¿Es que aun cabe preguntarse si será verdad que los que se portan bien terminan tranquilos en el cielo? Quiero decir, ¿serán suficientes los que aún creen que la historia del cielo y del infierno, es como terminan todas nuestras historias? Son tantas las iglesias construidas en el mundo, en cada pueblo, en cada rincón olvidado, una iglesia, vacía, piedra a piedra la maquinaria de propaganda del poder eclesiástico que se erigió para quedarse por los siglos de los siglos, como regidora de la moral y de las buenas costumbres, a piernas cerradas hasta el matrimonio con velo y corona como Dios manda… ahora todas esas iglesias, vacías. Son muy pocos los feligreses que aun asisten a la ceremonia de la misa diaria, a pesar de que siguen repicando las campanas. Pero a nuestra comprensión actual de lo bueno y lo malo, de lo humano y del amor, no parecieran bastarle las campanas.
Una herramienta mucho más eficiente en convocar la fe podrían ser los drones. Porque los drones nos permiten ver la manera en que se organiza la naturaleza, en diseños alucinantes que ahora pueden verse desde el cielo, de un lado a otro, de arriba a abajo, donde la mirada de nadie llegaba, y donde reside una belleza tan extraordinaria que conmueve hasta la idea de Dios. Los drones nos aportan la visión macro en el sentido opuesto a la visión micro que nos permitieron los microscopios en su momento, haciéndonos descubrir lo inimaginado del diseño virtuoso de lo que no es visible a simple vista, la asombrosa maestría que esconde la organicidad de la vida. Tan deslumbrante, tan emocionante, como para atribuírselo a alguna suerte de entidad que ha de estar detrás de todo eso que llamamos naturaleza, vida… algo que definitivamente ha de utilizar algún algoritmo desconocido.
Porque cuando no se entiende el sistema, el alfabeto, el código en que se establece cualquier cosa, es porque el algoritmo es desconocido. Así estamos asumiendo la verdad de las cosas.
Obligatorio es saber entonces que un algoritmo es un “conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problema.” Para más señas, un algoritmo “es un conjunto prescrito de instrucciones o reglas bien definidas, ordenadas y finitas que permite llevar a cabo una actividad mediante pasos sucesivos que no generen dudas a quien deba hacer dicha actividad. En la vida cotidiana, se emplean algoritmos frecuentemente para resolver problemas. Algunos ejemplos son los manuales de usuario, que muestran algoritmos para usar un aparato, o las instrucciones que recibe un trabajador de su patrón”.
Y así, hasta llegar a que son los algoritmos los que llegan a definir las reglas del comportamiento del humano en la Tierra, los que todo lo explican y organizan. Porque es a punta de algoritmos que un alma sola busca el amor en Tinder, o el desempleado consigue trabajo en Indeed, el vestido para la fiesta en Asos, y mínimo terminas comprándote los zapatos que no necesitas en Zapoos, o cocinando sin saber cocinar, por la gracia divina de Google. Los algoritmos que secretamente nos conducen en la vida.
Como la Administración de Seguridad en el Transporte de Estados Unidos (TSA) rastrea a los viajeros de manera secreta, desde 2010, a través del programa «Quiet Skies», que usa un “algoritmo desconocido” para marcar a cualquier persona normal y corriente sin antecedentes penales, que toma su avión como cualquier hijo de vecino, y que sin saberlo está sujeto a vigilancia.
La TSA explica que sólo se trata de un método «práctico»… “con revisiones rutinarias… para evitar que ocurra otro acto terrorista a 30,000 pies», según declara a la BBC en un comunicado.
Son comisarios aéreos federales del «Quiet Skies», los que siguen a los viajeros y reportan cualquier comportamiento “sospechoso” a la TSA. En un día normal, la TSA detecta 2,1 millones de pasajeros y tripulantes “sospechosos”. Y en un mes, entre el 15 de marzo al 15 de abril del 2018, llegaron a los 72 millones de “sospechosos”, su record. Vale aclarar que estos viajeros, no forman parte de bases de datos de cribados terroristas, ni tienen registro alguno de haber cometido infracciones. Tampoco reciben ninguna notificación cuando se agregan a la lista de “sospechosos” de «Quiet skies». Un algoritmo analiza el patrón de viaje del pasajero y así determina si es “sospechoso”, y debería ser observado por los comisarios aéreos. Entre los comportamientos que despiertan la sospecha están:
Excesiva inquietud.
Sudoración excesiva.
Mirada fría y penetrante.
Ojos muy abiertos.
Tocarse la cara.
Si duerme mucho o poco durante el vuelo.
Cuánto usan el teléfono inteligente.
Es decir, ¡todos somos sospechosos! Todos somos culpables. Hasta que no se pruebe lo contrario. Y en eso estamos desde Adán y Eva, todos, hijos del pecado, pecadores hasta que, por la gracia del bautismo, nos limpiamos de impurezas y podemos aspirar al cielo. Ahora que ya son tan pocos los que escuchan las campanas del llamado de la iglesia, es la TSA la que, con su algoritmo, garantiza la tranquilidad del cielo.