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Azucena Melcano

El cine y la ciudad: «Amorcito corazón…», la ciudad de los pobres (Parte III)

Corría la década de los 50 y los abusos, las historias de amor imposible y sueños frustrados -materia de la literatura y el cine- lograban la identificación inmediata con el público, desataban sus emociones y generaban empatía. Son misteriosas las razones por las que millones de personas se reúnen en las salas de cine de todo el mundo, para ver historias que bien podrían encontrarse cruzando la banqueta o hasta en su misma casa. Pese a ello, es innegable que las tragedias venden, y a lo largo de su historia, el cine mexicano, con la ciudad como protagonista, estuvo plagado de tragedias, narraciones lacrimógenas que consiguieron posicionarse en el gusto del público y la crítica, por sus argumentos, actores y musicalización.

Durante el auge del cine en México, el director Rogelio A. González, dirigió una serie de películas que se transformarían en parte de la filmografía de culto del cine nacional. Muchas de ellas ambientadas en las turbias calles de la ciudad y, claro, protagonizadas por el ídolo de México: Pedro Infante. Aunque no todos sus trabajos se enfocan en el género dramático, lo cierto es que este hombre logró que Infante, actor con el que trabajó en un sinfín de ocasiones, le mostrara al público todo tipo de papeles, desde el hombre de rancho, macho y mujeriego en El Gavilán pollero (1951), pasando por el bohemio rico en Escuela de vagabundos (1955), hasta el padre de familia de la clase marginada que es capaz de todo con tal de alimentar a su hijo y a su esposa en Un rincón cerca del cielo (1952).

La historia de ésta última planteaba, desde una perspectiva cuasi naturalista, las vicisitudes a las que se enfrentan las clases menos favorecidas al intentar, ya no vivir, sino, sobrevivir dentro de la capital del país. Con una visión totalmente gris de la ciudad de México, A. González mostraba las calles como referente emocional de sus protagonistas. El cambio en las perspectivas era retratado en los virajes ambientales de la cinta que nos lleva desde las vecindades de clase media-baja hasta los cuartos compartidos de la clase más pobre, en un lugar en el que las oportunidades parecían estar hechas para los que tenían dinero.

La ciudad se volvía monstruo, te consumía lentamente y te despojaba hasta del último gramo de dignidad, convirtiéndote en una sombra vaga de lo que anhelabas o en algún momento pudiste ser. Nuevamente se reforzaba la idea del campo como único lugar con principios. En menos de dos horas se enlistaban una serie de problemas sociales y dramas cotidianos, a los que se sumaba una fotografía perfecta de los roles sociales de los años 50 en México, con sus clichés, convenciones y exacerbado catolicismo, en medio del ambiente citadino que arremetía contra todos aquellos que pudieran contar, todavía, con esperanzas.

Un año más tarde, después de presenciar la desoladora visión de A. González, Pedro Infante cantaba: «amorcito corazón, yo tengo tentación… de un beso», en medio de su labor como carpintero de clase popular, habitante de una colonia de tercera clase (cuando el número todavía clasificaba las clases sociales), y con ello reivindicaba la visión de la ciudad monstruo, devoradora de sueños. Pepe el Toro es quizá uno de los personajes más conocidos y referenciados de la cinematografía mexicana, uno de los mejor logrados actoralmente, pero al mismo tiempo una abominación que creó el cliché más denigrante del mexicano. Porque si bien se caracterizaba por su honradez y dedicación al trabajo, era también el ignorante y, como lo llamaban entonces, «el pelado».

Así se mostraba el personaje de Infante. Era el pobre de Ismael Rodríguez, viviendo en la ciudad que el director mexicano había querido mostrar: la ciudad de los pobres, incorruptible, honrada y hermosa hasta en la miseria, en donde todos trabajaban por la comunidad y más que vecinos eran hermanos.

Una nueva visión de la pobreza se retrataba en medio del monstruo que era el Distrito Federal, sus barrios y sus calles, en las que las personas, pese a sufrir todas las carencias imaginables, contaban con un corazón puro que los llevaba por el camino de la rectitud. La ciudad se mostraba esta vez desde un punto de vista conformista que, sin embargo, exaltaba las virtudes de quienes la habitaban. No había cabida para la maldad, esa venía con la riqueza. Porque en la ciudad de Rodríguez, la abundancia era sinónimo de corrupción y tristeza. Fue esta la ciudad que se comenzó a presentar en las cintas de la Época de oro y la ciudad que muchos extranjeros aceptaron como el universo real de la sociedad mexicana, y que hoy en día impera como parte de la cultura popular.

Pero esa visión optimista fue contrastada por un par de mentes visionarias: Luis Alcoriza y Luis Buñuel, quienes presentarían la otra cara de la ciudad, el Mr. Jekyll que todos querían ocultar… 

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