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Cine en Nueva York: Un espectáculo siempre renovado

La capacidad de Nueva York para reinventarse constantemente a fin de llevar el pulso de nuestra contemporaneidad, se observa igualmente en los Festivales y la cartelera comercial de la ciudad. Espectáculo siempre renovado, ante el número de tendencias y estilos dables de reflejar el mundo donde vivimos. Películas interactivas como The Dog House y Sherlock Holmes & the Internet of Things, donde el público puede acceder virtualmente a una cena dentro del film o ayudar al detective británico a resolver un asesinato, han atraído a un público generalmente joven más interesado, no obstante, en probar sus nuevas aplicaciones que en desentrañar los pormenores de estas producciones.

El docudrama, basado en la biografía de personajes del imaginario popular también ha tenido cabida. Philippe Petit (The Walk), Steve Jobs (Steve Jobs) y Miles Davis (Miles Ahead), han llenado con su presencia las pantallas de la ciudad, de la mano de los directores Robert Zemeckis, Danny Boyle y Don Cheadle, respectivamente.

The Walk, trajo a un primer plano el histórico paseo de Petit (Joseph Gordon-Levitt) entre las torres gemelas en 1974. El uso del montaje fragmentario, la superposición de planos cortos y la recreación tridimensional del Manhattan de los años setenta imantó la atención del público, en un recorrido nostálgico por la ciudad y el World Trade Center, destruido por los ataques terroristas del 11 de septiembre 27 años después. En la dirección de Zemeckis, quien ha transitado los films de animación (Who Framed Roger Rabbit, 1988) y acción (Forrest Gump, 1994, Cast Away, 2000), la pequeña biografía del equilibrista quedó obliterada no obstante por la sensación de vértigo producida por la altura de las torres, dominando los demás rascacielos de la Gran Manzana.

Planos picados sobre las calles, todavía anárquicas, de la ciudad y el zigzagueo de taxis, automóviles y viandantes entre las avenidas, anteriores al turismo tipo Disney que se ha apoderado de Manhattan, fueron el auténtico protagonista del film. Si bien es necesario destacar el gusto con que Gordon-Levitt interpretó a Petit, sumergiéndose completamente en la piel del personaje, para reproducir la cronología de eventos que le llevaron a realizar aquella hazaña. Petit, quien desde entonces reside en Nueva York, no obtuvo permiso de la ciudad sino que falsificó carnets y se escondió entre los pisos a fin de ganar acceso a las torres, todavía en construcción, y preparar su gesta. Una proeza que no solo quedó registrada en los anales del libro Guinness, sino en el imaginario de esta Metrópolis, hasta ser borrada por el terror.

Steve Jobs, adopta el tono mesiánico para documentar la constitución de Apple como una epifanía de su fundador. Grandes panorámicas de laboratorios y auditorios llenos de rostros estáticos honrando al dios de la computación y el teléfono inteligente, dominan el montaje de un film donde lo fundamental es el impacto que Steve Jobs, interpretado por Michael Fassbender, ha tenido y, desde el más allá, sigue teniendo en la cotidianeidad de la mayor parte del mundo, y sin cuya existencia la vida no podría entenderse del mismo modo. Al igual que los creadores de las redes sociales, donde igualmente se entretejen las vidas de billones de individuos, Jobs quedó consagrado en la película como uno de los grandes genios de la humanidad. Algo que no es de extrañar, pues el guion es de Aaron Sorkin, quien ya había glorificado al fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, en The Social Network (2010).

Pero posiblemente sean los raccontos a los años anteriores a la fundación de Apple lo más real, pues nos devuelven al Steve Jobs de carne y hueso: divirtiéndose entre amigos, engendrando a una hija fuera del matrimonio, luchando por el control con los colegas que cofundarían la gigantesca corporación y se harían igualmente billonarios en el proceso. Todo ello, a costa de la independencia de incontables ciudadanos, esclavizados hoy por un número creciente de gadgets, puestos a controlar su existencia y crearles necesidades que ni siquiera imaginaban que podían llegar a tener.

Miles Ahead nos devolvió también al Manhattan de los setenta, desde el underground de barrios, bares y clubs donde el jazz era el auténtico protagonista, y donde Miles Davis se inspiró para crear algunas de sus piezas más oscuras e intensas; esto, generado por noches de insomnio y cocaína, que la película aborda sin glorificar ni execrar. La normalidad dentro del exceso domina pues el argumento de esta biografía novelada del artista, mediante sketches donde se dibujan momentos en la vida de Davis, impasiblemente interpretados por el mismo Don Cheadle.

El film cuenta con una cinematografía fiel a la época y una banda sonora constituida por fragmentos de las improvisaciones, grabadas por Davis en aquellos años bajo la influencia de las drogas y el alcohol que, sin embargo, no lograron eclipsar la luminosidad de su trompeta. Flashes a los años felices de su primer matrimonio, que desembocarían en una relación abusiva, y actuaciones con sus grupos, algunos de cuyos miembros tienen cameos en la película, completan este homenaje al “rey del cool” orbitando aún hoy en el ritmo de muchos artistas contemporáneos.

Otras dos producciones que también homenajean a la ciudad que nunca duerme han sido Brooklyn y Carol. Ambas, centradas en la lucha de una mujer para alcanzar sus objetivos dentro de un entorno hostil. Saoirse Ronan y Cate Blanchett, respectivamente, destacaron en actuaciones nominadas para los Golden Globe y los premios Oscar de este año. La primera, nos traslada al Brooklyn de los años cincuenta, en la historia de una joven inmigrante irlandesa decidida a abrirse camino en la tierra de las oportunidades, dejando atrás las miserias y rencores de una sociedad conservadora y cerrada a las nuevas ideas.

La dirección de John Crowley recreó con gran exactitud el ambiente de la época, así como la psicología de caracteres puestos a labrarse una nueva persona, a medida que van conociendo la idiosincrasia de la ciudad. El regreso temporal de la protagonista al pueblo de donde partió, le permite al film confrontar dos maneras completamente opuestas de actuar y entender la existencia, contrastando la mentalidad de la Irlanda de postguerra con la pujante modernidad norteamericana.

Carol, por su parte, expuso la historia de una mujer perteneciente a la clase alta de Nueva Inglaterra, atrapada en un matrimonio que aborrece y le impide además vivir abiertamente su sexualidad, dadas las convenciones sociales y familiares. Al enamorarse de una joven de extracción popular, vehementemente interpretada por Rooney Mara, también nominada para los Golden Globe, romperá las ataduras con su mundo, si bien el marido la castigará quitándole la custodia sobre su hija, ante el comportamiento “obsceno” de las amantes.

Todd Haynes, quien se ha especializado en los llamados “women’s films” (Superstar, 1988, Far From Heaven, 2002, Mildred Pierce, 2011) reconstruyó el Nueva York de la época, mediante una cuidada cinematografía y una fotografía saturada, dándole al film una pátina propia de los catálogos y postales del tiempo de la Guerra Fría. Ello, unido a la agudeza e ironía propias de su estilo, hicieron de Carol un festín para los sentidos. Si bien los encuentros eróticos entre las heroínas no tuvieron la química esperada, quedando más bien ellas congeladas en su lugar, como los maniquíes de las vitrinas de Gimbels o Macy’s.

Woody Allen, gran arqueólogo de la ciudad, ha presentado este año su última producción Cafe Society, donde con ingenio y humor se devuelve a la metrópolis de los años treinta. Allí, en los grandes clubs, gánsteres y representantes del poder político y económico de la ciudad, se reunían junto a artistas y actores, en una nube de glamour, para cerrar negocios y dejarse ver. Como contraparte, el director centró también la vida del Hollywood dorado, tejiendo dos historias paralelas pero que convergen en la realidad de sus personajes. Jesse Eisenberg y Kristen Steward dieron vida a la pareja de jóvenes, oscilando entre Los Angeles y Nueva York, a donde llegarán para establecer y establecerse, entre encuentros con actores y luminarias de los bajos fondos siempre con un Manhattan y un revólver en la mano.

En la filmografía asiática hemos tenido la oportunidad de ver Cemetery of Splendour del tailandés Apichatpong Weerasethakul y The Assassin del taiwanés Hou Hsiao-hsien. La primera, nos sumergió en la existencia de un grupo de soldados azotados por una enfermedad que les deja en estado de coma; pero no desde la tragicomedia de Hable con ella (2002) de Pedro Almodóvar, sino desde lo contemplativo de directores como Manoel de Oliveira (Vale Abraão, 1993, O convento, 1995, Espelho mágico, 2005). Las escenas a base de planos medios encadenados, de las panorámicas y los cuerpos inmóviles de los afectados, se constituyeron en una meditación acerca de la circularidad del tiempo, donde la narcolepsia y el coma de los pacientes puntuaron el ritmo del film, apenas perturbado por los gestos solícitos de las enfermeras hacia los jóvenes y las apariciones de dioses, metamorfoseándose en seres de carne y hueso para conversar con el paisaje.

El lenguaje de los sueños, el estado de duermevela, lo hipnótico del agua fluyendo desde las profundidades de un río en calma, el sopor del terreno selvático abriéndose para abrigar las maderas de un templo, como constantes en la geografía tailandesa, fueron aprovechados por el director para crear una analogía con el país. Un país sacudido por la guerrilla y la penetración occidental, pero igualmente sumergido en un letargo ancestral, donde la violencia y los desmanes del capitalismo salvaje sacuden los cimientos de la sociedad. El hecho de la escuela-hospital encontrarse construida sobre los cimientos de un cementerio donde se hallan enterrados los antiguos reyes de Tailandia, espejeó las dificultades de esta cultura para conciliar pasado y presente, en un momento de grandes conflictos para concertar la identidad de los pueblos en vías de desarrollo y el llamado progreso de las sociedades industrializadas.

The Assassin, por su parte, nos trasladó a la China imperial del siglo IX, en las luchas entre clanes por el poder, sobre las provincias que muchas guerras sangrientas transformarían en el país que hoy conocemos. Hou Hsiao-hsien, premio en Cannes al mejor director, volvió a sorprendernos con su dominio del género de época al servicio de los cataclismos bélicos, ya explorado anteriormente en Flowers of Shanghai (1988) y The Puppetmaster (1993). Aquí el cineasta recreó la historia de Nie Yinniang (Shu Qi), entrenada en el arte de los antiguos guerreros para asesinar a quienes se opusieran a los designios del emperador.

Las alianzas, peleas, combates y traiciones familiares dables de encender la chispa bélica, fueron orquestados con gran veracidad y belleza, mediante un trabajo de cámara puesto a privilegiar los planos encadenados y de conjunto de paisajes, palacios y ejércitos en acciones violentas no exentas de plasticidad y poesía, dentro del estilo de films como Crouching Tiger Hidden Dragon (2000) de Ang Lee y House of Flying Daggers (2004) de Zhang Yimou.

No Home Movie de Chantal Akerman sacudió a la audiencia, al proyectarse en las sesiones de prensa del pasado New York Film Festival, el día después del suicidio de la cineasta, quien iba a asistir al estreno en los Estados Unidos de este documental sobre su propia madre. De hecho, la muerte ya planea sobre las imágenes del penetrante retrato de familia, que emerge desde las entrevistas en plano fijo, donde la voz en off de Akerman puntea el diálogo con su progenitora, sobreviviente del Holocausto belga, a fin de reconstruir la propia memoria de eventos, seres queridos, espacios y objetos orbitando en torno a su temps retrouvé. Un tiempo que, como el proustiano, se forja desde la urgencia de quien percibe que ya no le queda tiempo para reconstruirlo, pero debe hacerlo antes de que ese mismo tiempo se retire del cuerpo para siempre.

El uso del claroscuro puesto a mantener zonas del espacio fílmico en penumbra, a fin de profundizar en la sensación de hueco negro transmitido por la diégesis, hizo que los caracteres quedaran encuadrados como fantasmas de sí mismos, mimetizándose a veces con la oscuridad donde Akerman se debatía simultáneamente, en una lucha entre permanecer en esta vida o arrojarse voluntariamente a la otra. El testamento que emerge de tal contienda galvanizó a la audiencia, acercándola al borde del abismo definitivo, pero sin obligarla a tomar partido ni a juzgar las decisiones de sus protagonistas.

As Mil e uma Noites del realizador Miguel Gomes constituyó la pièce de résistance del Festival. Esta trilogía, inspirada en las leyendas homónimas escritas durante la edad de oro de la cultura islámica, traslada la acción al Portugal de hoy y funciona como una reflexión en torno a la idiosincrasia de un país, existiendo para muchos en la retaguardia de la Europa comunitaria. La crisis económica, con el consecuente desempleo e incremento de la pobreza en una nación, que desde la Edad Media no ha vuelto a ser considerada como una potencia internacional, es asumida filosóficamente no solo por la población sino también por el cineasta.

La pequeña historia de personajes viviendo a caballo entre realidad y fantasía, se imbricó en la diégesis para ir esbozando un gran fresco, donde la esencia del ser portugués quedó destilada entre excesos y carencias, arranques y retrocesos. Ello, sin perder el humor ni ruborizarse a la hora de reírse de sí mismos, aceptando su destino para extraer lo mejor de él, al interior de una nación acostumbrada a no ser tomada en cuenta por las naciones vecinas. El gesto del cineasta huir en escena, perseguido por su propia cámara, antes de abocarse a su titánica tarea, consignada en tres largometrajes sucesivos de dos horas de duración, se constituye aquí en metáfora de un pueblo reacio a enfrentar la realidad y enfrentarse.

Crista Alfaiate como la Sherazade mítica, interconectó las distintas fábulas donde animales parlantes, acreedores embrujados, parados en busca del trabajo perdido y adivinos queriendo desentrañar un poco prometedor futuro entrelazan su cotidianeidad en la del colectivo. El realismo mágico, el teatro del absurdo, el docudrama y la ficción fueron explorados por Gomes, mediante una producción donde los planos de conjunto y la cámara fija hicieron del espectador un voyeur abocado a curiosear entre los pliegues de la naturaleza del ser portugués, iluminando para el resto del mundo esta tierra de exploradores, navegantes y poetas de cuya riqueza humana todavía queda mucho por descubrir.

Mia madre de Nanni Moretti, premiada en Cannes el pasado año, acudió al desarrollo tragicómico del film dentro del film, en la existencia dentro y fuera del set de Margherita (Margherita Buy), una directora que debe lidiar con el ego de Barry Huggins (John Turturro), un famoso pero problemático actor, mientras su madre agoniza en una cama de hospital. El hermano, interpretado por el mismo Moretti, igualmente trajo a la doble pantalla sus ansiedades y temores con respecto a la madre, cuya desaparición lo pondrá frente a frente con su propia mortalidad.

El tono autobiográfico que el film tiene para Moretti, quien perdió a la suya mientras filmaba Habemus Papam (2011), se logró mediante el juego de plano-contraplano, con objeto de afianzar la cercanía, en el tête-à tête de los caracteres lidiando con situaciones límite pero sin abandonarse a la desesperación ni a la autodestrucción. En palabras del director: “El tiempo del film es el tiempo de Margherita, de su estado de ánimo, donde todo confluye con gran urgencia; la preocupación por la madre, la propia inadecuación, los sueños y los recuerdos. Un proceso doloroso para mí pero necesario a fin de reconciliarme con mis fantasmas más íntimos”. Algo que no escapa a la percepción del espectador, siempre ávido por descubrir nuevos modos de abordar temas universales, que la cartelera neoyorkina pone continuamente ante nosotros.

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