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Cine de hoy: retos y contradicciones (Parte II)

Muchas son las interrogantes, dobleces y ambigüedades de las sociedades actuales; vendidas al mejor postor o arrodilladas ante el autócrata de turno, lo cual se agudiza en países donde el alto nivel sociocultural debería ser un aliciente para no doblegarse con tanta facilidad ante los desmanes del otro. Aquí una película que ha sacudido al espectador con lo descarnado de su mensaje ha sido The Square, del cineasta sueco Ruben Ostlun, donde la brecha entre la clase educada y el resto, se hizo mucho más profunda desde la sátira con que el director expone las miserias de quienes detentan el poder, en este caso cultural, de la mano de Christian (Claes Bang), curador en jefe del Museo Real de Estocolmo.

Su actitud sexista hacia una periodista norteamericana, interpretada con gusto por Elizabeth Moss, y las humillantes maquinaciones para recuperar su teléfono móvil, unos gemelos y la cartera que le habían sido hurtados, rebajándose al nivel de los ladronzuelos mismos, fueron agudamente exploradas, a la vez que enfrentaron al espectador con sus particulares reacciones ante situaciones cotidianas en las cuales podría fácilmente verse igualmente envuelto.

El hecho que The Square fuera también la instalación de una artista argentina, ubicada a la entrada del museo, y donde quienes se acercaran a ella tuviesen la obligación de ayudar al prójimo, hizo más irónico el mensaje, pues nos hicieron reflexionar acerca de la hipocresía del colectivo, incluyendo los curadores mismos, al momento de involucrarse honestamente con el otro, ya fuera el sin hogar, el desempleado o el inmigrante.

Un ágil trabajo de cámara, donde destacaron las panorámicas de las instalaciones museísticas y los planos picados de calles, casas, garajes y edificaciones de interés social permitieron que la ciudad entrara como un protagonista más en la diégesis, exponiendo los fallos de una de las sociedades más desarrolladas del mundo. Ello, no obstante, sin caer en lo panfletario ni en el exceso gratuito, sino extrayendo más bien lo rescatable de la naturaleza humana, a fin de permitir que el protagonista se redimiera, una vez expiadas sus culpas.

La alienación contemporánea como consecuencia de la híper-tecnología, que en el presente siglo ha penetrado los espacios más íntimos de la existencia, llevando a la gente a vivir en un perenne reality show, constituyó el trasfondo del argumento, pues expuso la inadecuación de quienes deberían guiar a las mayorías. Porque, si por un lado, estos están obsesionados con actuar de acuerdo a los lineamientos de lo políticamente correcto, por otro, no saben cómo comportarse decentemente; piensan globalmente pero maltratan a sus vecinos. En palabras del cineasta: “Creo que la mayoría de nosotros nos sentimos impotentes para enfrentar los graves problemas de nuestras sociedades. ¿Cómo hacer para cambiar ciertas actitudes sociales? Algo ciertamente necesario para poder orientar a las nuevas generaciones”.

La responsabilidad de educar al otro, especialmente cuando una emergencia colectiva puede destruir el tejido social, se halla en el corazón de 120 Battements par minute, del cineasta franco-marroquí Robin Campillo. Acudiendo al estilo documental, Campillo recreó los esfuerzos del grupo activista Act-Up francés, para crear conciencia acerca de la crisis del sida durante los primeros años de la pandemia. Miedos, rechazo, complejos, inadecuaciones, intolerancias fueron sensiblemente explorados, politizando a la gente pero sin olvidar la compasión hacia el otro.

La relación amorosa entre Nathan (Arnaud Valois) y Sean (Nahuel Pérez Biscayart) sirvió aquí de fondo a los esfuerzos del grupo para concientizar a la sociedad francesa, sacándola de su zona de confort y haciendo que confrontara la crisis. Que el silencio colectivo se convirtiera, pues, en un grito para batallar contra la enfermedad, presionando al gobierno, las compañías farmacéuticas, familiares y vecinos a fin de crear una estructura con la cual desafiar aquella plaga.

A la distancia de los años, es interesante devolvernos a este período y a la importancia del activismo para lograr un cambio en las actitudes de la gente. Algo que Act-Up logró en numerosos países, llevando a que se aceleraran las investigaciones con respecto a los tratamientos que salvan hoy la vida a millones de individuos en todo el mundo. El sacrificio de aquellos pioneros no queda entonces en un vacío, sino se empina por encima de los obstáculos y los sectarismos, logrando que reverbere hoy en la conciencia de nuestra contemporaneidad.

Una certeza que el film de Campillo exploró con agudeza y acierto, a la manera de otros trabajos suyos como L’Emploi du temps (2001), Entre les murs (2008) y Eastern Boys (2013), donde también las deficiencias de la sociedad francesa para lidiar con situaciones de crisis fueron igualmente examinadas con valor y tino, pero sin perder su cualidad de crear momentos de ensoñación e ilusión. De acuerdo con el director: “Quería contrastar en esta película lo que esta gente tiene que hacer para cambiar las cosas, combinándolas con escenas donde lo onírico tuviera también cabida”.

Y ha sido quizás God’s Own Country, ópera prima del inglés Francis Lee, el film donde tales inquietudes han cristalizado más certeramente. Aquí dos jóvenes, Gheorghe (Alec Secareanu), un inmigrante rumano, y Johnny (Josh O’Connor), un granjero de Yorkshire, irán cimentando una relación de pareja, desde la doble intemperie constituida por el paisaje de la región y la aridez sentimental de los habitantes de aquel condado. En tal sentido, las comparaciones con el seminal film de Ang Lee Brokeback Mountain (2005) se vuelven sumamente pertinentes, pues también en esta película la relación florece en tierra baldía, entre caracteres muy alejados de lo sofisticado de la vida gay urbana. De hecho, al igual que en el film de Lee, tampoco existe interés en construir un sujeto homosexual, sino que lo importante queda más bien circunscrito al ámbito doméstico, en la aceptación tácita de la relación entre los dos jóvenes por parte del padre paralítico de Johnny y la abuela. Y es que para ellos lo más importante es garantizar el funcionamiento de la granja, aun cuando esto conlleve convivir cotidianamente con la pareja.

Las sobrias panorámicas del paisaje de la zona y los escuetos planos-secuencia de los muchachos cuidando del ganado, reparando las cercas, preparando las tierras para el cultivo o viviendo plenamente una intimidad, sudada en el esfuerzo de ganarla a pulso a fin de ser vivida abiertamente, espejearon el minimalismo de un guion sin excesos. Ello, para hacer mucho más concisa una historia deslastrada de romanticismo gratuito y el melodrama propio del género, hasta articular una obra donde, en palabras del cineasta, “nada ha sido falsificado. Quería que todo fuese lo más real posible”.

Incluso el sustrato xenofóbico y homofóbico de los protagonistas mismos, llamándose a sí mismos por los nombres denigrantes hacia el homosexual, y el hecho de que uno de ellos fuera un inmigrante llegado, en sus palabras, de “un país donde todo está muerto”, se integró fluidamente al desarrollo del film. Un film que, como los demás aquí consignados, nos permite observar el desarrollo actual de la sociedad europea, en una encrucijada histórica de gran complejidad dentro del frágil equilibrio geopolítico mundial en el nuevo milenio.

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