Desconcierto es lo que produce, una y otra vez, la colaboración fotográfica de Alfredo Cortina y Elizabeth Schön, paisajes en blanco y negro donde ella figura como personaje único.Gestada secretamente durante las décadas de los cincuenta y sesenta por esta pareja de creadores venezolanos, esta extraña obra fue descubierta apenas en 2012, cuando el Archivo Fotografía Urbana (AFU) adquiere el archivo visual de Alfredo Cortina (1903-1988), conocido escritor y productor de radio y televisión. Este último consiste en unos cuatro mil negativos, de los cuales sólo setecientos habían sido revelados. Es entre este grupo que Vasco Szinetar, director y curador de AFU, detecta un proyecto coherente.
De este proyecto se conocen públicamente tan sólo sesenta y cuatro imágenes, seleccionadas por Szinetar y presentadas inauguralmente en la Trigésima Bienal de Sao Paulo de (2012), a su vez curada por Luis Enrique Pérez Oramas. La serie, originalmente intitulada “Elizabeth”, fue expuesta posteriormente como “Un Atlas para Elizabeth” en la Sala Mendoza en Caracas (2015), La Fábrica en Madrid (2017) y ahora último en la Galería Henrique Faría en Nueva York, donde se mostraron veinticuatro de dichas imágenes, donadas por AFU al MoMA en 2012. Esta pequeña selección está causando un enorme interés por dondequiera que pasa. Si bien hay disparidades que sugieren que el archivo mayor consiste o pudiera organizarse en distintas series, el material presentado hasta ahora permite hacer algunas observaciones que indican la singularidad e importancia de esta obra póstuma.
El desconcierto empieza con la conjunción de dos aspectos aparentemente contradictorios: singularidad y serialidad. Ubicado en la modernidad mecánica cuyo primer instrumento estético fue precisamente, como apuntara Walter Benjamin, la fotografía, “Un Atlas para Elizabeth” enfatiza este carácter a través de la repetición formal: composiciones en exteriores generalmente no-urbanos donde aparece la misma figura femenina.Esta última, la poeta Elizabeth Schön (1921-2007; de su poemario de 1972 es el título principal de este artículo), funciona como anti-modelo, pues lejos de privilegiar su rostro o cuerpo, y ajena a toda individualidad más allá de sus distintos atuendos, su figura es sólo eso: una presencia estática en medio de paisajes inciertos. Figura solitaria, generalmente parada de perfil, que mira frente a sí sin ningún involucramiento evidente con el sujeto tras la cámara.
A pesar de los títulos otorgados a la serie, Schön no es el elemento fundamental de la misma, sólo un indicador de su carácter serial. Indicador cargado de significado, pues tanto su presencia cuasi-etérea como su aparente indiferencia contrastan con, y por lo tanto enfatizan, la desolación del paisaje retratado. Es éste el que genera el desconcierto mayor, pues los lugares de este particular atlas no se corresponden a la Venezuela moderna de la segunda mitad del siglo pasado. Sus imágenes representan ese otro país, el rural o “interior”, como se le llama en Caracas, que queda fuera del panorama de la Venezuela dinámica y cosmopolita (es decir, la ciudad capital y sus clases medias y altas), conocida internacionalmente durante los años cincuenta como uno de los países de punta de América Latina. Sin embargo, no es la ruralidad agrícola o ganadera la que vemos aquí, sino otro territorio en el que circulan, como fantasmas desubicados, fragmentos de la Venezuela hacendada e industrial: máquinas destartaladas, restos de construcciones sin terminar o abandonadas; o de la Venezuela pre-industrial, con sus letreros escritos a mano y urinales de camino; o incluso de la Venezuela costera de playas ásperas dominadas por las piedras, un horizonte infinito, y uno que otro de esos perros abandonados que caracterizan al tercer mundo.
Son paisajes casi apocalípticos de un país a la vez lejano y familiar, cuya ambigüedad, como observa Szinetar, produce una perturbación. Esta inquietud la calificó famosamente Sigmund Freud en 1918 como “Das Unheimliche”: la inquietante extrañeza, el enfrentamiento a una alteridad en la cual reconocemos nuestra parte oscura. Esta extrañeza se siente al salir de Caracas y también en sus amplios márgenes, pasando por lugares en que se reconoce una parte desconocida, aunque no totalmente ajena, de un país que se nos presenta en su vastedad y enormes contrastes. Más allá de sus ciudades, playas y paisajes exóticos (aunque con frecuencia también en ellos), y de la arquitectura llamada informal o espontánea que se encuentra por doquier, Venezuela es también un inmenso mapa de lo que Ariel Jiménez llama “puntos muertos” y que Antoine Picon, siguiendo una tradición comenzada por el artista Robert Smithson en los años setenta, describiera como “paisajes angustiados”: retazos semi-vacíos, lugares desiertos, restos de comienzos.
Esta reiteración del desecho industrial o urbano, de lo que ya no sirve o apenas sirvió, remite al trasfondo de una modernidad urbana, triunfante, que Cortina y Schönparecieran desmentir en este “road trip” de dos décadas en los que crean un archivo singular de esa otra Venezuela que, ya desde los años cincuenta, quedó suspendida en el tiempo.Ese tiempo evanescente que obsesiona a Cortina, cuyas crónicas incluyen Caracas, la ciudad que se nos fue(1977) y Esquinas de Caracas(1950) y quien fuera además relojero aficionado. En lugar de retratos o narrativas, este inusitado atlas muestra lugares que han quedado pasmados en el tiempo, no debido al acto fotográfico, sino anteriormente a él. La fotografía funciona aquí como una intervención en el espacio, haciendo al lugar entrar en diálogo con la figura que lo ocupa, con el fotógrafo que los une en su registro y, finalmente, con los espectadores, embelesados frente a estas realidades paralelas.