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¡Carajo!

La palabra carajo es de origen incierto, por lo menos así lo refiere el Diccionario de la Real Academia Española. La teoría más difundida y aceptada sobre su origen es que se remonta probablemente a la tardía Edad Media, y estaba circunscrita a la jerga de los marineros. Se refería exactamente a la cesta que se encontraba en la cima del mástil central de los barcos, y solo se usaba en catalán, gallego y portugués.

Subir al carajo era una tarea ardua y riesgosa, de donde debió derivarse la expresión «esto está más difícil que el carajo». Por este mismo motivo era un lugar ideal para el castigo, no solo por el ascenso complicado, sino porque, además, era el sitio más remoto e inestable del barco, razón por la cual cuando un marinero merecía ser castigado se le gritaba: «¡Vete al carajo!», y el inculpado mascullaría antes de subir, y mirando a las alturas: «¡Qué carajo!». No sería exagerado pensar que más tarde, en un sentido figurado, los marineros con muchísima frecuencia mandaban al carajo a sus más fastidiosos compañeros.

¡Claro! Todo el que subía bajaba un día, y entonces se decía que «venía del carajo», y más tarde alguien hizo el tropo «venir de más lejos que el carajo» para referirse a una distancia realmente muy grande. Pero no se crea usted que todos los barcos tenían carajos del mismo tamaño, pues era frecuente que los barcos de gran calado tuvieran carajos realmente grandes, y que alguien exclamara mirando semejante cosa: «¡Qué gran carajo!».

Imagino que alguna vez una borrasca sorprendió al mástil central con sus velas izadas y desplegadas, especialmente esa vela cuadrada llamada caraja, con lo cual es probable que el mástil se partiera y viniese el carajo a dar contra la cubierta, lo que debió ser un carajazo realmente impresionante. Y también, cuando navegar en altamar entrañaba el riesgo de naves enemigas y piratas al acecho, era factible que alguien, ante la imagen difusa entre brumas de un bajel próximo, gritara «¡carajo!», con la intención de que el oficial de guardia trepara raudo hasta el tope del mástil, por lo que no sería de extrañar que también y por analogía se llamara carajo a dicho oficial. Y hasta es factible que el carajillo español, es decir, el café con coñac, deviniera en metáfora por el parecido entre el vaso y el carajo, y los sinuosos efectos que en el equilibrio produce tal bebida, con lo que tomarse un carajillo era lo más parecido a «estar del carajo».

Misterio inescrutable será tratar de deducir cómo el carajo trastrocó su significado en el término carajito para referirse a los párvulos, a veces un tanto intranquilos o inmaduros, y cómo pasó a convertirse en algunos países hispanoparlantes en metáfora fálica, aunque si vemos en alguna pintura aquellas carabelas de Colón atracadas en costas centroamericanas, con las velas arriadas, no será difícil entender la metáfora.

En fin, esta palabra, tan curiosa como misteriosa en su etimología, no solo es una de las palabras más utilizadas en la lengua española, sino que, a pesar de haber abandonado ya sus predios marinos iniciales para venir al territorio menos engalanado de las vulgaridades, es una de esas palabras que se amarran entrañablemente a la identidad de la lengua española y de quien la habla. Así que la próxima vez que quiera mandar al carajo a alguien, imagine usted las posibles inclemencias que un antepasado suyo quizás sufrió montado en el carajo.

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