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azucena melcano

El cine y la ciudad (Parte V): de las ficheras al nuevo cine mexicano

La ciudad es un monstruo creado por quienes habitan en ella; refleja las formas de pensamiento, evolución, costumbres, vicios, etc. Sin embargo, hasta 1970, y pese a la intrusión de directores como Buñuel, Alcoriza o Ripstein, quienes pretendían desmitificar a la ciudad, ésta mantenía algún dejo de la nostalgia porfiriana y el afrancesamiento que con ella había llegado a instalarse casi cincuenta años atrás.

Mas, la llegada del presidente Luis Echeverría al poder marcaría una serie de cambios estéticos, pero sobre todo argumentales para la cinematografía mexicana; y claro, para la visión que hasta ese momento se planteaba de la ciudad como escenario y testigo de las múltiples historias que en ella se suscitaban. Durante las décadas de los 70 y 80 México se caracterizó por la producción masiva de películas de baja calidad argumental y estética, luego de enormes cambios legislativos que favorecían la producción, pero que no abogaban por la creación artística.

Bajo este esquema, en el año 1975, Miguel M. Delgado, quien había trabajado en Hollywood hasta el año de 1931, y que además sería reconocido por sus múltiples trabajos con Mario Moreno «Cantinflas», creó una película icónica: Bellas de noche, también conocida como Las ficheras.

Si bien la película se apegaba al estilo del director, también es cierto que recurría a todos los clichés que podemos ver actualmente en las telenovelas de las cadenas más famosas de televisión. Aun así, esta cinta, desarrollada principalmente en los tugurios y bajos mundos de la Ciudad de México, sentaría las bases de la creación cinematográfica por lo menos los siguientes 15 años. Personajes como German “El bronco” Torres, o “La corcholata”, interpretada por una todavía joven Carmen Salinas, pasarían pronto a formar parte de la cultura popular mexicana, como miembros indisolublemente unidos a la idea de la ciudad; esta vez ya no como monstruo, sino como amasijo de vicios y corrupción latente y germinante dentro de una nueva generación de habitantes que se regodeaban con las peripecias de los protagonistas, sus desenfadados estilos de vida y la vulgaridad y simplicidad del albur como base de la nueva ola del pensamiento moderno.

Pronto las películas perderían por completo la galantería y dejarían de mostrar el refinamiento asociado a la clase media alta y alta que Fernando de Fuentes, Martínez Solares y otros se habían esforzado por enaltecer y Buñuel por criticar. Las fórmulas de cortesía se desvanecían dando paso al doble sentido y las escenas eróticas forzadas con mujeres hermosas que poco o nada explotaban sus dotes histriónicas, pues bastaba con sus pronunciadas curvas para aparecer en pantalla. Incluso, las películas de terror como Más negro que la noche de Carlos Enrique Taboada explotaban la figura femenina para dar gusto a las nuevas expectativas de la pantalla.

Y ni hablar de los galanes. Lejos quedaban los tiempos de Arturo de Córdova enamorado, mejor dicho obsesionado, con la figura idílica de la mujer; o de Pedro Infante y las serenatas. Ahora en la pantalla aparecían Rafael Inclán, Luis de Alba, Alfonso Zayas, entre otros poco agraciados actores que representaban precisamente «lo posible y lo accesible». Surgieron entonces cintas como: Noches de cabaret (Rafael Portillo, 1973), Los verduleros (Adolfo Martínez Solares, 1983), El día de los albañiles (Adolfo Martínez Solares, 1984), Los albureros (Alfredo B. Crevenna, 1988) y sus múltiples secuelas. El cine de Jodorowsky y Ripstein se quedaba dentro de pequeños círculos y los demás… simplemente se habían extinguido, dejando tras de sí la época gloriosa del racho, de la ciudad monstruo, testigo y protagonista.

Con los cambios sociales, el crecimiento del narcotráfico y el auge de las producciones baratas, la ciudad comenzó a desvanecerse casi hasta desaparecer. Sería hasta mediados de la década de los 90 y principios de los 2000, con el surgimiento del Nuevo cine mexicano, que reaparecería revestida de caos. Vista desde esta nueva perspectiva, la ciudad ya no era un monstruo devorador, el lugar de los ricos o el de los pobres; sino el sitio en donde se daban cita todas las clases sociales y convivían para crear un nuevo contexto. Los palacios y carretas se extinguían y ahora los rascacielos, vecindades a modo de apartamentos y automóviles plagaban las pantallas.

Así surgirían cintas como Sexo, pudor y lágrimas (1998, Antonio Martínez Serrano), Amores perros (1999, Alejandro González Iñárritu) o Perfume de violetas (2000, Marissa Sistach), que al ritmo de Panteón Rococó, Nana Pancha, Café Tacuba o Alex Sintek, hacían evidente la evolución cinematográfica y social a la que se sometía la nueva ciudad. La ciudad gris se convirtió en el nuevo escenario del cine contemporáneo. Y es allí, en medio de ese escenario gris, que directores como Sam Mendes han transformado en sepia, con toda su algarabía que inició un nuevo ciclo de tragedia, perversión y libertinaje. Puntos que los directores contemporáneos han explotado, mostrándole al mundo una sola cara de una ciudad que, tal como la Roma de Fellini o el Manhattan de Allen, observan tantos paisajes e impulsan tantas historias que pasan desapercibidas para la mayoría de nosotros hasta que las vemos en pantallas.

El cine es sin duda una ventana para conocer una perspectiva de los lugares, mas no encierra una realidad absoluta. La experiencia siempre nos dará la oportunidad de conocer las ciudades, mas no solamente sus sitios turísticos. Para conocer una ciudad verdaderamente, sería necesario inspeccionarla en todos sus vertientes, incluso en aquellas que preferimos ignorar: la pobreza, la delincuencia, la política, la cultura. Y aún así, tal como a un enamorado jamás terminaríamos de conocerla por completo.

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