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Cartas a Évangéline. #1

De la poesía y el silencio del mundo inefable

Viena, sábado 18 de enero de 1890.

Mi querida Évangéline Longfellow:

¡Cómo desearía concluir ya mis afanes aquí, en Viena, para quedarme definitivamente a tu lado, allí, en Geremba! Sabes que tu casa en el monte Patrash me brinda la posibilidad, siempre renovada, de burlar el tiempo…

En tu última misiva me preguntabas por las leyes que, más allá de lo obvio y lo intuitivo, rigen la poesía y el acto mismo de la creación poética. Cuando visité tu casa, la Navidad pasada, hablamos largamente, a la luz de los candiles, sobre la poética de Hugo von Hofmannsthal, que expondrá dentro de una década en Carta de lord Chandos, y que será de sus más célebres obras. Por ahora, solo es un talentoso joven de la aristocracia vienesa, pero llegará muy a tiempo para sentarse dignamente a la mesa de la Belle Époque. Sé que comprendes perfectamente este trastrocamiento temporal, tan tuyo como mío…

Pues bien, no veo mejor modo de organizar mi teoría personal sobre lo que tan gentilmente me pides que retomando aquel coloquio, aunque solo sea por rememorar tu expresión de agrado por entonces.

¿Recuerdas cuántas veces me hiciste leer la Carta de lord Chandos? Dos. ¿Y cuántas me pediste que releyera el penúltimo párrafo? Cinco. ¡Cómo arqueabas las cejas y fruncías el ceño ante el que será para los académicos el fragmento más importante de toda la epístola!:

La lengua en la que tal vez me habría sido dado no solo escribir, sino también pensar no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino otra de la que no conozco palabra alguna, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que tal vez algún día podré rendir cuentas en la tumba, ante un juez desconocido.

Querida mía, cualquier ejercicio de creación literaria tendrá indefectiblemente el estigma de la fragilidad verbal de la que hablará Hofmannsthal en 1902. «Una lengua en la que me hablan las cosas mudas». ¿Podrá acaso expresarse de mejor modo en todo el s. XX la posibilidad del silencio como límite del mundo inefable?

Creo que nunca te lo he confesado: se me hace fascinante el modo en que Hofmannsthal se anticipará dos décadas a Wittgenstein y a Heidegger, filósofos de los que ni siquiera tenemos noticias, por los momentos, en Viena. De una parte, el silencio en tanto que frontera de la palabra… De la otra, el mundo como revelación —¿desocultamiento?—: «Mi cuerpo me parece entonces compuesto solo de signos por los que todas las cosas me son reveladas». En Hofmannsthal, el silencio será el lindero entre la revelación y el logos.

¿Te parece si comienzo por el silencio? Una lengua de la que no se conoce palabra alguna no es otra que el silencio, mi querida Évangéline, origen de la poesía y contorno del mundo inefable, revelado… por tanto, podríamos decir que la poesía subyace a toda inefabilidad. Esta, paradójicamente, es en sí misma la posibilidad del verbo poético: «Aquella combinación de detalles insignificantes me atravesó con tal presencia de infinito, desde la raíz del cabello hasta la médula de los talones, que habría querido estallar en palabras».

Quizás recuerdes aquella ocasión en que ascendimos a la cima del monte Patrash y, bajo el cobijo del imponente silencio de la montaña, te hablé del que será el poeta suizo más incomprendido del próximo siglo: Robert Walser: «Cruzo como a través de un sueño turbio… Todo parecía doble o triplemente silencioso». Pues bien, Hofmannsthal y Walser estarán unidos, además de la lengua alemana, por la misma actitud contemplativa ante la poesía en tanto que prodigio cotidiano, pero único. Por ello, su carácter epifánico.

«Doble o triplemente silencioso». ¿Qué podría significar, mi Évangéline? Seguramente ya lo intuyes: el poeta es un silencio doble, o triple… Silencio atrás del silencio… Un silencio cuyo contorno son las palabras. Entonces, las palabras serán el límite del mundo, dirá Wittgenstein dentro de unas décadas, pero el silencio lo es de la revelación, y esta es previa al poema porque es la esencia de la poesía. Sin epifanía no hay poesía, y para contemplarla se precisa de una lengua en la que nos hablen las cosas mudas.

En otras palabras, mi venerada Évangéline, la poesía, en su epifanía, se nos revela como silencio que delimita el mundo inefable. No es factible descubrir en ella palabras porque la poesía, en tanto que contorno y rostro de ese mundo inefable, carece de ellas… Es silencio. Solo es posible aprehender, siquiera vagamente, las sensaciones intelectuales de sus efectos rogando hallar más tarde el lenguaje interior con el cual hacerla comprensible, humana… Me temo, querida mía, que lo que llamamos poema no sea otra cosa que la reducción del mundo inefable a lo humano, a un discurso aprehensible humanamente.

Desearía seguir indefinidamente escribiendo para ti de estas materias, pero mis asuntos me reclaman con inmodesta gravedad. Recibirás una carta mía cada mes con más noticias sobre mis consideraciones personales acerca de la poesía y el acto creador. Aúno esfuerzos por marchar contra el destino y poder reunirme contigo a fines de año, definitivamente, pues a veces me acechan temores de negros augurios. Sabes que guardo en mí, idéntico, el ímpetu de Alfeo.

Tuyo, beso tus manos por siempre,

Loris Melikow


Jeronimo Alayón Gómez: Poeta, narrador y ensayista. Editor independiente y corrector textual – https://jeronimo-alayon.com.ve/

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