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Adrian Ferrero

Cervantes precursor

Toda vez que publico un artículo sobre salud mental en primera persona, esto es, según mi experiencia como paciente con una patología no deteriorante y con tratamiento que permite llevar una vida intelectualmente activa, creativa, productiva, tener una hija, trabajar; incluso estimulante con nuevos motivos a los cuales ponerme al servicio de la comunidad (entre ellos con este testimonio, que considero principal), me encuentro con comentarios de personas que hacen referencia al silencio que cunde en torno de estas enfermedades. De que es un tema del que no se habla. O todos enmudecen. O causa pavor. O estremece, motivo por el cual moviliza el aparato psíquico generando una angustia que impide abordarlas con inteligencia y sensatez.

He sido leído por investigadores, doctores en Filosofía, doctores en Letras, Profesores en Letras, escritores, médicos, Psiquiatras, por abogados, por mi hermano, que se ha consagrado al sonido y a la computación, por mi hija, que estudia su primer año de la Lic. en Psicología en la UNLP, por mi tío, que es Juez Camarista, en fin, como puede apreciarse, un friso de gente de las Humanidades más que de las ciencias exactas. Pero conviene tener en cuenta que los artículos han sido publicados en medios de comunicación de masa con sus respectivas redes sociales, lo que hace suponer que tengan repercusiones incalculables para mi quiénes me leen o han leído. Puede tratarse de toda clase de persona que lee un medio de prensa. Pero todos me dicen: ¿Cómo te animaste? ¿cómo te atreviste a hablar de una experiencia autobiográfica? ¿cómo te animaste a hablar en primera persona de la patología mental?

En primer lugar porque consideré que estaba en condiciones de hacerlo de un modo equilibrado, saludable, sano, brindando alguna clase de aporte a la comunidad. En segundo lugar, porque no me da ni pudor ni miedo ni vergüenza haber atravesado por tal circunstancia, que no elegí. Por el contrario, siempre llevé una vida saludable. Frente a esta decisión, una vez tomada la determinación de hacerlo, no pienso en dar un paso atrás. Más bien tiendo a profundizar en esa materia. A ir más a fondo de sus causas, las razones que la originan y lo que provoca una vez que se manifiesta. Tiendo a pensarla como un territorio de mi experiencia (y del conocimiento) que debe y merece abordajes cada vez más serios.

Así, como podrá imaginarse el lector, estas inquietudes a su vez alimentan más aun mis deseos de seguir escribiendo notas, artículos, de estudiar más en torno de esta materia o este campo del conocimiento que me resulta apasionante con bibliografía no desde una perspectiva clínica sino humanística (sociológica, del campo de las Letras, del cual provengo, de la filosofía y de la ética, de las ciencias sociales, todos en los que tengo formación y son de mi competencia).

Tal silencio resulta sintomático y jamás me he sentido abatido por él sino, muy por el contrario, lo he asumido. Estas palabras han promovido el deseo de proseguir un itinerario por la investigación que, junto con otras búsquedas que no son solo esta, me permitan tener acceso a algunas claves para esclarecer ciertos mecanismos de estos fenómenos tan plagados de tabús, cargados de una prohibición social, de enigmas, de ignorancia, de desconocimiento, de desinformación, de hipocresía, de una doble moral, de disimulo, en los peores casos. Pero la enfermedad mental queda en claro que está connotada negativamente, como el cáncer o la homosexualidad.

Frente a esta inquietud de los lectores, alguien que es Dr. en Letras y escritor está en condiciones de expresar, con una cierta destreza, con la precisión en el lenguaje propias de un oficio en el que se ha entrenado durante largos año de su vida, ha sido evaluado, puesto a prueba, de dar a conocer algunos detalles acerca de la enfermedad en orden a brindar detalles útiles a la comunidad acerca de lo que le tocó padecer o con lo que convive de modo exitoso, afortunadamente para él. Parcialmente, para contener a otros pacientes. Parcialmente para contener a los parientes de esos pacientes que deben estar en situación de atender a las demandas que exige un enfermo mental, en ocasiones con manifestaciones de enfermedades crónicas agudas e incluso mucho más agudas que la propia.

¿Qué sucede, qué nos sucede que no podemos hablar de la enfermedad mental? ¿qué impide tomar con naturalidad esa enfermedad así como lo hacemos con los cálculos renales o la diabetes, que se nombran sin ninguna clase de pudor en medio de la calle o en una reunión social de amigos o incluso formal en lugar de bajar la voz cuando se lo hace de una mental? Evidentemente se considera al paciente con una patología psiquiátrica o bien una potencial amenaza (cuando rodea al círculo de personas que habla de él y lo heterodesigna) o bien como alguien del que hay que huir y, por lo tanto, corresponde ser abandonado, apartado, marginado, dejado a un lado como si se tratara de una persona que, sin ser un semejante es alguien a quien le ha sido denegado ese atributo ligado a la dignidad. Es un sujeto que de inmediato es estigmatizado, esto es, marcado éticamente, socialmente de modo negativo, a quien primero se comienza por identificar, luego por señalar, luego por hablar de él a sus espaldas. A través de habladurías, chismes, se lo descalifica y se murmura acerca de él en términos tan denigrantes que indigna asistir a ciertas conversaciones que francamente terminan por repeler. Espeluznan. La estigmatización, como es obvio, desemboca en la marginación hasta alcanzar la exclusión completa. En los peores casos el abandono por parte de familiares cercanos o de amigos que se creía lo eran o habían demostrado a lo largo de la vida convivir afectivamente de modo satisfactorio hasta este estallido de la subjetividad en el cual, la patología cruza lo psíquico con lo social hasta contornear una figura siniestra.

Ahora bien ¿qué salida se puede encontrar a estas resistencias de la sociedad a admitir a algunos de sus miembros con motivo de que padecen esta clase de patologías como otros padecen otras enfermedades, como las orgánicas? Me explicaba una experta en salud mental, en un diálogo que mantuvimos a propósito del tema de los estigmas, de la marginación, que, luego de haberlo intentado todo, de haber hecho campañas de concientización, de haber impartido cursos, capacitaciones, en Canadá, el país que estaba a la vanguardia en combatir ese rechazo, el punto crucial había sido la escucha del testimonio del paciente. Entiendo que recuperado o, al menos, parcialmente recuperado. Esta conversación resultó crucial para mi decisión de comenzar a escribir sobre el tema y hablar públicamente sobre él. Fue crucial porque quien ha regresado de una perturbación mental aguda, está en condiciones de describirla en todos sus síntomas, así como del modo en que se manifestó por primera vez, evolucionó, la transitó, logró salir de ella y reinsertarse a una sociedad que no manifestaba síntomas de inclusión hacia él. Por más que puedan perdurar alguna clase de remezones o recelos respecto de él. De si aún puede retornar la patología y volver a revestir el carácter y es una amenaza en carácter potencial. Pero esto es tan solo una hipótesis. Ya no hay seguridad sobre ello. La enfermedad se ha revertido a la luz de la vida que lleva adelante.

Lo que los especialistas consideran la normalidad o buena salud mental constituyen puntos de vistas según sus parámetros, que no contemplan singularidades. Acuden a generalidades que no respetan la diversidad. En efecto, una sociedad manifiesta toda una serie de emergentes, de fenómenos socioculturales por dentro de los cuales la así llamada locura ha sido catalogada como una de las más penosas y las más graves. Se pierde a sus ojos la independencia, la autonomía, la capacidad de discernir lo que es bueno de lo que no lo es (tal vez a eso se le teme), el descontrol de las facultades, los desbordes, las crisis, la imposibilidad de vivir y sobrevivir en forma independiente.

Conozco infinidad de pacientes con patologías agudas que mediante un tratamiento psicofarmacológico adecuado y, algunos de ellos eligen la psicoterapia como complemento (como yo lo hago) completan de modo integral un proceso de recuperación firme, estable, que les permite llevar vidas sumamente útiles a la comunidad, que incluso colaboran con el semejante de modo exitoso porque precisamente se consagran a narrarla, a narrar su pasaje por ese estado agudo de esta clase de patología.

Desde 1995, en que publiqué mi primer artículo sobre la enfermedad mental en primera persona en el diario más importante de la ciudad de La Plata, ciudad donde nací y residí siempre, hasta que, luego de un estado de latencia de muchos años, en 2021 un nuevo estadio hizo eclosión y surgió la necesidad de volver a escribir sobre la enfermedad mental, tuvo lugar, como puede apreciarse un largo trayecto. La de autodesignarme y autrrepresentarme en textos y contextos en los cuales antes era heterodesignado, como historias clínicas, tests, informes, documentos. Me di cuenta de que había llegado el momento de nombrarme. Había ahora en mí una autoafirmación que hacía que nada detuviera el poder de mi decisión de servirme de mi palabra para intervenir en la esfera pública. Había llegado a un punto de mi vida en que había una autoafirmación como sujeto según la cual se volvía primordial nombrarme, expresarme, no ser nombrado por otro bajo la condición, por añadidura, de paciente ¿esperar qué? ¿esperar a quién? ¿qué significaba esto? ¿de qué es sinónimo esta idea de “nombrarme”? Simplemente ponerle mis propias palabras a quién era, qué vivía, qué me sucedía, qué experiencias me atravesaban desde el malestar al bienestar o me había tocado atravesar previamente, contar mi historia sin la menor necesidad de ocultarla. Lo estoy diciendo con total franqueza. Yo no sentía vergüenza. Sentía orgullo por todo lo que había hecho en mi vida pese a mis problemas. A todo lo que estaba haciendo sin que nada me detuviera. Y que no estaba dispuesto solamente a que otros hablaran por mí acerca de lo que yo era o debía ser. De modo que me senté a estudiar pero, sobre todo, me senté a pensar qué estrategias posibles expresivas podía seguir a tal efecto. Yo era colaborador con medios de prensa. Con algunos de ellos, los que no fueran estrictamente de literatura sino de sociedad y cultural en general, preocupados, atentos, preocupados por el semejante también desde otras dimensiones, otros planos, otras enfoques también, otras disciplinas. Fue por eso que acudí a ellos. En NY encontré a uno de ellos. ViceVersa Magazine. Atenta también a la salud, a la discriminación, había allí un espacio receptivo a mis propuestas. Por supuesto que yo seguía colaborando con artículos sobre crítica literaria u opinión vinculados al arte, a la música, a la literatura, que era mi disciplina y el arte al que me consagraba. Pero ahora existía esta otra vertiente: una nueva puerta se abría. También en mi vida. Sobre mis intereses había habido una apertura de índole descomunal. Ligada a mi vida parcialmente pero que por extensión se amplificaba hacia las biografías de muchos de mis semejantes. Y se expandía a vínculos con políticas gubernamentales de salud. Con la relación entre medios de comunicación y salud mental. Con la relación entre medios académicos formativos, como la Universidad, en las carreras de Medicina o en la de Psicología que pudieran estar interesadas en este tipo de intervención: la de un paciente dispuesto a escribir sobre su patología. Y a hacerlo con seriedad y compromiso. Un paciente con formación académica de base.

La manera de abordaje más sencilla que encontré fue acudir a mi propia disciplina. Yo era Dr. en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, era un lector profesional, estaba entrenado en interpretar textos, en codificar y decodificarlos. Fue así como la figura del Quijote irrumpió en uno de mis primeros artículos. Y luego hubo otras personalidades del arte que, contando su historia a través de mi voz, hablaban desde sus respectivas artes acerca del sufrimiento destructivo de sus respectivas patologías, de sus padecimientos o de su dolor. Dudo mucho que alguien que sea inteligente se desinterese de la posibilidad de tener acceso a un conjunto de reflexiones en profundidad acerca de qué tipo de vivencias supone transitar la locura (aunque le resulta temida). Alguien que se interese sobre qué se experimenta cuando se está por dentro de ella pero se encarna al mismo tiempo en personajes de ficción que parodian novelas de caballería que habían caído en una decadencia que difícilmente se sostenían como tales en el marco de la novela de Cervantes. Ese es uno de los tantos motivos por el cual el Quijote es escrito.

Fue una novela que jugó de modo paródico con las novelas inmediatamente precedentes. Y que, desde mi punto de vista, estaban tan gastadas, eran tan seriales y repetidas, que ya encarnaban la falta de imaginación, de creatividad, de originalidad, Encarnaban la estupidez. Algo parecido a la locura pero en otra clase de vertiente conceptual. Cervantes era lo suficientemente inteligente como para saber que escribiendo esta novela abordaba todo un abanico de problemáticas no solo literarias (si bien mucho de eso había naturalmente) que situaban a la locura sin embargo en un lugar de valores supremos. Don Quijote no es un personaje denigrado. Si bien es una suerte de antihéroe, sí diría que también defiende sentimientos, emociones, principios y valores nobles, que lo enaltecen como figura axiológicamente connotada de modo positivo. Es un hombre que a ojos de muchas personas puede pasar por alguien perturbado por no por todos. Y lo llena de nobleza su fidelidad, su atención a una mujer a la cual jura proteger, a su disposición a ofrecer sacrificar una parte de su propio bienestar.

¿Por qué Cervantes había elegido la locura, hablaba de que a don Quijote se le “había secado el seso” por abusar de la lectura de novelas de caballería? ¿era porque el saber enloquece a las personas? ¿era porque el saber deforma la realidad? ¿era porque el saber en grandes cantidades genera inquisiciones que pueden perturbar la mente del sujeto lector? ¿era porque problematizar la realidad de modo tan radical conduce al extravío? Eran lecturas, por sobre todo, que podían, en un exceso, conducir a un intento imitativo que lo hicieran parecerse a alguien, por sobre todo, anacrónico. A alguien anacrónico que no encajara en este mundo pragmático, ejecutivo, práctico, en el cual las personas valen por lo que tienen o ganan, en los que son juzgados según la clase de trabajo que poseen en el seno de una comunidad, en el que las campesinas son campesinas y no delicadas doncellas a las cuales se defiende de eventuales amenazas o bien se les formulan promesas empeñando la palabra con el objeto de darles un lugar importante en las vidas de este caballero que es, ante todo, respetuoso de las mujeres. Es esta condición de respeto la que reivindico del Quijote y, por extensión, del creador que se la atribuye. Como vemos, Don Quijote no resultaba ser un personaje tan denigrante sino un gran respetuoso de la comunidad por dentro de la cual de movía. Y si confundía molinos de viento con gigantes, a ese desvío de la razón empírica respecto de una apreciación subjetiva, bien valía también prestarle atención porque había allí una clave a desentrañar. La apreciación o confusión, como un espejismo, es también una deformación de lo que metafóricamente parecía ser, para esa comunidad, un principio de realidad mientras que para él era un peligro con el que se debía acabar. El molino, productor de riqueza por excelencia del molinero, era una maquinaria a destruir porque engendraba riqueza y la riqueza era una forma pérdida del humanismo que él defendía en términos de una ética.

La novela es complejísima y me estoy deteniendo en escenas de naturaleza célebre, paradigmática, narradas hasta el agotamiento, para que quien lea esta nota pueda reconocer de inmediato si no tiene fresca su trama a qué apunto con mi argumentación. Pero sí diría que hay en Don Quijote un inmenso sentido de grandeza que en su mezquindad quienes le atribuyen la pérdida del juicio (en su doble acepción jurídica y mental) no están contemplando en todo su alcance. No en todas sus repercusiones éticas y estéticas tampoco (para el caso en una novela, pero que en verdad se dan en la realidad: Cervantes las concentraba en la ficción novelística).

El clásico mayor en lengua castellana, reeditado con motivo de uno de sus aniversarios por la RAE (Real Academia Española), venía nuevamente a dar vigencia a un clásico que pone en cuestión la razón instrumental, el pensamiento pragmatista, la idiosincrasia sin ninguna clase de ideales o bien carente de nobleza, de ideales relativos a la integridad, de principios que urden un universo de valores que hacen de él un personaje entrañable.

¿Por qué entonces si desde la novela en dos partes (la primera de 1605, la segunda parte de 1615) se planteaba la relación entre locura y cordura o, entre alienación y salud mental, o entre visión objetiva y mirada subjetiva deformante sobre el mundo, no podemos hablar hoy en día con naturalidad espontánea de la locura? Puede que poca gente sea lectora a fondo del Quijote. Puede que no la haya leído nunca. Puede que no sospeche siquiera lo que encubre en ese aparente (y solo aparente) juego entre lo real y la ilusión ficcional. Entre la imaginación creativa que desborda la mirada de Don Quijote llevándolo a actuar de un modo que todo el sentido común considera irrisorio.

Hay un profundo malentendido entre la idea de pensar con cordura y de no pensar o de pensar frívolamente también. Puede conducir a regirse por falsos principios, a confundir de otro modo la relación entre ficción y con no ficción o ficción con realidad. También a confundir una vida al servicio de la comunidad y nuestros semejantes con una carrera hacia el egoísmo. El Quijote se pone al servicio de una doncella. Toma como compañero de aventuras a Sancho Panza, un fiel compañero de andanzas y “desfase entuertos”.

El sentido de la ética allí es claro. Él es leal. A Sancho Panza, a Dulcinea, a otros personajes con los que se va cruzando en el camino que recorre la novela a lo largo del tránsito por los capítulos de una trama que lo conduce por aventuras insospechadas. Por la cual pasa por experiencias que lo dejan abatido o lo vuelven un gran optimista respecto del universo social. Tales aparentes confusiones tal vez solo lo sean en un sentido muy superficial porque si lo que verdaderamente cuenta es una ética del semejante en Don Quijote, él hace lo que haría alguien preocupado por las personas con atributos confiables o a los que él les atribuye tal virtud. La confianza, la buena fe, la franqueza. A quienes él inviste de atributos de generosidad pero también rechaza, repudia la maldad como lo indeseable y lo que combate. La deslealtad lo irrita y lo indigna. Un lazo que se entrecruza con su propia vida. Una trama que ata su vida de caballero andante con la de otros habitantes de ese territorio en el cual se topará con otros semejantes. Pero no subestimará a nadie. Sin embargo, sí será subestimado. Precisamente esa es la diferencia de actitud entre Don Quijote y lo que uno puede apreciar que la sociedad realiza con el enfermo psiquiátrico en la actualidad. Lo desdeña o lo desprecia en los peores casos. No lo acepta. No admite que el paciente sea alguien capaz de decir y hacer lo mismo que ella, aunque en los hechos sí lo sea y sí lo haga. Y hasta que llegue a hacerlo bajo mejores términos que otro (misión insospechada por ese sujeto, que se piensa excluyente ganador, triunfador único, exclusivo). La sociedad, actuando mediante una posición que no es inclusiva interviene actuando por expulsión del sujeto al que menoscaba con un pensamiento cargado de soberbia despectiva. En su mente no existe una consciencia moral capaz de distinguir entre ese acto cruel y el daño y el dolor que causa en el enfermo al que aparta. También a sus parientes. Y cuando digo “aparta” lo digo literalmente. Deja de invitarlo a reuniones sociales. Deja de visitarlo. Deja de llamarlo por teléfono. Deja de asistir a sus cumpleaños o festividades. Deja de saludarlo para fechas importantes en su vida. Deja de convocarlo para alguna clase de evento deportivo. Ya no se preocupa de su bienestar o lo hace por un tiempo y a continuación pasa a olvidarlo como alguien prescindible, como un incapaz cuando en verdad eso no es cierto. O lo es motivo por el cual requiere de su presencia más que nunca. En cambio, un paciente con una buena contención de la comunidad, eso sí, puesta de acuerdo, que ha asumido el compromiso de trabajar en favor de la salud mental podría hacerse acreedor de una mejor calidad de vida, como a la que tienen acceso muchas personas que son, en ese aspecto puntual pacientes, con una enorme contención familiar. No conviene perder de vista jamás, por otra parte, que estamos hablando de sujetos éticos que experimentan emociones, deseos, indignaciones, humor, gratificación, angustias, miedos, felicidad, entre toda una serie de otro arco de posibilidades sentimentales. Pero también humillación, denigración, miradas despectivas o habladurías que o lo escarnecen o bien lo degradan. El paciente experimenta la emoción tirana del fracaso. Del colapso. De la pérdida de lazos sociales. En tales circunstancias, sepan disculpar mi crudo punto de vista, pero no es el paciente el que ha fracasado sino una sociedad toda que no ha asumido la responsabilidad ni el compromiso de no dejarlo librado a su suerte.

Creo que si doy este testimonio que para el presente caso adopto más la inflexión de una reflexión o bien de interrogar un clásico en lengua española, el mayor de todos ellos por consenso para no faltar a la verdad, ha sido precisamente porque he contado con una serie de eslabones y un poder de determinación que no me han acobardado a la hora de afrontar una recuperación exitosa producto de que ha habido una familia y un conjunto de personas en torno de mí que han colaborado para que así fuera. Pero por ejemplo un hermano ejemplar que contuvo mi patología y contuvo el orden de lo intrafamiliar, en la que había cundido la angustia y la desesperación. En mi caso es cierto que también asumí la empresa como un desafío. Y un desafío frente al cual supe que no iba a retroceder. Y, en particular, jamás dejé de perfeccionarme en el campo de mis estudios y de mis posgrados. Seguí trabajando. Seguí amando a mis parejas. Seguí teniendo (pero no temiendo ni ellos a mí) amigos. Seguí educando a mi hija.

Cierta vez, les estoy hablando de muchos años atrás, una psicoanalista que tuve me habló de otra que había padecido una enfermedad mental. Y ella me dijo: “Pero ella siguió”. Yo ignoro por qué en mi vida hay frases que, no siendo de naturaleza elaborada, compleja desde el punto de vista de los razonamientos o las argumentaciones, sin embargo surten un efecto de tal poder de persuasión, que impactan en mi subjetividad al punto de quedar resonando como un eco interminable, probablemente de por vida. Que sobreviven al olvido. Pero lo que sí les puedo garantizar es que esa frase que sería disparadora de tantas acciones desde el primer momento en que la escuché en adelante, de tantas decisiones, de tantas intervenciones a lo largo de mi vida: “Pero ella siguió”, funcionó como un estímulo de naturaleza culminante. Y determinante. En definitiva: señaló la mirada que yo tendría respecto de mi posición respecto de la enfermedad mental durante toda mi vida. Una convicción inamovible. Una psicoanalista se había enfermado o estaba enferma o era enferma genéticamente o por problemas de base neurológica. Y sin embargo era indetenible. Era literalmente indestructible en el avance, en el progreso de su trabajo. Esa representación adoptó para mí una naturaleza paradigmática, ejemplar. Mi psicoanalista no midió en ese momento seguramente el alcance que tendría esa frase para el resto de mi vida. Me la mencionó a su juicio seguramente de modo anecdótico como la figura de alguien que convenía imitar (e imitar a rajatabla) si uno padecía una enfermedad mental pero estaba dispuesto a no dejarse vencer por ella. Ella había seguido hasta un punto en que su vida se había visto coronada y ella recordada como una figura que sería inolvidable por haberse sobrepuesto a una enfermedad mental grave. En tal estado de shock producto de esa frase, proseguimos la sesión en tanto todo el tiempo su eco persistía en ese consultorio, entre esas cuatro paredes. Un shock que no manifesté ni tampoco retomé en otra sesión. Simplemente lo guardé para mí. Sí, se mantuvo inalterable por el resto de mi vida. Ahora más que nunca, me atrevería a afirmar.

Una biografía que pese a los obstáculos incluso mayúsculos que en ocasiones había logrado salvar, así como trabajar, amar, sanar a otros incluso, por qué no decirlo. Esa frase que me había sido revelada me había sido trasmitida en lo que el psicoanálisis llama “la transferencia”. De modo tan conmovedor que introdujo un cambio en mi mirada sobre el rumbo que seguiría mi vida. Esa psicoanalista a quien yo no conocía y dudo conozca ahora o incluso quizás alguna vez se había vuelto una figura invulnerable (pero humana) a emular. Ella sin embargo no había retrocedido. No había vacilado frente a la enfermedad. Con un poder inmenso había tomado la decisión de afrontarla. Confrontar contra la enfermedad una batalla de la cual había salido vencedora. Emblemáticamente era lo que me había sucedido a mí porque la enfermedad no había logrado detenerme en momento alguno. A tres meses del primer episodio yo ya estaba en una mesa examinadora de la Universidad rindiendo una prueba oral para promover al siguiente año y alcanzar tres años más tarde (que fue lo que sucedió), mi graduación. Es lo que se debía hacer cuando los embates de la enfermedad arreciaran. “Había que seguir”: “Pero ella siguió”. Parafraseo a mi psicoanalista según la expresión bajo la cual yo comprendí que me había sentido interpelado por esa frase potente. O uno se rendía. O uno seguía. ¿Qué camino elegir? ¿el temeroso, el débil, el del miedoso, el del cobarde, el del incapaz, el del poco instruido o el de quien aspira a adquirir más conocimiento, ser más creativo, trabajar, crecer, amar, criar hijos, ser un padre atento a su hija, cuidar luego de sus padres, ser un compañero de la vida de su hermano, a quien tanto debía,? ¿o el de dar un paso atrás o uno al costado (según cómo se mire) y dimitir de su condición de sujeto ético? ¿el de dejarse amilanar por una sociedad que pretendía de mí lo que yo no estaba dispuesto a aceptar ni me resultaba admisible? La opción era entre una vida completa, la plenitud que requería y demandaba el trabajo para la salud o bien un retroceso (grave) en el seno del cual yo condescendía a hacer lo que un mandato arbitrario aspiraba que yo cayera, como en una trampa. Por un lado, estaba la opción de la enfermedad, reforzando la patología, la sociedad me denigraba a mí. Desde mi experiencia de estudio constante, de formación permanente, de trabajo persistente, de posgraduado, de escritor desde 1989 en delante de modo indetenible y progresivo, con publicaciones en revistas de interés general, en otras académicas, en otras de periodismo cultural independiente. Escribí entre otros muchos temas, también de la salud mental a partir de esa inflexión que fue el año 1995 en que luego de manifestada la enfermedad por primera vez en 1992, yo había aceptado el reto de no dimitir de mi condición de semejante y de intervención en esfera pública. Lo hice en el diario más importante de mi ciudad que publicó el artículo en el que hablaba de mi internación. Luego, todo a lo largo de 2021 quienes me leían me decían que era hora de comenzar a hablar del tema, me lo agradecían, otros me decían que se trataba de un tema interesante por cómo yo lo abordaba y preocupante tal como se venía desarrollando hasta este presente histórico. Yo dije (o me dije, mejor aún): “Pero alguien lo tiene que hacer”. “Alguien tiene que decir estas cosas”. “Alguien se tiene que hacer cargo de lo que está sucediendo”. “Alguien tiene que actuar en torno de estas posiciones respecto de la enfermedad mental”. “Alguien tiene que ser capaz de ponerlas en cuestión”. “Elijo hacerlo. Tomo la decisión de hacerlo. Me comprometo a hacerlo”. Seguramente había mucha gente que hacía lo mismo, pero me refiero a hacerlo desde el lugar particular que me había tocado a mí en suerte. Desde los medios en los que yo colaboraba y a hacerlo en primera persona. Y me dije: “¿Por qué no ser yo quien asuma ese compromiso con mis semejantes, con la comunidad, con mis Médicos Psiquiatras que (el que me atendió previamente y la doctora en Medicina que era mi Psiquiatra en la actualidad, ambos humanistas además de profesionales de la salud) me atendían? Mis Médicos Psiquiatras se habían manifestado como grandes personas atentas a escuchar mi testimonio y a, de modo entusiasta, estimularme para darlo a conocer. Ambos eran personas que leían mis escritos, prestaban atención a mi testimonio. “Alguien lo tiene que hacer”, me repetía cada noche antes de dormir. Durante el día. Hasta que me senté a escribir estas notas y quedé en paz o más en paz que antes porque me había sentido útil a la comunidad, a mis semejantes. A esta altura ya tenía la convicción de hacerlo sin dudarlo un instante. Era hora de actuar. Era hora de sentarse a escribir. Era hora de que mi voz suplantara ese silencio con palabras. Un silencio que en complicidad con un sistema que lo promovía invitaba confortablemente a proseguir cómodamente o bien a callar por miedo a ser identificado como alguien que padecía una patología mental o la había padecido, como un estigma, pero que en absoluto se sentía menos que otro semejante (ni más, cuidado con esto, no había mesianismo en mí). Era una persona que había atravesado por una experiencia que no había sido grata, que no le deseaba a nadie, eso es cierto, pero que también estaba en condiciones de narrarla. Y de narrarla en su condición de escritor hasta con cierta fluidez y cierto arte. ¿Por qué no intentarlo? Este sí era un desafío que merecía ser afrontado. Por otra parte, mi hija estudiaba la Licenciatura en Psicología en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). ¿Qué ejemplo dejarle? ¿el de la cobardía o el de la valentía? ¿el de afrontar o el de retroceder? Me proponía una empresa desafiante frente al sistema. Yo lo sabía. Eso me propuse. Sabiendo que nada me detendría en ese camino hacia el crecimiento. Hacia el conocimiento. Y hacia el autoconocimiento disidente contra toda ideología conservadora y paralizante del bienestar del semejante.

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