Sur
El centro es un país que tiene fronteras. Dentro de él hay más países con más fronteras, y así sucesivamente hasta llegar a las grietas y el polvo invisible en su interior.
Nosotros, que caminamos en él, a través de él, vivimos en él, somos sólo puntos: puntitos cruzando un centro, a veces con dirección, a veces sólo eligiendo un camino al azar en su cuadrícula perfecta.
Oriente
El patio en el que juegan Omar y Pepe, es el mismo en el que yo jugué cuando tenía su edad. Bueno, no exactamente, pero bien podría serlo: hay una fuente, lajas incompletas, paredes carcomidas y una escalera muy grande que lleva a lo desconocido.
Omar tiene once y asiste a la escuela “Himno Nacional”, que está justo a la vuelta; Pepe, su hermano menor, tiene cinco apenas, pero entiende el mundo y la calle como cualquier adulto. Los dos, que llegan desde muy temprano, ayudan a su mamá a repartir quesadillas y memelas. A veces, cuando Omar me ve caminar al otro lado de la calle, se emociona tanto que corre a abrazarme sin fijarse si vienen coches.
Después de regañarlo, lo abrazo también. Pepe o Josefo, como lo llama su mamá, es más introvertido, pero se emociona igual.
Yo a veces llego de sorpresa a visitarlos a su patio y jugamos a los coches o les enseño mi cámara, que es lo que más les gusta. Luego, cuando su mamá los manda a dejar alguna quesadilla, me quedo esperándolos sentado en una mesa de plástico y veo su patio, su país y sus fronteras.
Por un momento estoy dentro de otra grieta que no es la mía.
Poniente
Ningún país es verdadero, o al menos no hay nada que lo pruebe: viven solo en nuestra imaginación, como los ríos.
Por lo tanto, la gente que los habita tampoco existe.
Nadie habita el centro.
O solo existe ahí, en el momento en que nos vemos y rozamos los codos en, digamos, una de las tantas banquetas estrechísimas que hay en él, para luego desaparecer.
Sería completamente narcisista y absurdo pensar que la gente del centro sólo existe en las fotos que tomamos, pero a veces es inevitable pensar que sólo la cámara les da vida, una vida constreñida a existir gracias a la fotoquímica.
¿Y qué fue primero entonces?: ¿el país o la gente?, ¿Omar o el patio?, ¿yo o la calle?
Norte
Nadie nunca va al norte, o al menos nunca nadie me ha preguntado cómo llegar ahí. Siempre que algún turista despistado o un pueblerino primerizo se me acerca a preguntar direcciones, casi siempre quieren llegar al centro: al centro de algo, y de ahí partir.
La catedral y el zócalo son las coordenadas preferidas, o el Parían, como si de ahí emanaran todos los caminos que alguien puede tomar el resto del día. Y puede ser cierto, porque en los mapas que dan en los hoteles, el zócalo y la catedral siempre están al centro: de ahí la tinta se va diluyendo como si lo demás no tuviera importancia.
Pero yo he descubierto que el centro del centro, del que parten todos los países y todas las fronteras, está en el patio de Omar y Pepe.
Pero eso ningún mapa jamás lo probará.
Mejor así.
Omar sostiene mi cámara entre las manos y me pregunta para qué es este botón.
Pero yo lo evado: Omar, me voy a ir, me voy a ir lejos.
A dónde, contesta, con la cámara todavía entre sus manos.
Al norte, podríamos decir.
¿Y por qué te vas, Pablito?
Pues para saber si quiero regresar, Omar, pero eso no tiene nada que ver contigo.
Mi mamá tiene teléfono, ¿podemos hablar?
Sí, cuando tú quieras.
Su mamá le grita, hay que ir a dejar más memelas.
Yo me siento en una silla de plástico y veo su patio que es el mío también. No exactamente, pero como si lo fuera.
Salgo de ahí sin despedirme, cruzo una frontera.
Estoy en la calle otra vez.