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Casablanca revisitada: 75 años son nada…

El drama romántico más grande de todos los tiempos está cumpliendo 75 años de presencia legendaria en el corazón de los sentimentales. Y en el de los demás, también. Eso es lo que tiene el mito: nos sobrecoge a todos, nos guía a todos, nos sacude a todos. Casablanca no es una película: es la diosa del cine, y su altar sigue oliendo a fervor reverencial.

Es inútil declararse en franca rebeldía para convertir en barro los pies de la diosa. El poder de seducción del film posee su magia intacta. Las arrugas y canas que hoy lo adornan ayudan a valorar su poder con más fuerza todavía, si cabe. A la luz de esta posmodernidad desangelada, lo que Casablanca enseña añade más valor a sus comprobados méritos.

Lo primero, aceptar que seguimos arrodillándonos frente al melodrama. La sobresaliente reunión de aspectos sentimentales hace que el corazón se precipite por un tobogán de seda sin caer en la cursilería. Lo logra el doble eje de la acción: idilio y guerra son juegos de poder. La guerra es también un idilio: la patria, la libertad, las ideologías son una suerte distinta de amores cruzados. El impacto emocional está servido y no hay forma de eludirlo. Máxime si lo acompaña el elemento indispensable para esa rendición: la música. Atravesar “As time goes by” aliñado con “La Marsellesa”, nos deja intensamente marcados. La vida que importa vibra al ritmo de esas dos melodías icónicas que nos hipnotizan y envuelven las dos pasiones inmortales que dan sentido a la vida: la libertad y el amor como destino ineludible de la humanidad, en singular y en plural.

Lo segundo, adorar la narrativa clásica revisitada. Las trilogías eternas se dan banquete. El aventurero- el guerrero- la belleza , Ulises-Aquiles-Penélope. El cazador-el protector-la salvadora. Rivales-Compañeros-Aliados. La pasión-La razón- La esperanza. Seducción-Comprensión-Acción. Ser-Hacer-Tener. Fuerza-Poder-Sabiduría. En el juego cinematográfico TODO esto se presenta puro y mezclado para arrasar con nuestra capacidad de distanciarnos. El triunfo de la cinta sobre el espectador se verifica con su consentimiento.

Lo esencial: los personajes nos conquistan sin el menor asomo invasivo. Les abrimos la puerta con solo atisbarlos por el portal de los deseos que nos urge conquistar. La pasión en las miradas de Rick, su sensibilidad atormentada. Ese código moral del descreído que se cubre de cinismo para que no veamos su alma solitaria es un disparo directo al corazón. Las mujeres, nos derretimos. Los hombres, lo emulan. Entonces aparece, Viktor. El héroe inmaculado. La rectitud firme y serena. Estoico en su cruzada admirable. Todos necesitamos un Víktor Laszlo cerca que nos recuerde nuestra pureza perdida. Y la falta que nos hacen los hombres insobornables que dicen lo que piensan y hacen lo que dicen. Ilsa convoca y absorbe. El dilema ancestral entre María y Magdalena. El deber ser y el deseo. Belleza, dulzura y entrega. Puente y obstáculo. Promesa y prohibición. Imposible no sucumbir. Y un poco apartado, el único sobreviviente de esta gesta, el que cae de pie sí o sí; Renault. El sinuoso oportunista que salta de trampa en trampa sin pestañear. Siempre arrimado al ganador de cualquier trance, sacando tajada provechosa de su astucia comprobada al practicar el “todo vale” de rigor. Mira el juego desde la picardía sagaz de quien ha visto las cartas de los jugadores y de antemano conoce el resultado. Por eso no pierde, nunca. Nos guiña el ojo desde su atrevida contemporaneidad.

Esta orquesta prodigiosa se arropa con una escenografía de ambientes más que mágicos. El eje trazado por la línea París-Marruecos-USA nos arrastra. El origen es el esplendor clásico de la ciudad-altar. Museo de la belleza, catedral del romance y albergue de la nostalgia. París se abre al exotismo misterioso del norte de África, como un pasaje de tránsito que da refugio y sirve de sala de espera para saltar a la tierra prometida, al espacio de la victoria, a la promesa cumplida de un futuro sin amenazas, al otro lado del océano donde, dicen, la felicidad es posible.

En el año 2012, al cumplirse el aniversario número 70 de la película, el diario El País, de España tituló su homenaje así: “Todo el mundo tiene derecho a intentar algo con tal de que no lo consiga”. Esa clave coloca el acento donde Casablanca más duele. En ese secreto que consiste –bien lo sabemos todos, aunque nos pese- en diferenciar lo que deseamos de lo que necesitamos. Y agarrar el tren que lleva a lo que es bueno, no a lo que me gusta. Y a lo que es bueno para todos. Porque eso nos hace mejores a todos. La película tiene el final feliz menos feliz que se haya podido pensar. O al revés. El final menos feliz que conduce a la felicidad. Usted elige. Pero , con absoluta certeza, ese final nos planta frente al “deber ser” como lo que es: un asunto de principios que nos sostiene fieles a lo más humano dentro de lo humano y nos aleja de la traición a los ideales cuando se actúa según intereses y sin valores.

El desenlace es muy poco común. En este triángulo amoroso todos ganan al perder. Se le da un manotazo a la pasión y se sube al pedestal la lealtad y la admiración. Que son formas indudables de amor. Y de amor más duradero que el deseo. Rick y Víktor se respetan y protegen mutuamente. No rivalizan, no se retan a duelo, no chocan. Aceptan y comprenden. Ilsa no se lanza a los brazos del amante perdido y reencontrado. No niega ninguno de sus dos amores. El conflicto no se convierte en un espectáculo de emociones crispadas. Todos ganan algo que no es exhibible: hacer lo correcto es garantía de que la humanidad sobrevivirá levantándose de sus miserias porque no ha dejado que ellas tomen el control. Y eso ha sucedido bajo el dominio del sentido común que conduce al Bien Común. Sin chorrear drama por la elección perdida. Elegir es así: algo hay que sacrificar. El fin no justifica los medios; al contrario. Los medios pueden deformar de tal manera el fin, que pueden volverlo repulsivo. Y transformarnos en monstruos.

Casablanca nos presenta la mejor faz de la especie. Nos muestra seres con ideales, fieles a ellos. Seres que creen. En la vida, en sí mismos, en lo que defienden. Y tienen qué defender: la libertad, la independencia, el amor, lo correcto, lo necesario, la patria, la dignidad, la humanidad, la solidaridad, la entrega, la verdad, la justicia….y pare usted de contar.

Dice J.M. Coetzee en una de sus novelas más hondas, Elizabeth Costello que, al morir, nos van a preguntar en qué creímos y cómo defendimos lo que creímos. Añade , “si lo que escribimos tiene el poder de hacernos mejores, seguramente también tiene el poder de hacernos peores.” Refiriéndose al artista que pinta lo peor del mundo sin darse cuenta que el genio del mal convocado así, hará del mundo un lugar abominable. Casablanca eligió apostar, en esa ruleta moral, por dibujar humanos íntegros y confiables. Legar una forma de arte que nos seduzca para creer en todo lo que está del lado de la luz. Nuestra forma de agradecimiento es seguir considerándola una de las mejores películas de todos los tiempos. Así estamos de necesitados en este siglo XXI, mustio de esperanza.

No muchos pasarán la prueba de la que nos habla Coetzee. Los que hemos adorado Casablanca posiblemente hayamos conseguido un salvoconducto que nos ayude. O al menos, una revelación redentora. O, quizás, su embrujo consista en recordarnos que hemos perdido la senda y que no podemos seguir extraviados.

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