Es un día soleado que recuerda el verano. Los árboles en las calles de Greenpoint y Williamsburg, en Brooklyn, mantienen todo su verdor y solo unas pocas hojas rojas o amarillas anuncian el otoño. El lugar en el cual nos ha citado Carlos Hernández, el ingeniero de sonido del podcast Neoyorquinos, es casi invisible.
Face Records, leemos en un pequeño letrero cerca de la entrada. Está cerrado todavía. Desde la puerta de vidrio divisamos algunas cajas que ocultan la vista hacia su interior. Observamos nuestro entorno. Pequeñas tiendas de antaño luchan todavía contra la gentrificación de otras, más modernas, más acordes con los gustos “hipsters”. Esa mezcla tiene una magia especial. Finalmente, un señor japonés abre la tienda y pone frente a la puerta un cartel que indica «Buy, Sell, Trade Records». Las cajas desaparecen y, al entrar, nos acogen estantes repletos de discos de vinilo. En las paredes hay algunos que deben ser verdaderas joyas para los coleccionistas ya que sus precios nos parecen hiperbólicos.
Carlos Hernández llega en bicicleta. La sonrisa pocas veces desaparece de su rostro y dos hoyuelos contribuyen a imprimirle un aire alegre de niño travieso. Antes de empezar la entrevista lo observamos mientras se sumerge entre los discos de vinilo. Sus ojos se iluminan cuando saca alguno que le interesa particularmente. Es tanta la pasión de la búsqueda que pareciera haberse olvidado del mundo a su alrededor.
“Este lugar es el único, o sin duda uno de los poquísimos, especializado en discos japoneses de los años ‘70 y ’80. Es una réplica de la tienda que existe en Tokio y yo soy un apasionado de este género musical. Muchas de las canciones y discos que hay aquí los conozco, pero no los tengo en vinilo y, como soy coleccionista de vinilos, me encanta buscar algo nuevo y poco a poco ir ampliando mi biblioteca. A veces paso mucho tiempo en estas tiendas. Escucho la música que ponen los vendedores, y cuando alguna me gusta, les pregunto detalles. Generalmente son abiertos, gentiles y dispuestos a charlar. En estas tiendas transcurro siempre momentos muy gratos”.
Carlos Hernández fue el encargado de darle voz a la Nueva York de Neoyorquinos, un podcast en el cual esta ciudad es la gran protagonista. Sus sonidos, colores, olores cambian de una calle a otra. Cada vecindario tiene una personalidad diferente y una voz particular. Nueva York es una ciudad de las mil caras y son caras auténticas, no máscaras. No se han diluido en versiones aptas para turistas. Lejos de ser una nueva Disneyland, Nueva York es real, honesta, en su diversidad.
“Lo más difícil de mi trabajo para el podcast fue justamente la búsqueda de los sonidos. Nueva York es una ciudad con mucha personalidad y yo tenía la responsabilidad de reflejar el ambiente específico de cada rincón escogido por los entrevistados. No hubiera sido posible utilizar el mismo viento, un igual ruido del agua, y mucho menos el ambiente en el cual se mezclan las músicas, los idiomas, los tonos de las voces. Permitir, a través de los sonidos, que también alguien que nunca ha estado en Nueva York pudiera imaginar ese lugar, es apasionante, pero requiere de tiempo y, cuando hay fechas de entrega, se vuelve complicado. Trabajas sin descanso. Día y noche sin parar. Para mí no es algo nuevo. Pero… -continúa riendo- para mi pareja es un poco más difícil de entender porque ella tiene otros ritmos”.
Carlos aprendió a escuchar Nueva York desde niño.
“Tenía 9 – 10 años y salía con un walkman para grabar los sonidos de la ciudad. Más tarde lo hacía con un minidisk que tenía un micrófono incorporado. Yo me ponía el micrófono y grababa los diversos sonidos. En el metro o en la estación del Grand Central, un espacio que me apasiona porque en cuanto entras el sonido cambia, se vuelve grande, no sé, es imposible describirlo con palabras. Otro de los lugares que más me gustaba era Chinatown. Allí iba a veces con mi mamá y una amiga suya ecuatoriana casada con un chino quien había aprendido el idioma y la cultura de ese país y nos llevaba a unos lugares que nunca hubiéramos conocido sin su ayuda. Me fascinaba comer allí, escuchar esa algarabía de voces incomprensibles, el ruido de los juguetes que llenaban los estantes. También me emocionaba grabar los truenos. Durante las tormentas abría un poco la ventana y esperaba el trueno para grabarlo. Lo hacía para mi, para el placer de escuchar más tarde mis grabaciones”.
Hijo de hondureños inmigrantes, Carlos, al igual que su hermano y su hermana, nació y creció en Brooklyn. Cada año, durante las vacaciones, iba a visitar a su familia en Honduras. La pasión por la música nació tras escuchar el órgano de la iglesia en la cual, cada domingo, lo llevaban sus padres. Allí empezó también su curiosidad por las grabaciones.
“Durante las misas me aburría. Sin embargo, me fascinaban el órgano, los micrófonos, me preguntaba cómo funcionaba todo el aparato de sonido. Muchas veces iba con mi padre quien hacía trabajos de reparación en las iglesias y en esas ocasiones me acercaba al órgano, trataba de entender las consolas de sonido que, con todos esos botones y colores me parecían objetos maravillosos. Durante las misas muchas veces venía también un señor quien tocaba la guitarra y entonces le pedí a mi madre que me dejara tomar clases con él. Y así empecé. Aprendí poco a poco la guitarra, luego hubiera querido una batería y, si bien mi madre no me lo haya permitido asustada por el ruido excesivo, iba a casa de un amigo puertorriqueño quien sí tenía una batería y tomaba clases. Él me explicaba lo que había aprendido y luego empezábamos a tocar juntos. Formamos un grupo y, si bien yo también participaba como músico, lo que más me gustaba era la parte técnica. Lograr una buena grabación era muy difícil porque nunca teníamos suficiente dinero y, además, para ser sincero, no éramos tan buenos como hubiéramos querido. De todas formas, decidí crear un equipo de grabación para lograr algo mejor y fui comprando de a poco los instrumentos necesarios. Logré así montar un pequeño estudio de sonido. Al finalizar la escuela ingresé en el Institute of Audio Research, de la Pace University, uno de los pocos institutos que, en esa época, permitía aprender el aspecto técnico de las grabaciones. Al finalizar empecé a trabajar para un estudio de grabación muy grande y hace 11 años abrí el mío, Russell Street Recordings”.
En este momento está dedicado a crear unos audios para el museo Guggenheim.
“Desde hace un par de años realizo algunos proyectos para el Guggenheim. Ahora estoy trabajando en el audio que acompañará a los visitantes en la próxima exposición de Gillian Wearing que se inaugurará en noviembre. También trabajo con algunas iglesias grabando los grupos de góspel. Es una música que me encanta y entre ellos hay unos cantantes increíbles”.
Inquieto, curioso, Carlos Hernández ha viajado a lugares diferentes y en varios de ellos se ha quedado a vivir meses o años.
“Pero siempre vuelvo a Nueva York. Definitivamente esta es mi ciudad, es el lugar en el cual quiero vivir. Tras viajar a tantos países me he dado cuenta de que Nueva York encierra el mundo, que estando aquí puedes conocer los lugares más remotos de la tierra con solo montarte en el metro y salir a un vecindario diferente. Son como pequeños enclaves que siguen manteniendo su cultura, su música, los olores que emanan sus cocinas. Nueva York permite a cualquier persona seguir siendo sí misma. Quienes nacimos aquí o nos criamos aquí estamos acostumbrados a esa mezcla y la apreciamos. Otro aspecto de la ciudad que me gusta mucho es su capacidad de cambiar. No te aburre nunca”.
Carlos queda un rato pensativo y luego sonriendo agrega:
“Hay espacios, restaurantes, bares que quisiera que permanecieran siempre iguales. Cuando veo que ya no están me duele, pero luego otra vez me entra la curiosidad y voy a descubrir el local nuevo que ha sustituido el viejo. Y muchas veces descubro que me gusta”.