Hace poco mi esposa, mi hija y yo fuimos al cine a ver Christopher Robin (2018), una nueva versión de Disney sobre el protagonista de Winnie the Pooh. Más que hablar acerca de la película, preferiría hacerlo en torno de los intersticios históricos de la obra literaria original. Quizá algunos se sorprendan de saber que Christopher Robin, Winnie y la mayoría de sus amigos, así como el Bosque de los Cien Acres, tuvieron directa correspondencia con la realidad.
Hay que remontarse a agosto de 1914, a los más tempranos inicios de la Primera Guerra Mundial. Un veterinario británico de veintisiete años, llamado Harry Colebourny perteneciente al Royal Canadian Army Veterinary Corps, viajaba en un convoy militar por Ontario cuando se topó con un cazador que mantenía cautiva a una osezna negra. El teniente Colebourn consiguió comprar la osa por veinte dólares y la adoptó como mascota del regimiento. La llamó Winnie, en honor a Winnipeg, ciudad canadiense donde pasó el resto de su vida.
Cuando la brigada, camino al frente de batalla, pasó por Londres, Colebourn dejó la osa bajo el resguardo de los cuidadores del London Zoological Gardens. En 1918, tras acabar la guerra, el veterinario acudió al zoológico para recoger a su mascota, pero se encontró con que esta se había vuelto una celebridad, así que decidió donarla. Relativamente cerca de allí, a cinco kilómetros, dos años más tarde nacería Christopher Robin Milne, hijo del escritor británico Alan Milne.
La infancia de Christopher fue particularmente difícil. Sus padres habían esperado con ansias una hembra, y al ver frustrados sus anhelos, vistieron de niña por muchos años al pequeño, además de dejarle largos los cabellos. Por otra parte, y habiendo nacido en el seno de una familia de clase alta, pasaba el día bajo el cuidado de la institutriz. Tal vez por ello se proveyó de un universo alterno y animado, al cual pertenecían Tigger, Kanga, el oso Edward, Eeyore y Piglet.
Estos eran peluches de gran estatura que sus padres le fueron obsequiando (hoy puede apreciárselos en la exposición del Donnell Library Center, New York). No sería hasta que Christopher conociera a la osa Winnie en el zoológico que rebautizaría a su peluche Edward. La relación entre ambos fue tan especial que los cuidadores del Zoo dejaban que el chico jugara con la osa en su hábitat. Como consecuencia, el mundo fantasioso del niño se catapultó a una dimensión tal que atrajo la atención del padre escritor.
Por aquellos tiempos la familia Milne iba a de vacaciones cincuenta kilómetros al sur de Londres, a la casa de Hartfield Village, en el Ashdown Forest, mejor conocido en los cuentos de Winnie the Pooh como el Bosque de los Cien Acres. Allí están el Posingford Bridge (el puente de los palos) y el nogal donde jugaba Christopher. En esas campiñas perdería para siempre, en sus días de infancia, a Roo (Rito). Al viejo Milne no le fue indiferente la exuberante fantasía de su hijo, que decidió poner por escrito, incluso con ayuda del niño. De 1924 a 1928 duró la composición de los libros—dos de relatos y dos de poemas— relacionados con el ciclo de Pooh. El pequeño Milne contaba entonces entre cuatro y ocho años.
Los cuatro libros de Alan Milne, con ilustraciones de Ernest H. Shepard, ganaron para sí un reconocimiento tal que Christopher no tardó en atravesar dificultades en la escuela. Víctima de la burla, peregrinó de un colegio a otro, en tanto que fue haciéndose huraño, además de odiar a su padre y lo que tuviera que ver con Winnie. La relación con la madre también se deterioró gravemente. Se casó con su prima hermana Lesley Sélincourt y ambos se mudaron muy lejos, a Dartmouth, donde abrieron una librería, todo lo cual recibió las más agrias desaprobaciones de la señora Milne. Nada quedaba en pie de la magia del Bosque de los Cien Acres y de aquella infancia esplendorosa. Ni siquiera la osa Winnie estaba viva por entonces.
La enfermedad y el deceso del padre lo acercaron temporalmente a la casa paterna, pero a la madre no la volvió a ver, ni siquiera en el lecho de muerte, pues esta se negó. A los meses de fallecido su progenitor, Christopher tuvo una hija llamada Clare, sin embargo, pronto se cernería sobre ellos el infortunio, cuando le diagnosticaran a la pequeña una parálisis cerebral grave. Los temores del viejo Alan respecto de la proximidad consanguínea habían dejado de ser un reclamo para convertirse en una dolorosa realidad, que los alejó aun más.
Aquel niño introvertido finalmente lograría equilibrar las inestables cargas emocionales de una existencia signada por tanto incordio. A sus 52 años se estrenó como escritor, y lo hizo afrontando la sombra de Winnie en sus dos primeros libros. Luego vendría el tercero, The Hollow On The Hill, cuya búsqueda filosófica lo conduciría a estrechar la mano de su padre en el mismo humanismo panteísta. Otras dos obras lo ayudarían a encontrar definitivamente su voz. Su vida, lamentablemente, cursó sus últimos lustros en medio de una enfermedad muy poco común, la miastenia gravis, la misma de la que murió la célebre pianista venezolana Teresa Carreño.