En Venezuela la percepción de lo que pasa o en lo que nos hemos convertido, que no es lo mismo, pero es igual, sucede a golpes, como estallidos de una visión que se desvanece antes de que podamos descifrarla. En todos los aspectos de la vida y la muerte de lo que somos. Vamos de una cosa a otra a zarpazos. Los motorizados son los dueños de las calles vacías, sin placas en su mayoría y de a dos, circulan libres y orondos. Las camionetas blindadas andan también sin angustias. Y los demás, tratan de pasar agachados. La basura ha llegado hasta las páginas del New York Times, no hay mucho más que decir de la que se ve en algunas calles, toda la basura del mundo. Algunas calles, porque la autopista que sube desde el aeropuerto está muy limpia, como nunca. No vaya ningún invitado internacional a decir que andamos sucios por la vida mientras nos salvamos de la muerte. Sin basura y pocos carros, se llega rápido a cualquier destino, en general, parece un sueño, una maravilla. Sin colas sino de gente en los supermercados o frente a los camiones que ofrecen algo de comida.
La ciudad se mueve a otra velocidad, entre suspendida y apuradita, antes de que llegue la noche, y se enciendan las luces que iluminan solo hasta Chacaíto. De allí en adelante la autopista como boca de lobo, nos recuerda que disentir tiene su precio, el Este obtuvo su merecido, y los carros se arriman al canal de extrema derecha para evitar las luces de los cuatro carros que pasan en sentido contrario, por no terminar de enceguecer… No aclares que oscurece, en el país de los ciegos, el tuerto es rey. Y la extrema derecha es siempre peligrosa.
¿Quién iba a decir que la peluquería iba a estar tan vacía un 30 de diciembre? ¡Si aquí es primero muerta que mamarracha! Pues vacía, pero esperas horas para que te atiendan, como si estuviera llena, las clientas aparecen de la nada silenciosa. Un misterio entre los tantos que nos van cambiando los días sin entendimiento posible, los malos que son los que pueden, ahora son los buenos; lo mucho ahora no alcanza; lo que queda claro es lo oscuro; dura mucho, pero pasa rápido; breve pero no por eso menos contundente, cada sospecha un cambio de señas, un nuevo país cada vez que amanece, sin que dé tiempo de descubrir, acostumbrarse o entrenarse… Tiempos de vértigo, es seguro que es inseguro. Las ocho de la noche de un sábado antes de navidad se viven como si fuera un miércoles de agosto a las tres de la mañana. Tiempos de miedo y recogimiento. Cuesta verle las nalgas a María Lionza porque han crecido mucho las matas a su alrededor, ¿o será que tiene algo que esconder? Hay una columna blanca a un lado de la autopista, con un animal montado al tope, que parece una cabra, ¿o será un toro? Como si hubiera estado ahí toda la vida, ¿quién le da o quita la razón? ¿quién la puso allí y por qué? ¿quién le dio el permiso? Fuera de escala y memoria, pero dicen los que por ahí pasan sin derecho a que les expliquen, que es santería. No se sabe de dónde, desde cuándo ni hasta cuando, no se sabe, hay gente que va de blanco fanático de pies a cabeza, también como si nada.
En el aeropuerto de Maiquetía el país muestra su doloroso desacato. Los primeros días de enero, se acabó la navidad en familia, las parejas jóvenes se van con sus hijos pequeños, tratando de abreviar la despedida porque lo que dejan es más de la cuenta, más de lo que se quiere dejar de ver, el rostro de la Venezuela que se queda, los abuelos que caminan cabizbajos de regreso al estacionamiento, derraman tristeza al paso. Pero al mal paso, darle prisa, hay que subir a Caracas antes de que anochezca y sin la gente que más quieres. El duelo del país que emigra, se ve clarito en el estacionamiento del aeropuerto internacional de Maiquetía.
La gente que se queda con cada vez menos que perder, resignados a que otros pocos, distintos a los de antes, se hacen de lo que quieren, aunque sea ajeno y sin entregar cuentas. No hay pasaportes a menos que tengas dólares. No hay aceite, ni carne ni pollo, mucho menos pernil o nueces, ni otros lujos como antibióticos o champú, a menos que tengas dólares, tu sueldo de muchos bolívares compra poco y establece una nueva medida que te deja sin valor. El cajero sólo te da diez mil por día, aunque tengas y quieras más y sea fruto de tu sudor. Con eso puedes comprar diez cigarrillos al detal, sin contar los 200 bolívares más que cuesta que te lo enciendan en el kiosco con yesquero… la gente fuma menos, otra ventaja. Todo tiene su lado bueno, muy práctico que todo el mundo ahora tiene punto de venta, y te atracan en el carrito por puesto con maquinita para que pases la tarjeta de débito, de crédito no sirve, ya nadie se endeuda porque se vive como si ya lo debiera todo sin tener con qué pagar, una deuda que no tiene matemática que la explique y que estamos pagando todos sin perdón.
Por eso no hubo cohetes en navidad ni año nuevo, los perros durmieron tranquilos, porque tampoco se escuchó el cacerolazo. Pareciera que ya nadie está para más de lo mismo, y ahora es cuando vienen elecciones sin que podamos elegir. Pero aún hay quien camina por la avenida Miranda y los que cruzan frente a los carros de un lado a otro, desnuda su bondad e indefensión, son gente buena de este valle que son más. Gente buena que vive castigada sin saber cuál fue su error, ni en qué se equivocaron, resiste.
Llevando un peso en las espaldas, se escucha el sonido de los pies que se arrastran en el mercado, mucha gente va encorvada, en Caracas ahora se camina más lento. La culpa de haber nacido en el Paraíso, le tuerce el rumbo al destino, sin remedos ni aviso, se nubla la mirada a pesar del azul cobalto, y las moscas se multiplican y andan de su cuenta. También hay más mariposas. Y los maniquíes tienen más tetas y culos enormes. Las vitrinas están llenas de cosas baratas muy costosas. En las librerías hay tan pocos libros, sobrevive algún Mariano Picón Salas olvidado entre libros para colorear y se encuentra un Federico Vega que insiste, y José Balza se defiende de estudios locales de sociólogos desconocidos, y unos discos de Mirtha Pérez… se extienden náufragos, de fachada sobre los estantes, como sobrevivientes de una tragedia natural de la que no logran reponerse.
Los amigos que leen se quejan cuando se reúnen en las casas temprano, mejor almuerzo que cena. Los que hacen teatro salen de noche… ¿será que ellos saben que a los artistas los ataca menos la criminalidad? … ¿porque no tienen nada que robarles o por respeto al arte? A conveniencia de partes, queda todo el mundo mejor si decimos que es por amor al arte: los malandros con corazón en el pecho y los artistas con el reconocimiento por el que tanto trabajan. Y todo el mundo contento. Así es que funcionan las buenas explicaciones. Como caraotas en aeroplano. Como en las colas en que la gente se queja y protesta, pero se ríe también. Aunque todo el mundo sabe que hay gente comiendo de la basura y los recién nacidos se están muriendo… De todas maneras, los que se han ido de este mundo, no se han ido de las vidas de la gente que los quiso. Y así mismito pasa con el país que, aunque ya no es, sigue siendo en el alma y esmeros de los que lo quieren. Y así nos aferramos a una idea de futuro que es pasado, para poder seguir amando lo que ya no está. La Venezuela que sigue imprevisible y desigual, sigue siendo la de Panchito Mandefuá…
… “el muy granuja encerraba como en una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas en aeroplano…”. (José Rafael Pocaterra)