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Cine desde Nueva York: Películas para reflexionar en este conflictivo año

La ciudad nos ha traído este año películas que han privilegiado las historias de familias alternativas construidas desde la precariedad de las vidas de sus miembros, como una manera de crear un frente unido contra la soledad, la violencia y las injusticias del mundo circundante. I, Daniel Blake de Ken Loach, Moonlight de Barry Jenkins, Manchester by the Sea de Kenneth Lonergan, Paterson de Jim Jarmusch, Hermia & Helena de Matías Piñeiro han sido algunos de los films donde se ha mostrado esta tendencia, paralela a la mayor tolerancia hacia las minorías sexuales, raciales y de género en algunas sociedades occidentales; si bien el sexismo, el racismo, la homofobia y la xenofobia se han incrementado grandemente. Ello como consecuencia del ascenso al poder de los nacionalismos de extrema derecha en Europa y Estados Unidos, así como de la fuerte presencia de gobiernos dictatoriales en Asia, África y Latinoamérica, lo cual augura un panorama de lucha y resistencia en los años por venir.

Ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, la película de Ken Loach se detiene en las fallas del sistema de seguridad social inglés, en cuya maraña burocrática se pierden los más desasistidos, generalmente con terribles consecuencias para las víctimas y la sociedad en general. El estilo rápido y directo de Loach, dable de privilegiar los problemas laborales, observado en producciones como It’s a Free World (2007) y Route Irish (2010), fue aquí de suma importancia, pues le permitió al espectador adentrarse en la pequeña historia de los caracteres, desde una intimidad que le involucró en injusticias por todos conocidas.

La intensa interpretación de Dave Johns (Daniel Blake), como un carpintero viudo perdiendo su trabajo por problemas de salud y de Hayley Squires (Katie Morgan), como la madre soltera y desempleada en busca de mejor vida para su familia, se creció desde la relación de complicidad y ayuda mutua establecida entre ambos, y el cariño que los hijos de la joven desarrollaron hacia Daniel. Esto, en tanto él navegaba, o más bien naufragaba, por los vericuetos de la red de beneficios, negados a causa de tecnicismos ideados para obstaculizar el acceso a los mismos de quienes más los necesitan, por no tener las herramientas con las cuales los más avispados saben muy bien cómo manejarse a fin de burlar al gobierno y obtenerlas.

Pero, tal cual el director recalca, “los pobres están siempre con nosotros. La izquierda sostiene que la pobreza es el resultado de la sociedad de clases, y el pueblo se resistirá a ello. Y es esta resistencia lo que queremos valorar, mostrar, celebrar. Consecuentemente, Daniel Blake no es un suplicante, es un hombre con dignidad”. Algo reiterado por el film, borrando la vergüenza y privilegiando el orgullo de quien ha trabajado toda su vida honradamente, prefiriendo perderla antes de arrodillarse ante la indiferencia de los funcionarios, más preocupados en mantener el estatus quo que en sobreponerse a los males endémicos al mismo.

Moonlight, por su parte, traslada la acción a uno de los guetos afroamericanos de Miami, en el cual creció el propio cineasta, para documentar la existencia de los jóvenes dentro de este. Adicciones, violencia verbal y física, abusos por parte de familiares y conocidos llevan al protagonista a escapar de la drogadicción de la madre, para buscar refugio en casa de una pareja que le acoge cuando el ambiente del hogar materno se vuelve insostenible.

Filmada en tres etapas de la vida de Chiron, el protagonista interpretado por Alex Hibbert, Ashton Sanders y Trevante Rhodes, la película muestra su metamorfosis; desde ser un niño retraído y un adolescente rebelde, hasta convertirse en un hombre puesto a perpetuar el estereotipo racial del cual no parece poder escapar. Si bien la amistad y posterior relación física con otro joven del barrio, que ha logrado huir de aquel ambiente, apuntó hacia una redención posible donde la existencia pueda entenderse desde una perspectiva más honesta y abierta.

Una fotografía dable de reproducir los colores desvaídos de las postales antiguas para las escenas de infancia, pasando por una sobresaturación cromática en la sección de la adolescencia y el uso del hiperreal para el mundo adulto, puntualizaron cinematográficamente los cambios de Chiron, al tiempo que separaron los estadios político-sociales dentro de las realidades entre las cuales oscila. Aquí el racismo y la homofobia marcan su comportamiento pero no lo definen, pues la historia trasciende los límites de lo obvio, a fin de generar un canto que, como el general de Neruda, universaliza los sentimientos y sufrimientos de un grupo muy específico de la población norteamericana llenando hoy las cárceles del país.

Manchester by the Sea recoge algunas de estas preocupaciones, moviendo el lente hacia los blancos pobres de la América profunda, cuyos problemas son similares a los de la población afroamericana; si bien aquellos utilizan el racismo como arma para someterlos y empinarse por encima de ellos. Alcoholismo, drogadicción, violencia de género, ignorancia, desintegración del estamento familiar son, no obstante, comunes a ambos grupos, aplastados en la base de la pirámide social y marginados por el estamento liberal educado. Esto ha tenido, de hecho, consecuencias nefastas en la reciente elección estadounidense, y anuncia corolarios muy negativos para Estados Unidos y el mundo en los años por venir.

Filmada enteramente en el pueblo costero del mismo nombre, la película se centra en su pequeña comunidad pesquera, sobreviviente del proceso de gentrificación del área como lugar de recreo para la clase adinerada bostoniana. Aquí la relación paternal entre Lee (Casey Affleck), quien trabaja como portero en un suburbio de la ciudad, y su sobrino Patrick (Lucas Hedges), hijo de un pescador de Manchester recientemente fallecido, que ha quedado a su cargo, motoriza el argumento, permitiéndole al director mostrar una incisiva radiografía de esa “gran mayoría silenciosa” puesta, contra todo pronóstico, a llevar al candidato republicano a la presidencia.

La inadecuación entre los caracteres, dada la fragilidad de relaciones para las cuales se sienten emocionalmente incapacitados, teje la red sentimental donde se hallan atrapados; y aun cuando quieren escapar de ella, saben también que es su único lugar seguro dentro de un entorno hostil, ajeno y castrador. El heroísmo de la debilidad queda astutamente explotado por el director, involucrando al espectador en los pormenores del melodrama donde nada grandioso ocurre; solo las incongruencias y altibajos del vivir de aquellos no favorecidos por el éxito ni el dinero, manteniendo consecuentemente sus aspiraciones a ras de tierra.

El uso de los grandes primeros planos se contrapone a las panorámicas del paisaje para mostrar la pequeñez de los individuos ante la inmensidad del entorno. Un entorno sin embargo familiar, que deviene en uno de los pocos lugares donde se sienten cómodos; de ahí su resistencia a abandonarlo por espacios más amplios que constituyan un reto mayor a sus limitadas ambiciones, y donde las otredades y las diferencias no tengan cabida. Su existencia, no obstante, redunda en amenazas que muchos de ellos combaten con el ostracismo y la intolerancia.

Paterson ha sido, en este contexto, una oda a la belleza y la sensibilidad, aun cuando ni la profesión ni el hábitat tengan glamour alguno. El film de Jarmusch sigue durante una semana la cotidianeidad de Paterson (Adam Driver) quien conduce un autobús en la ciudad provincial de Paterson, New Jersey donde nació, y vive con Laura (Golshifteh Farahani), dedicada a cuidar la casa, cocinar y decorarla con motivos seriales en blanco y negro. Lo normal de la existencia queda realzado por la seriedad con que el protagonista escribe poesía, influenciado por la obra de William Carlos Williams, y lee a los autores modernos norteamericanos pero sin engreimiento ni deseo de alcanzar la fama. De hecho, será Laura quien lo empuje a ser más ambicioso, aunque sin éxito, pues su pareja no solo no le da mayor importancia a esa labor de bardo silencioso, sino que se niega incluso a fotocopiar los poemas, escritos a mano durante sus ratos libres como conductor, en un cuaderno que el perro terminará por destruir.

Se abre entonces una segunda etapa en su escritura cuando un poeta japonés de visita en la ciudad, siguiendo la trayectoria de Williams, quien publicó un extenso poema épico dedicado a Paterson, le regale otro cuaderno y con él la posibilidad de reanudar su carrera literaria. Ello, de una manera casual y deslastrada de todo drama o intriga, como constantes en la filmografía de este auteur, especialista en densificar hasta lo extraordinario lo común y ordinario.

La estrategia de proyectar en pantalla los poemas que Paterson recita mientras escribe, llevó a lo pastoral la experiencia cinemática, apoyada por una cinematografía puesta a superponer los planos generales de las anodinas calles con la majestuosidad de los paisajes naturales circundantes. Una táctica que no distorsiona sino afina los pormenores de la diégesis y cincela el retrato del artista concentrado en su labor, además de señalar con fina ironía las deficiencias del sistema, para impedir la disolución de talentos como el de Paterson en las aguas del río que fluye por la periferia de la ciudad.

Hermia & Helena desplaza la mirada hacia Camila (Agustina Muñoz), directora teatral en residencia, recorriendo las calles de Nueva York, mientras recobra con la memoria momentos de su existencia argentina y se inserta en la vida de la ciudad, formando ella también en el camino su propia familia alternativa. Esto, como reflejo de la experiencia del cineasta, quien también pasó un tiempo como flâneur en Manhattan, antes de abocarse a filmar una trilogía shakesperiana —Rosalinda (2010), Viola (2012) y La princesa de Francia (2014)— de la cual Hermia & Helena, personajes femeninos en A Midsummer Night’s Dream, se constituye en el corolario necesario, quedando abierta la puerta a nuevas “versiones” de las obras del dramaturgo inglés dentro de su filmografía.

El tono intimista y fantasioso característico de Piñeiro, armonizó con la comedia de errores, encuentros y desencuentros donde se sumerge la protagonista, al tiempo que estableció la fluidez entre las escenas, creando así el director un colorido tapiz de instantes, cuya sumatoria determina el devenir de Camila entre ciudades, afectos y culturas, siempre en comunicación con los films anteriores. En sus palabras: “Quiero que cada una de mis nuevas películas sea una prolongación de un universo y que de alguna manera dialoguen entre sí. Hay como un código secreto que las une, más allá de los planos, elementos, actores o situaciones en común que puedan tener”.

De manera similar, Julieta de Pedro Almodóvar acude a la familia consanguínea y escogida o, mejor dicho, al modo como la protagonista se deshace de unos y de otros a fin de vivir libre de ataduras sentimentales. Pero los sentimientos siempre vuelven, y ese pasado que parecía haber quedado atrás, repentinamente se hace presente en su vida, llevando a Julieta (Adriana Ugarte) a revisitar su existencia, en tanto intenta explicar y explicarse las razones por las cuales su hija la abandonó, tal como ella ha dejado a un lado otros afectos.

Esta exploración del contacto madre e hija, presente en películas anteriores, no alcanzó sin embargo resolución alguna, quedando el film en una búsqueda inconclusa donde todo las relaciones permanecen en la superficie del melodrama propio de la telenovela. Ni siquiera la cuidada cinematografía logra aligerar la pesadez del sofocador ambiente en el cual, milímetro a milímetro, circula un catálogo de personajes lánguidos, inconexos y sin ningún tipo de encanto.

El genial equilibrio entre lo racional y el absurdo, la comedia y el melodrama, que tan sugerente hizo la producción del director manchego en los ochenta y principios de los noventa, fue rompiéndose desde entonces, quedando las películas subsecuentes en catálogos de emociones, pasiones e impresiones donde nada cuaja. Y es que Almodóvar ha ido dejando de ser Almodóvar para querer ser Ingmar Bergman o Luis Buñuel, lo cual le ha restado calidad y originalidad a su cine, pese a haberle abierto las puertas de la fama y el éxito comercial.

Isabelle Huppert, sin embargo, ha protagonizado dos intensas historias de relaciones familiares y afectivas que sí han logrado cumplir las expectativas de crítica y público. Elle de Paul Verhoeven y L’Avenir de Mia Hansen-Løve, comedia negra y drama, respectivamente, le permitieron a Huppert mostrar nuevamente su versatilidad sobre la pantalla, en el papel de mujeres descasadas e independientes dables de exponer las miserias e inseguridades de los caracteres masculinos.

El dominio técnico y del material fílmico manifiestos en su actuación, quedaron realzados por una dirección puntual e incitante donde tanto Verhoeven como Hansen-Løve extrajeron lo mejor de Huppert, además de evidenciar su dominio del medio y su clara visión en la realización de sus respectivas películas.

Por otra parte, Neruda de Pablo Larraín —quien ha recibido muy buena prensa en Nueva York, tanto por esta película como por Jackie, biografía dramatizada de Jacqueline Kennedy los días posteriores al asesinato de su esposo, con Natalie Portman en el rol estelar— se detiene en la persecución que el poeta sufrió en los años cuarenta, tras sus declaraciones en contra de la represión gubernamental contra el partido comunista chileno. Luis Gnecco, como el voluble, cambiante, mujeriego y genial autor, ofreció una excelente caracterización, interpretándolo con energía y gusto. Gael García Bernal, sin embargo, en el papel del jefe de policía puesto a perseguir a Neruda, resultó menos convincente, dados los manierismos y vacilaciones de su actuación, restándole fuerza y determinación al personaje. La escena final, no obstante, donde herido de muerte erra perdido por la nieve, mientras su voz en off recapitula los pormenores de la persecución y su papel en ella, lo redimió, cerrándose la película con una nota amarga ausente a lo largo de la misma.

De hecho fue lo tragicómico, lo lúdico y, hasta cierto punto, lo cómico de Pablo Neruda en pantalla, lo que seduce al espectador, en contraposición con la inadecuación e incomodidad consigo mismo de su perseguidor. El estilo cinemático-documental del director, presente en films previos, tuvo igualmente aquí gran importancia; especialmente en las secuencias rodadas en interiores, muy bien ajustados a la época, donde la cámara captó con sutil profundidad los humores y amores del poeta, además de generar un espacio de coincidencias entre ficción y biografía, acorde con la persona pública y privada que Neruda potenció a lo largo de su existencia.

La crítica al sistema político y social chileno, como constantes en el trabajo de Pablo Larraín, adquiere con Neruda un tono mucho más lírico, dado que los eventos consignados en la diégesis adolecen de la urgencia y alcance de la guerra sucia, de la cual el poeta fue una de sus primeras víctimas. El inusitado despliegue policial, sin embargo, que el gobierno fomentó para darle cacería, evidencia la influencia masiva que tenía aún entonces la voz del intelectual. Una influencia que ha ido diluyéndose en la maraña, generalmente mediocre, de voces adictas a las redes sociales, puestas a deformar, frivolizar y falsear informaciones con el fin de privilegiar, muchas veces inconscientemente, los turbios intereses del capital transnacional que es, a fin de cuentas, lo que determina hoy los destinos nacionales.

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