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Coco-Cuba, o tanto nadar para llegar a la misma orilla…

…o para morir en la orilla, que es lo mismo. Porque es la muerte de lo que se soñó después de tanto sacrificio, tanto nadar en contra corriente a expensas de los que no tuvieron ni voz ni voto para opinar sobre el destino. El imperio contra-ataca y hasta Tilda Swinton maraquea su abanico amarillo en plácida observancia mientras que la mujer que está a su lado termina un mojito portátil y con pitillo. Y dicen que la Kardashian la pasó fatal por los tira y encoge del Wi-Fi de esas costas.

Ver las imágenes de “Coco-Cuba”, el desfile Chanel de la colección que Lagerfeld pensó para la isla, me hizo sentir que me ahogaba sin siquiera mojarme los pies. El desfile de los carros antiguos, no por colección sino por inanición, multicolores, decadencia bien pulida, al borde del mar Caribe en el malecón y transitando por las calles de casas roídas por el tiempo socialista, escoltados por la policía en moto pues todos iban cargados de impolutos invitados… ¡es de una inmoralidad estridente! Iban tocando las cornetas, según señala el pie de foto, en señal de alegría, de celebración por las renovadas relaciones entre la isla y el imperio. ¿No señala el estruendo de cornetas más bien, la vuelta al pasado que ahora queda en el futuro de la isla, a pleno sol?

A pleno sol y delante de todos: mulatos en shorts, sin camisa y cholas de goma, que miran desde la orilla, desde el mismo color de los balcones oxidados, sin pintar, sin derecho, las fachadas desconchadas de la tierra que los vio nacer. Mientras la plaza se tiñe de rubias acaloradas trajeadas según la conseja de la moda del primer mundo y hombres efebos o canosos, de camisas rosadas bien planchadas en impecable juego con la chaqueta verde agua para el calor que no somete la elegancia de la gente que pertenece, al mundo de la moda. ¡Fueron 700 invitados! los que colmaron la isla por un instante de sueño, o película ilegal o “quemaíta”, del lujo que les ha sido negado durante más de 50 años a los cubanos. Lujo que infecta de manera masiva la estética imperante de la misoginia que gobierna la industria de la moda que consumimos en el resto del mundo.

Las modelos muy lejos de la talla de las cubanas, transitaron su nórdico y educado caminar en el recién restaurado Paseo del Prado… ¿De dónde saldrían los dineros para la restauración? ¿Del bolsillo de Lagerfeld… o tal vez fue el oro negro venezolano la moneda que pagó ese “progreso”?

Los sombreros de Panamá, los faralaos, expresión sempiterna de la escasa comprensión que los primer-mundistas tienen de los latinos, en sus fantasías caribeñas; la corbata negra del mafioso, las fedoras y los vestidos de flores de todos colores; los hombres en batas estampadas sobre el pantalón a semejanza del que descansa en sus laureles… ¿o será a tono con el desempleo y la parálisis local?; fumando habanos como en cualquier película de Hollywood con personajes latinos, que se respete; los zapatos dos tonos del rumbero de otros tiempos… Un desfile de toda la parafernalia arquetípica y superficial, precario abanico de accesorios y símbolos, de los viejos clichés a la decrepitud romantizada, hasta llegar a la consumación del estrepitoso finale, como corresponde a Chanel a cargo de Lagerfeld, con una que otra mulata de curvas modestas, apenas necesarias en este evento de evocación de tema exótico.

Después del desfile, el son se conjugó en la Plaza de la Catedral. Plaza suena a abierto, a pueblo, a popular, a espontáneo, a comunitario y libre, el disfrute en la plaza… pero… ¿quiénes eran los invitados al sarao? ¿Es que acaso los cubanos de a pie, los sin divisa, que no pueden entrar a los paladares exclusivos de turistas y hoteles, bares y demás guaguancós, tenían la posibilidad de siquiera asomarse esta vez?

Los señores músicos tradicionales y autóctonos, desde la tarima de su arte y la comodidad de sus sonrisas inevitables, pusieron a bailar a los elegidos que ensayaban mover el cuerpo a ritmo desconocido, mientras fumaban habanos con gesto ridículo, sin la menor elegancia ni fe. Fue entonces que las expresiones iniciales de simpatía condescendiente ante lo pintoresco, dio paso a expresiones derrapadas, propias del desparpajo de la rumba sin coto, del disfrute a partir de la explotación de lo ajeno que no importa porque se está lejos de comprender lo distinto.

Ver las fotos que publica el NY Times del desfile de Lagerfeld en la Habana, me dejó un sabor tan amargo como cuando leo las noticias de lo que pasa en Venezuela.

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