«Cuando un pueblo ya no puede ser sometido a más humillaciones y lo básico deja de ser cotidiano para convertirse en un lujo, aparece inminentemente un shock emocional que puede dejarte en el sitio o moverte completamente hacia otra dirección en busca de nuevos horizontes. Así está el 80 por ciento de los venezolanos que reside en Venezuela, entre ceder o seguir…».
Cuando lo real traspasa el límite de lo imaginario, las palabras no logran explicar lo que la desesperanza grita en un ahogado lamento de lucha desvanecida.
Cuando un pueblo ya no puede ser sometido a más humillaciones y lo básico deja de ser cotidiano para convertirse en un lujo, aparece inminentemente un shock emocional que puede dejarte en el sitio o moverte completamente hacia otra dirección en busca de nuevos horizontes.
Así está el 80 por ciento de los venezolanos que reside en Venezuela, entre ceder o seguir, entre la añoranza de la prosperidad de lo que un día fue, la actual crisis humanitaria que golpea a sus afectos y a su país, y el futuro incierto que se plantea en la nación ante un panorama político moribundo que busca acelerar un proceso electoral enmascarado de democracia para perpetuarse a toda costa e indefinidamente en el poder.
Y entre tanto, aprieta la supervivencia y la desesperación tumba todas las barreras de la censura cuando las Redes Sociales dejan de lado su misión de informar para convertirse en una plataforma inagotable que replica mensajes implorando ayuda para conseguir un medicamento que puede salvar una, cientos, miles de vidas…
Y la esperanza abandona la paciencia cuando la fe se quiebra perdida ante incontables intentos fallidos por tener esperanza en un futuro mejor.
Es allí cuando los venezolanos atrapados en la frustración se detienen, (cada uno en la burbuja de su propia realidad), para librar una batalla interna que los tambalea entre la preocupación de no poder salir del atolladero en el que se encuentran y las infinitas ganas de escapar para siempre de una aplastante realidad que les golpea la moral cada vez que salen a la calle y no reconocen al país que los vio nacer, crecer y ser felices.
Son esos instantes en los que la cara del hambre grita la verdad al ver a compatriotas venezolanos buscando entre la basura un pedazo de pan, multiplicándose la escena en cada rincón de la geografía nacional.
Y ningún feriado, ni mucho menos un domingo se esconden las colas para adquirir productos básicos porque la miseria se ha hecho costumbre y enfrentarse al colapso de todos los servicios ya forma parte de una desgastante cotidianidad.
Y el colapso económico salta a simple vista cuando el efectivo no aparece por ningún lado hasta que la ironía de un sistema financiero fracturado sale al paso para recordar que el banco sólo permite sacar al día, (con suerte y tras una larga fila), 10.000 bolívares, (lo que cuesta pagar una hora de estacionamiento en cualquier establecimiento o centro comercial).
Y el panorama luce aún más desolador cuando es imposible obviar que cientos de niños han dejado de asistir a la escuela para buscar alimentos y miles de jóvenes han emigrado, dejando atrás afectos y sueños.
Cuando lo real traspasa el límite de lo imaginario, cerrar los ojos es implorar un milagro en Venezuela y abrirlos es ver cómo avanzan las calamidades de un desgobierno que aniquiló de a poco toda posibilidad de progreso de una nación a la que le urge reinventarse, absolutamente y desde adentro, para ver la luz al final del túnel.