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Francisco Martínez Pocaterra

Chocar contra la misma piedra

Se dice, y con razón, que nada hay más necio
que pretender resultados distintos si se hace lo mismo.

Volvemos sobre pasos ya andados. Este año corresponde, de acuerdo a la Constitución del ’99 (diseñada para tenernos en una constante campaña electoral y como dirían unos, manguareando), elegir gobernadores, y, posiblemente, alcaldes. Sabemos bien que no hay en Venezuela instituciones – más allá de un ente electoral medianamente equilibrado – para que el voto sea eficiente.

Hemos ido a comicios infinidad de veces en estos veintitantos años de gobierno revolucionario. Nos han faltado los votos en unas ocasiones, pero también los hemos logrado en otras, y siempre hemos perdido… Siempre hemos sido vencidos.

Hagamos un ejercicio de memoria:

En el 2004, luego de infinidad de obstáculos, se logró el referendo para revocarle el mandato a Chávez. Las encuestas a boca de urna arrojaban un resultado favorable a la revocatoria del mandato. Más o menos 60 % se inclinaba por ella. Súbitamente, en horas de la madrugada el Consejo Nacional Electoral nos anuncia un resultado con números similares pero inversos. Hay dudas pues, de ese triunfo chavista.

En el 2007, acudimos a un nuevo referendo. En esta ocasión para decidir sobre la aprobación o no de la reforma constitucional propuesta por la Asamblea Nacional (entonces presidida por Cilia Flores). No pudo esta esta vez revertir los votos el Consejo Nacional Electoral. Al parecer, algunos generales hicieron valer el resultado (que, de acuerdo a las encuestas, debió ser mucho más amplio). Se anunció, también en horas de la madrugada (pese a ser una votación mecanizada y simple), que no se habían logrado los votos para aprobar la reforma. No obstante, asesorado por nuestros juristas del horror, las reformas se impusieron mediante normas legales (lo cual es absolutamente contrario a la constitución y los principios jurídicos) y se propuso, porque no podía hacerse a través de leyes, una enmienda – en franco fraude a la ley – para permitirle a Chávez reelegirse indefinidamente, que, envenenada con la misma oferta para gobernadores y alcaldes, se logró en el 2009.

En el 2013, en una votación muy cerrada (seguramente por el impacto de la muerte de Chávez en marzo de ese año), obtuvo la victoria Nicolás Maduro, quien no podía ser candidato presidencial por ejercer la primera magistratura internamente (ni era para ese momento, presidente encargado, en tanto que, al no juramentarse Chávez en enero, dado su estado físico, todo el gabinete quedó cesante por expiración del mandato, debiendo asumir entonces la presidencia transitoriamente Diosdado Cabello, para ese momento presidente de la Asamblea Nacional). Hay, nuevamente, dudas razonables de su triunfo.

En el 2015, la aplastante victoria opositora en las elecciones parlamentarias le concedió a la oposición unida las dos terceras partes del parlamento, con lo cual obtuvo mayoría calificada. Sin embargo, violando la constitución (las atribuciones de la Comisión Delegada), se recompone el Tribunal Supremo de Justicia y antes de la toma de posesión de la nueva diputación (5 de enero del 2016) se suspendió, otra vez en franca violación a la constitución y a las leyes procesales, a los diputados de Amazonas (negándole a una entidad federal su derecho a representación en la Asamblea Nacional). Se declaró en desacato al Poder Legislativo y mediante sentencias cuya juridicidad es realmente cuestionable, se le transformó en un ente vacío, despojado de sus más preclaras atribuciones.

Al año siguiente, en las elecciones para gobernadores, en medio de la diatriba de ir o no a las elecciones regionales, la participación supera el histórico, según el Consejo Nacional Electoral. Aseguraban la mayoría de las encuestadoras que de votar más del 55 % – como en efecto fue, de acuerdo al Poder Electoral – la oposición debía obtener entre 15 y 19 gobernaciones. Ocurrió justamente lo contrario. Me planteo yo, que soy lego, si en efecto votó alrededor del 58 %, entonces las firmas encuestadoras erraron en 23 votaciones (porque no olvidemos, pese a celebrarse conjuntamente, son 23 elecciones distintas), lo cual es muy raro (casi improbable). Si no, y como alegan algunos, se debió a la abstención de los ciudadanos, entonces inflaron los números. En uno y otro caso emergen dudas muy serias sobre el proceso comicial. Cabe destacar, además, dos casos de esos procesos: el robo descarado de la gobernación de Bolívar, que ganó Andrés Velázquez, y peor, el desconocimiento de la voluntad del pueblo zuliano al despojarle de su gobernador por negarse a prestar juramento ante un ente manifiestamente incompetente para ello.

Huelga referir los jefes supremos que les han impuesto a los gobernadores y alcaldes opositores.

Los ejemplos bastan para mostrar la insuficiencia de instituciones para que el voto sea eficiente y cumpla su cometido.

El sufragio, y en esto necesito ser enfático, no es la esencia de la democracia. Es tan solo una herramienta para dirimir las diferencias naturales entre los integrantes de una sociedad. Se desprende de esta afirmación las siguientes consideraciones: 1) El voto jamás constituye la esencia la democracia. No es más que una herramienta para resolver las diferencias naturales entre los distintos intereses. 2) Por ello, sin un Estado de Derecho (cuyo respeto es la verdadera esencia de un orden democrático), las elecciones son solo un circo. Sobre todo, cuando el Estado de Derecho ha sido desmantelado, como ocurre en Venezuela.

Por último, necesito exponer las consideraciones éticas del sufragio. Admitir que una dictadura se mida en unas votaciones supone – conceptualmente – reconocerle legitimidad a un régimen que la ha perdido por su actuación contraria a derecho. Implica la legitimación de sus aberraciones y crímenes. Comprendo que, dentro de un régimen democrático, cuyas instituciones demuestren cierta robustez, a un gobierno se le imponga medirse en unas elecciones por su pésima gestión. Ese no es, empero, el caso venezolano. Al régimen de Chávez y Maduro se le imputan crímenes de lesa humanidad. Sería una bofetada para las víctimas y para la ética tal abominación.

No crea usted que soy tan terco y necio. Ya lo dije y lo repito: el sufragio es una herramienta y como tal pueden dársele varios usos. Ese fue el caso chileno. Según la Constitución política de 1980, el régimen militar debía someterse a esa votación (como el de Pérez Jiménez en 1957). Sirvió de lanza para asestar mortalmente a la dictadura (porque el general Fernando Matthei se adelantó a los voceros del general Pinochet y reconoció ante los medios la victoria opositora que sin dudas iba a desconocer el régimen). En las repúblicas socialistas del este europeo ocurrió algo semejante. Ante la falta de apoyo soviético, mejor negociar una salida honrosa que terminar como en efecto lo hicieron Ceceascu y Milosevic.

Creadas las condiciones favorables, que trascienden a un árbitro electoral más o menos equilibrado, podrían servir unas elecciones como instrumento para materializar el cambio. Creer, sin embargo, que este va a ocurrir mágicamente porque se celebren elecciones es una majadería imperdonable. El cambio es anterior a las elecciones y no al revés, como ya lo hemos visto hasta el hartazgo en estos años revolucionarios.

Entiendo que para muchos es este el camino. Y sé bien que la salida de esta crisis puede ser un sendero largo y tortuoso (de hecho, ya lo es). No acepto, sin embargo, que, para resguardar cuotas de poder, para preservar cargos y prebendas miserables, se prolongue el sufrimiento de millones de ciudadanos, y que, sin pudor alguno, se tenga como única opción elecciones inútiles – tinglados bufonescos – para pretender cambiar el statu quo. La lucha ya ha sido larga y cruenta y puede serlo aún más, pero no podemos seguir malgastando el futuro y la vida de los ciudadanos en maniobras estériles. Es hora de crear rutas eficientes y no de repetir errores.

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