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Azucena Melcano

El cine y la ciudad (Parte I)

«La ciudad es absurda […] está diseñada para dar problemas. Todos los negocios y plazas están en la periferia, en el centro no cabe nada. Las empresas se instalan en las afueras y el caos del transporte no deja, los que hacen las ciudades n´a más no piensan. Ni se puede uno mover» dice un taxista regiomontano en un traslado común entre Plaza Citadel y la Terminal C del aeropuerto de Monterrey. Una distancia aproximada de 19 kilómetros.

Por el contrario, en la ciudad de México los grandes complejos empresariales se concentran en el centro, en tanto las periferias terminan convertidas en zonas dormitorio. Resulta extraño y hasta deprimente considerar que las personas pasan más tiempo en el trabajo o en el transporte público que en sus casas, terminando por transformarse en extraños dentro de sus propios círculos familiares. Es imposible ignorar el hecho de que el tiempo estimado de un vuelo a Monterrey sea de una hora, mientras el mínimo requerido para llegar desde un municipio como Chalco o Ixtapaluca al Distrito Federal sea de entre una hora treinta y dos horas treinta. Ni pensar en las distancias que recorren quienes viven en zonas más alejadas como Texcoco o Cuautla.

Pero, ¿acaso el absurdo es una propiedad inherente a la ciudad, o es que quizá se encuentra adherida al ser humano y éste a su vez la transmite a todo aquello que concibe? La segunda opción me resulta por mucho más razonable. Sin embargo las ciudades no siempre han sido lo que son. Tal como las sociedades han experimentado cambios tecno-ideológicos a lo largo del tiempo, las infraestructuras en las que se desenvuelven y las vías de transporte que utilizan han evolucionado a la par, para satisfacer las nuevas necesidades.

Hoy en día quizá nos resulte impensable creer que hace algunos años, en la Ciudad de México, existían casas al estilo canadiense, en donde las bardas y los seguros eran innecesarios puesto que la concepción de respeto y propiedad se encontraba indisolublemente unida a la idea del orgullo y del honor. Conceptos que se han transformado meramente en palabras de uso del cine de samuráis. Concebir caminos que no se abarroten de carros o fantasías como el respeto por el peatón ya ni siquiera pueden figurar como parte de un contexto creíble.

Mas, realmente existió un tiempo lejano en el que la ciudad y sus significados, siempre asociados al progreso y el urbanismo, reflejaba un tipo diferente de juicios socioculturales, un tiempo en el que los caballos eran el transporte más eficiente y en el que la electricidad, hoy en día indispensable para el funcionamiento de muchas vías de comunicación, era motivo de sorpresa y admiración; lo mismo que los carros, que lograban congregar multitudes asombradas frente al reciente invento, que desde luego era exclusivo de las clases privilegiadas influenciadas por el afrancesamiento porfiriano.

Existe en la actualidad una herramienta mágica de poderes incalculables que permite visualizar ese pasado místico y ajeno a la era de la tecnología posmoderna que vivimos: el cine.

El cine es extático, creador de universos, ilustrador de ensoñaciones y al mismo tiempo es un siniestro artilugio de manipulación colectiva, ideológica, moral… el cine refleja la vida cotidiana, los sueños más deseados, y las pesadillas más terribles, los futuros más distantes y divergentes y las realidades más próximas pero también más alejadas de nuestro entorno. El cine moldea, educa y corrompe al mismo tiempo que funge como instrumento de análisis social y documental.

Gracias a él podemos visualizar la ciudad desde perspectivas tan variadas como cineastas han existido. Martínez Solares, Ismael Rodríguez y Alejandro Galindo son solamente algunos de los más reconocidos directores que se encargaron de llevar «la ciudad de México» a las pantallas, como personaje y/o referente, escenario y protagonista de historias dramáticas cuasi naturalistas, que fueron y son todavía factores alusivos a la cultura popular mexicana y cara de la capital del país en el extranjero, quizá esta cara no sea un rostro real, sino por el contrario una imagen manipulada con la finalidad de amalgamarse dentro del gusto del público, pero no por ello deja de ser referente de mexicanidad en el extranjero.

Del mismo modo, los mexicanos observamos Roma, Tokyo, París, y un sinnúmero de ciudades desde la perspectiva exclusiva de sus cineastas. Configuramos nuestras opiniones y prejuicios con relación a Roma, La virgen de los sicarios, Munich, etc., nos sumergimos en las monótonas calles del Nueva York de Woody Allen o en las extravagantes visiones de la Italia de Pasolini.

Así las ciudades se convierten en heroínas y villanas de las realidades alternas, las realidades de la ficción que como menciona Alex de Aclock wok orange «only seems really real when you viddy them on screen».

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