en un país donde no hay tradición de inmigrantes y recién comienza a lucir atractivo para los extranjeros (para muchos venezolanos, sin duda). Y esa segregación entre regiones podría entenderse por la descarnada guerra que se ha desarrollado en el país durante medio siglo. Cada área del país quedaba aislada por la toma de los guerrilleros y paramilitares, y desde esos espacios surgieron acentos, comidas y comportamientos muy únicos, que recientemente se han confrontado.
Ahora debería venir la etapa del reconocimiento. Y el deporte, nadie lo duda, hace grandes cosas por una sociedad. Pero no hace milagros.