Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Caracas: el lugar de todos los recuerdos

Recuperar la Caracas de infancia es para mí una labor de arqueología donde esgrafiados, bajorrelieves, rótulos de tiendas y avisos luminosos se constituyen en los restos de un panorama fragmentado, que la memoria adulta reconstruye pero sin perder el asombro ante cada fósil rescatado a los escombros de una contemporaneidad en ruinas.

Sobrevivientes del crecimiento anárquico y aniquilador, las edificaciones erigidas en la década del cincuenta, que de Los Chaguaramos a Las Acacias y Los Rosales aún ajardinan con sus nombres mis recuerdos, son retazos de ese paisaje especular donde vuelvo a verme reflejado, de la mano de mi madre y vistiendo el uniforme gris, blanco y azul del colegio San Pedro. Ello, mientras cruzamos el puente sobre la autopista Francisco Fajardo a la altura de Santa Mónica, yendo de la Avenida Victoria al Paseo los Próceres, o caminando por la Avenida Roosevelt hacia la plaza Tiuna, en un trayecto que conformaría el tiempo de la educación primaria, ubicado entre dos estadías en el barrio gótico barcelonés.

La sobriedad del trazado medieval, en la sitiada “Rosa de fuego” del franquismo, se superpuso así con su lengua y su historia, al caótico escándalo de la exuberante “Capital del cielo”, generando en mí un choque donde los opuestos convergían en tanto iba descubriendo puntos de la topografía urbana caraqueña. Una topografía, puesta a espejear la que conformó el sustrato de mis primeros años, vividos entre la Catedral y la iglesia de Santa María del Mar, y recuperada con la colonia catalana establecida a los pies de la Sultana del Ávila.

Pero llegar al Centro Catalán, ubicado en Los Palos Grandes muy cerca de ese mismo Ávila, implicaba entonces cruzar gran parte de la ciudad hasta una zona demasiado verde, demasiado salvaje en el ordenamiento vecinal de mis recuerdos. Prefería más bien ir a la Hermandad Gallega, en la subida de Maripérez, a donde accedía por un bolívar gracias al por puesto Cementerio-Carmelitas, cuando me aventuraba hasta aquellos predios con la bolsa de deporte, y el almuerzo cuidadosamente preparado por mi madre, en las mismas fiambreras metálicas con que mi abuela me había aplacado el hambre, durante las tardes de meriendas barcelonesas. Unas tardes pasadas con el abuelo entre el mamut de piedra y la glorieta modernista del parque de la Ciudadela, cuando mi única referencia del país que me vio nacer, era la bandera ondeando con sus siete estrellas, en lo alto de un mástil del parque de atracciones del Montjuïch catalán.

Por eso, cada uno de los edificios de entonces es, en mi caso, un islote evocador, sobreviviente a la degradación de aquellos barrios y a la especulación inmobiliaria que, a pesar de las rejas, los cristales oscuros, las puertas metálicas, los intercomunicadores y los cables electrificados, conserva aún hoy dos querubines en un ángulo de la fachada, una ninfa emergiendo de las aguas sobre un alféizar o una concha marina coronando una balaustrada. Imágenes puestas a devolverme a la época cuando constructores italianos y españoles soñaban una arquitectura complementaria al proyecto de modernidad, que visionarios como Carlos Raúl Villanueva y Luís Roche planificaron para Caracas.

En mi imaginario, tales referentes contribuyen a mantener vivos episodios de infancia que de otro modo se habrían perdido en la nebulosa del tiempo. El salón de belleza Excélsior, por ejemplo, todavía hoy en los bajos de un edificio de la Avenida Universidad, donde mi madre se arreglaba el cabello mientras yo la aguardaría sentado en el murito junto a la entrada. Suspendido yo literalmente entre dos estadios: el del suelo, que se me antojaba muy lejano, y el del sueño, que el calor siempre espeso de la tarde llevaba a mi cuerpo hacia un sopor de los sentidos donde me abstraía embelesado ―“la espera es un encantamiento” dice Barthes― viendo a la gente pasar, y a las señoras inmóviles bajo los secadores haciendo cadeneta o leyendo una revista de modas.

Igualmente rescatable, es el automercado firmemente emplazado aún en los bajos de mi edificio: el Paterdam de la Avenida Victoria ―vine al mundo en la clínica del mismo nombre― donde compraba una lata de Toddy y cien gramos de jamón cocido para aquellas otras meriendas. O el aviso de los chocolates Savoy que iluminó, con sabor venezolano, mis primeros asombros al llegar a los seis años a Caracas, desde una ciudad donde la luz solo había alumbrado los congresos eucarísticos del fascismo y las misas masivas del padre Peyton.

Al arribar la propiedad horizontal a aquellos barrios, a principios de los años setenta, que muchos vecinos nuestros no aceptaron, prefiriendo más bien mudarse a las recién construidas urbanizaciones por El Cafetal y El Marqués, mi familia decidió volver a Barcelona. A nuestro regreso, hacia mediados de esa misma década, fundamos casa en La Trinidad, quedando aquella zona de la ciudad cristalizada en un apartado de mi memoria, pues no volví a ella hasta 35 años después.

Mucho ha cambiado Caracas en tanto tiempo, pero al recorrer nuevamente las calles y avenidas, donde las ideas confusas que me exaltaban, como a Marcel cuando lo dejaban ir solo por el lado de Méséglise la Vineuse, “no lograban el descanso de la claridad, porque preferían a un lento y difícil aclararse, el placer de una derivación más cómoda hacia un escape inmediato”, recupero a ese niño que fui y quedó detenido en aquella ciudad, cual lugar donde convergen todos mis recuerdos.

Han tenido que pasar pues más de tres décadas, dos de las cuales he visto desintegrarse errando por las calles de Manhattan, para recobrar, gracias al remanente todavía en pie de la Caracas Cuatricentenaria, la infancia que se esfumó hace tanto pero permanece indeleblemente impresa en mi memoria.

Hey you,
¿nos brindas un café?