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Clint, Trump y el western

 

I

Hacer a América grande de nuevo es el eslogan de la campaña de gobierno del candidato republicano Donald Trump, por quien recientemente ha declarado el actor y director Clint Eastwood votará en las elecciones presidenciales  norteamericanas de este año. Eastwood, republicano, defensor del libre porte de armas, es considerado el único que logró darle un poco más de aliento al agotamiento que sufría el western en los años ochenta.

 

II

El western es el género norteamericano por excelencia. El imaginario del mito. Autores como André Bazin, Joseph Campbell, y Quim Casas coinciden en esto. “¿Qué hay en las poblaciones árabes, hindúes, latinas, germánicas o anglosajonas, entre las que el western no ha cesado de cosechar éxitos; qué les hace interesarse por la evocación del nacimiento de los Estados Unidos de América, las luchas de Búffalo Bill contra los indios, el trazado de las líneas de ferrocarril o la guerra de Secesión?” es la pregunta que se hace Bazin, descubriendo de inmediato que, dado que el western debe tener un secreto de eternidad, su forma es solo signo de su realidad profunda: el mito.

Los paisajes en los que se baten en duelo el mal y la justicia solo son puestos en orden moral y técnico de la mano del hombre blanco y cristiano, el creador de un Nuevo Mundo. Su ética no puede disociarse de la ley, pues donde la moral individual falla, la ley puede imponer el bien: una ley que solo puede ser aplicada por hombres de virtud, temerarios, y fuertes, aunque no siempre sean mejores que aquellos que encarcelan o envían a la horca.

Hay en el western, explica Bazin, una ética de la epopeya: sus vaqueros son héroes invulnerables como Aquiles, sus lugares son amplios y vastos, registrados en grandes planos generales que intensifican la simbólica lucha entre hombre y naturaleza. “La guerra de Secesión pertenece a la historia del siglo XIX, pero el western ha hecho de la más moderna de las epopeyas una nueva guerra de Troya. La marcha hacia el Oeste es nuestra Odisea”, sentencia Bazin. Y su tragedia resulta del enfrentamiento entre la justicia social y la conciencia individual: entre otros rasgos, he ahí su universalidad. Como la mitología, el western narra el origen del mundo.

 

III

Hace unas semanas el equipo de periodistas del Daily News se acercó a la convención del partido republicano norteamericano y le preguntó a los simpatizantes de Trump cuándo fue América grande. Las respuestas van desde 1913 hasta el año de su fundación, 1776. Dejando de lado las reacciones a las réplicas del periodista –a disgusto, pues son divertidísimas–, para Trump y sus seguidores hay una era en la historia de la nación la cual es necesario recrear (y el prefijo es determinante) para que todos los males desaparezcan. Bazin los ha vinculado: los nuevos órdenes que establecen la Revolución de Octubre y la mitología del western; a lo cual no es descabellado añadir el viejo-nuevo país que Trump y compañía tanto extrañan y que desean regrese. El espectador del cine de género, como el seguidor de Trump, es un nostálgico.

El western tuvo mayor popularidad en sus primeros años, hasta que los cambios en las políticas en los años sesenta y, sobre todo el alunizaje, produjeron un cambio drástico en los gustos del público. A partir de entonces el western permanece como un fantasma que a veces toma los cuerpos de otros géneros para manifestarse: muchas road movies y películas de ciencia ficción a partir de los setenta suelen presentarse como tales cuando en realidad se encuentra sumergida en ellas la mitología del western. La violencia que proveía el género quedó opacada frente a las películas de acción con efectos generados por computadora y, como sucede en Toy Story, el imaginario espacial había llegado a sustituir al del lejano Oeste.

El Hombre sin Nombre, Clint Eastwood, reaparece en las etapas de evolución del western en los años ochenta y noventa, hacia su ocaso, como buen vaquero, para revivirlo con su visión clásica del género. Los imperdonables es para muchos críticos la última gran película del Oeste. Little Bill, cuenta Eastwood, le pareció en principio el héroe de la película. Solo quería construir una casa, mantener el orden en el pueblo. En esencia, dice Eastwood, no parece una mala persona, y ciertamente no se considera una. He aquí una de las características del western revisionista, en el que la moral de los personajes camina de puntillas sobre los límites, a veces tambaleándose de más hacia un lado u otro. No solo el guión parece querer hacernos entender que el protagonista es Little Bill, sino que el verdadero héroe de la historia no aparece como suelen hacerlo en otras películas del género en la que un forastero misterioso aparece para luchar con las fuerzas del bien en el pueblo y echar a los forajidos. William Munny no solo es un antihéroe porque tenga un pasado horrible del que huye, sino que sus motivos para entrar a la trama vienen de las decisiones más pragmáticas que pueden verse en un western: necesita dinero para mantener a sus hijos. Además, como comenta el actor Cuba Gooding, Jr., se trata de un héroe triste, que debe volver a la tragedia de su vida para lograr redimirse, que en principio no puede ni subirse al caballo, que en algún momento se resfría y guarda reposo. Ya no estamos ante el héroe del Oeste que representó John Wayne. No se trata solo de la regeneración de la carrera de Eastwood, sino también de la historia del género cinematográfico.

 

IV

Luego de la caída del muro de Berlín estaba por llegar una nueva década que empezaría con el presidente Bill Clinton, electo en 1992 tras derrotar a George H.W. Bush. La presencia de los estadounidenses en Panamá y la Guerra del Golfo le dieron algo de popularidad al periodo presidencial de Bush al colaborar con las Naciones Unidas. Pero la recesión económica y la disolución de la Unión Soviética pedían un cambio de dirección en las políticas internacionales para los Estados Unidos. El demócrata Clinton, quien sería reelecto para un nuevo periodo presidencial, representaba a una Norteamérica más joven y carismática, y logró el descenso de los niveles de desempleo, de la deuda nacional y trabajó para mejorar el sistema educativo. Mientras Eastwood –cuenta su biógrafo Patrick McGillian– entraba y salía de tribunales pues debía resolver la demanda de cien mil dólares de Stacy McLaughlin, una empleada de una productora de animación quien lo acusó de haber chocado a propósito su automóvil en el estacionamiendo del estudio. Además, se encontraba en otra batalla legal con quien fuese su pareja, la actriz Sondra Locke. Eastwood no trabajó como actor o director en 1990 ni 1991. Los Clinton no parecen haber estado nunca del lado bueno del cineasta.

Sin embargo el intérprete de William Munny no parece ser un votante cualquiera de Trump. Lo critica, declara que dice muchas tonterías y que muchas veces no está de acuerdo con lo que dice el candidato. Pero Eastwood ha señalado la estupidez en la que se ha convertido lo políticamente correcto, algo que el empresario ha dejado en claro hasta el extremo con su actitud y comentarios. [Eastwood podría parecer radical, pero en realidad parece que la capacidad para herir susceptibilidades en los Estados Unidos raya en lo ridículo. Al parecer, llamar las cosas por su nombre es considerado ofensivo, se ha establecido una suerte de neolengua en la cual se describe a una pareja como “retados en el área reproductiva” en lugar de infértil.  “Vivimos en una generación de maricas” es la declaración del actor]. Y como en el western, Eastwood aparece en el ocaso de las campañas presidenciales para recordarle al público que el partido republicano tuvo un tiempo mejor, que Estados Unidos en efecto tuvo un tiempo mejor, uno en el cual Trump no habría llegado tan lejos en la carrera por entrar a la Casa Blanca (y  además ¿cuándo ha dejado de ser grande esa nación?).

No podía ser de otra forma: Eastwood es lo que queda del western, y el tiempo mejor del que tanto hablan los republicanos bien podría ser un mito, aquel del imaginario del Oeste. Grandioso como suena, el mito es un relato tradicional de tiempos primigenios y originarios, y desear recrearlo, Bazin lo sabe, es propio de la revolución. Trump no parece saberlo. Eastwood sí, pero apostar por el mito es algo de lo que no parece poder apartarse. 

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