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Cien años de soledad: La serpiente nos muerde la cola

Se cumplen 50 años de la aparición de Cien años de soledad. Y lo celebramos. Celebramos el origen, evolución y ruina de un pueblo latinoamericano llamado Macondo. Celebramos la saga familiar de los Buendía que dura 6 generaciones; el equivalente a 100 años. Celebramos el seguimiento a un ciclo cultural completo signado por condiciones de vida que enlazan dos elementos: la violencia y la soledad, entendida como aislamiento. La violencia del pueblo es la violencia de la saga familiar y es la violencia de un modelo cultural que se perpetúa en el tiempo, fiel a sí mismo y fiel a su perdición. Es la historia de una condena: la que nos impide participar en un concierto más amplio, más cosmopolita, más abierto y más decidido a ser feliz.

Celebramos la apoteosis del Realismo Mágico que permite que el proyecto de narrar la esencia de Latinoamérica se abra a la inclusión de la subjetividad y la imaginación como componentes indispensables de la nueva narrativa: simbolismo, futurismo, dadaísmo, y surrealismo contribuirán decididamente a la construcción de un estilo propio cargado de nuevas propuestas estéticas. El realismo mágico se convierte en una doctrina sobre el ser hispanoamericano que vive, siente, sufre y disfruta de la magia involucrada en el contexto de lo real sin posibilidad de discriminar entre lo que es producto de la lógica racional y lo extraordinario, que también está ahí y es parte de la realidad aunque no sea explicable, ni atrapable por la razón.

Cien años de Soledad se presenta como la historia de un universo que totaliza la suma de todos los aconteceres que han sido, son y pueden ser en un entorno prodigioso, pero no irreal.

El narrador de la historia es Melquíades, un Merlín tropical que va escribiendo los manuscritos que narran el acontecer inusual de una cultura, un pueblo y una genealogía. Los manuscritos están escritos en forma críptica, y sólo logra descifrarlos el último representante de los Buendía, Aureliano Babilonia Buendía, que es quien los revela. El es la última generación, la degradada, la de la serpiente que se muerde la cola, la que cumple con la maldición eterna, la que cierra el círculo y hunde la historia de su pueblo, su cultura y su familia.

Pero nosotros, los lectores vamos leyendo junto a él: no podemos hacerlo antes porque los manuscritos son indescifrables; podemos hacerlo ahora gracias al trabajo del último Aureliano. ¿Somos el último Aureliano? ¿Nosotros tampoco hemos podido evolucionar, y hemos quedado atrapados en la violencia despiadada, en la magia hipnotizante y en la soledad terrible de nuestro propio Macondo?

Si unimos el principio y el final de la novela, dibujando el círculo fatal de la serpiente, descubrimos el sentido más profundo de lo que Gabriel García Márquez quiso plasmar y quiere advertirnos.

“Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.(…) “Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos ( o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

El primer Buendía, el padre fundador de toda una cultura que se desenvuelve dentro de un espacio pueblerino pero universal, y que origina 100 años de vivencias insospechadas y magníficas, aterradoras y electrizantes comienza su historia a punto de morir violentamente. Y recuerda el principio de todo: el momento mágico en que entrará en contacto con la esperanza, la novedad, la posibilidad de cambio, la transformación en algo nuevo y mejor, el momento en que descubre el hielo. El hielo como paradigma del porvenir, de la luz que espera a quien sale de la oscuridad, de lo que hay más allá de las fronteras visibles, de lo que espera al hombre que se esfuerza por salir de la ignorancia, de la costumbre. El hielo que trae Melquíades, alguien semi-divino, el que trata de que la saga, el pueblo y la cultura se enrumben por mejores caminos, el que trae la revelación y la verdad. El que muestra y demuestra que puede haber futuro, siempre y cuando se sepa interpretar la vida. Siempre y cuando se abandone la inercia, se supere la violencia como hábito, y la maravilla no nuble la vista y la razón. Siempre y cuando los hombres se superen a sí mismos. El hielo que trae Melquíades es una proposición para salir del sub-desarrollo, de la tragedia conformista, de la anunciada catástrofe. El hielo es sinónimo de evolución, no de revolución. La lista interminable de revoluciones no ha servido para nada: arrasan con todo y hay que volver a empezar de menos cero….hasta la próxima revolución inútil.

El último Buendía lee contra reloj que la suerte está echada. Que ni él ni los suyos entendieron el mensaje. Que el veredicto se cumplirá inexorablemente y cultura, pueblo y apellido se volverán polvo porque no pudieron hacerse mejores, superarse y elevarse por encima del determinismo ambiental y ancestral. Porque la violencia sigue siendo su único idioma, y el aislamiento su único destino.

Cien años de soledad, 50 años después, nos cita a un encuentro no deseado pero impostergable con nuestra historia, la de LA, siempre oscilando entre la magia redentora de sus visiones, y la crudeza de su miseria estructural. Atrapados por mariposas chillonas, levitaciones esperadas, hilos de sangre trotadores, caudillos al mayor, desesperanza al detal, años de sueño y sobre dosis de ilusión desperdiciada, tenemos que releer a Melquíades a ver si ahora entendemos algo.

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