La plenitud de la dieta fundamentada en carbohidratos y de ilusión revolucionaria ha dado paso a la belleza de la mujer venezolana dibujada en su esbeltez en tiempos de escasez. Se acabó la harina, el azúcar, la pasta y el arroz que nos estaba volviendo obesos por no saber comer de otra forma. Los únicos que parecen engordar sin límites, son gobierno. Porque el resto no logra los tres golpes… un sueldo de profesor titular universitario alcanza para una lata de atún diaria. Hay que tener dólares para comer en Venezuela. Los ricos compran bachaqueado y no les falta nada; los pobres se deshacen hasta de los hijos porque no tienen qué darles de comer. Según Cecodap, en el área metropolitana, en el 67% de los hogares no hay suficiente comida para todos los días ni para todos los miembros de la familia. Cada día decenas de mujeres contactan a Proadopción para pedir ayuda para colocar a sus hijos en adopción en familias sustitutas. La red de Casas Don Bosco atiende de 7 a 12 niños en situación de calle por día. La familia venezolana se descompone por hambre.
Y así, con ese hueco en el estómago, llegamos al 12 de enero del 2017, a coger carretera por hacernos de país, más allá de Caracas… Al borde de la carretera, de ambos lados, hay una mayoría de negocios cerrados. Aquello de la pequeña empresa popular de siempre vendiendo cachapas y arepas, chicharrón, agua e’coco o queso de mano, el tarantín con naiboa o casabe, café o cacao, mandarinas o mangos, el bailoteo de las panelitas de San Joaquín, se acabó. No sólo por el miedo que tienen los conductores a detenerse y exponerse al asalto, sino porque quedan muy pocos ofreciendo su mercancía local y artesanal. Y quedan pocos a sabiendas de que la gente que pasa no tiene efectivo y los que venden al borde de las carreteras no tienen “punto de venta” -la maquinita con conexión con el banco donde pasar y acreditar la tarjeta de débito-.
En las alcabalas los guardias tampoco salen de las garitas, porque si la gente que pasa no tiene efectivo, se acabó el “control”. Ellos tampoco tienen “punto”. Sin embargo, son ellos los que menos preocupan, es muy probable que estén ya esmerados por hacerse del “punto”, tratando de lograr esa “mejora laboral” acorde con las nuevas circunstancias del misterio de los nuevos billetes.
El lenguaje de los signos que cambian con los días en Venezuela, se aprende también rápido. El cartel que dice “hay punto” señala los comercios que encontraron la manera de sobrevivir. Tan simple como que el que no tiene “punto” tiene que cerrar, esa es ahora la norma. Hay que concederle al gobierno venezolano la virtud de mantenernos entretenidos, si no es por el arroz es por el efectivo, si no la gasolina o la amenaza de armar a los barrios o de instalar un sistema de delación de “patriotas cooperantes” por parroquias. Un show que pareciera no tener fin. La lucha continúa.
A un lado de la carretera, unos manganzones apostados venden pasta de diente, en cajas de aspecto raro, de cartón marrón reciclado y colores remotos.
Insisten las vendedoras de café, enfundadas en lycras atigradas o de motivos planetarios, escote y melena al viento, a 300 el vasito, y con 200 llenas el tanque de gasolina que en Venezuela, cuesta cien veces menos que el agua. El viaje por la carretera sucede con pocos sobresaltos, hay menos motos porque aunque la gasolina la regalan, no se consiguen los repuestos.
En Barinitas debe haber un banco con cajero, y te detienes por 600 bolívares más, que es a lo que puedes aspirar por retiro, y descubres el montón de motos agolpadas en las puertas del banco, los hombres que llevan a sus mujeres atrás con su bolsita de verduras, y las mujeres sin macho en la casa y que las lleve, conductoras de todas las edades, bella la mujer venezolana, valiente y motorizada.
Mientras más lejos de Caracas, se siente más vitalidad en la gente en las calles de los poblados del interior. La sensación general es de urgencia por estado de sitio: los “buenos” pueden intentarlo todo de día, apostando a pasar desapercibidos y salir ilesos, porque la noche es de los “malos” y sin la luz del sol, los “buenos” que insisten en resolver, no tienen derecho a circular. De suerte que hay que hacerlo todo rapidito antes de que caiga la noche. Porque en la noche, la mayoría no tenemos vida.
Y si te sucede perderte con la piel blanca y te detienes a preguntar la dirección en medio de las rutas sin avisos de Cojedes, el lugareño, con la curiosidad con la que se mira a un extranjero, sorprendido de tu lengua venezolana, te indica el camino, apiadado. Una tierna piedad que te hace sentir de los últimos mohicanos, extranjero en tu tierra.
Carne en vara y hay punto, a la hora del almuerzo, es lo mejor que te puede pasar. Poca clientela, atención con esmero, el mesonero de muchos años y dulce sonrisa se te acerca en el acto, te ofrece todos los manjares de lo mejor de la cocina llanera, él apuesta a que hay futuro, a que vale la pena insistir, a que no vamos a cerrar el negocio todavía… el último, que apague la luz.
Seguiremos informando…