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Cartas a Évangéline. #8

Del noúmeno y la razón poética

Viena, lunes 18 de agosto de 1890.

Mi amada Évangéline:

Te sorprenderá dentro de unos meses la llegada a tu residencia en el monte Patrash de mi mayordomo con una encomienda del todo valiosa para mí. Sabrás por él que el preciado fardo contiene nuestro futuro: dos anillos y una carta de compromiso. Viendo que el año próximo seré liberado de mis molestas obligaciones en Viena, podré finalmente reunirme contigo, y para siempre, en Geremba. Que el gran Dios nos guarde hasta entonces.

Del mismo modo que en un bosque espeso se va perdiendo el sentido del afuera y se mira en detalle lo intrincado del adentro, nos sumergiremos esta vez en una noción que no deja de ser problemática: la del noúmeno. Platón lo pensó como idea pura que sostiene todo cuanto percibimos y Kant le restó toda factibilidad perceptiva haciéndolo incognoscible, eso que él llamó la cosa en sí. Quisiera ir más allá de ambos y restaurarle al noúmeno su valor platónico, pero desde la posibilidad de conocerlo intelectualmente en tanto que vía hacia una razón poética.

Si asumimos el noúmeno en cuanto que opuesto al fenómeno —lo que aparece ante nuestra intuición sensible—, aquel únicamente se presentará a nuestra intuición intelectual, solo que, según Kant, es imposible conocerlo; al respecto, querida mía, me parece que nada que pueda ser nombrado es incognoscible. Asumo, entonces, que el noúmeno es todo objeto de conocimiento al que accedemos exclusivamente por medio de la intuición intelectual no porque, al modo platónico, se halle en un paraíso perdido de las ideas, sino dado que la razón nos dice que, si bien no lo hemos conocido sensiblemente, existe.

Hay, por tanto, una realidad noumenal aprehendida en la experiencia intelectual del mismo modo que existe la realidad fenomenal que aprehendemos en la experiencia sensible, sin que una y otra deban relacionarse necesaria y cabalmente por causalidad. Yo, por ejemplo, estoy convencido de que el logos de las cosas y del mundo está penetrado por lo absoluto, en lo cual alcanzan su más perfecta y bella unidad y, sin embargo, no puedo dar cuenta de ello a partir de una vivencia sensorial.

Ahora bien, suele creerse que la razón solo se nutre de experiencias sensibles que, en su intersección con nuestra memoria estética, deviene en poética hasta procurar la posibilidad de su eco en el poema; sin embargo, ¡cuánto hay de noumenal en la poesía y en el arte!

He leído hace poco un libro que me ha fascinado porque su autor pareciera plantear la necesidad de perseguir la armonía edénica, una que perdimos no sabemos dónde ni cómo ni cuándo. Se trata del fotógrafo británico Charles Dodgson y su relato A través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Es como si su obra anterior, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, se mirase en un espejo y todo en aquella fuese el reverso de esta. Dos cosas quiero resaltar en relación con lo que venía exponiendo, querida mía: que en ambos libros lo que acontece es un sueño y que en el segundo la belleza solo es asequible por medio de su reflejo.

En tal sentido, el reflejo que poetiza Dodgson no es otro que el de la obra de arte siendo eco de la realidad noumenal conocida por la razón poética, y los sueños son también noúmenos.

Hace poco, querida mía, soñé con un libro de formato enorme, como los de coro en el Medioevo, que tenía vida y susurraba una lengua antigua que no comprendía; al abrirlo, se podían ver unos jeroglíficos escritos sobre pergamino, en caracteres dorados que tenían luz propia; sentí entonces cómo aquel artefacto sorbía fatalmente mi alma, al punto de que lo cerré con gran esfuerzo y temiendo morir; a mi derecha había una mujer angelical que no conozco y que me dijo que tal libro era un demonio llamado Akhar.

¿Dónde está un objeto semejante sino en ni mente? Y, sin embargo, intuyo que hay algunos en la realidad fenomenal que serían la perdición de quien los leyera, aun sin que pudiera decirlo expresa y concretamente de alguno.

Ahora bien, si escribiera una obra sobre el libro soñado por mí del mismo modo que Coleridge compuso Kubla Khan, mi razón poética habría sido alzada no a partir de un fenómeno, sino de un noúmeno. Queda hacerse, por tanto, una pregunta sumamente inquietante: ¿cuál es el logos de mi sueño? Debe de haber un sentido en este y quizás no sea otro que el eco poético de sí; por consiguiente, he comenzado a escribir un poema titulado Akhar.

Quizás en ninguna otra palpite con mayor fuerza el logos absoluto que en la realidad noumenal. Es algo que puede intuirse con vehemencia en los Himnos a la noche, de Friedrich von Hardenberg: el noúmeno del misterio como ministro oficiante del encuentro entre la realidad fenomenal y la divina.

En fin, la razón poética, nutrida de la intuición estética —modo en que la memoria estética resuena con la armonía intuida— de fenómenos y noúmenos, alcanza la potencialidad del verbum poeticum, que el poeta puede o no actualizar en la obra de arte según su libre albedrío.

Ha llegado la siempre infeliz hora de despedirme, aflicción que solo consigue menguar en la esperanza de una próxima misiva. Mientras tanto, alcanzo escalar hacia ti en formas inusitadas de tu noúmeno, puesto que también de las cosas sensibles podemos sublimar un modo de conocimiento noumenal que, en mi caso, espera, como Hofmannsthal, encontrar su propia lengua para expresarse.

Tuyo en la imposibilidad de lo eternamente posible,

Loris Melikow.

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