“Algunos dicen ver las llamas al bailar
y es que Caracas
sí que se quema de verdad»
Autopista sur
Mi abuela paterna, María de los Ángeles Martínez, nació en 1943, en el Barrio Gótico de Barcelona, España. Llegó a Venezuela a los 4 años de edad, a bordo del Marqués de Comillas (después de un mes de trayecto), tras una estadía exploratoria de mi bisabuelo, Florencio Martínez (originario de Santander, en la región de Cantabria), exiliado de España tras haber hecho frente al franquismo en las líneas republicanas. Junto a su hermano Julio llegaron a Venezuela en busca de una tierra de prosperidad económica y paz social, y para sobrevivir hicieron de todo: una fábrica de colchones, otra de fichas de dominó y quién sabe qué otras cosas, hasta que tuvo capital suficiente para hacerse prestamista. En los primeros años que siguieron a su llegada, mi bisabuelo se instaló con mi abuela y su esposa Monserrat (a quien a diez años de su muerte le dedicó un bello poema de amor que a todos nos hacía llorar, aunque nunca fue a la escuela y mucho menos a la universidad) en uno de los primeros edificios de El Paraíso, que, como cuenta mi abuela, era una zona llena de inmigrantes italianos en la década del 40. Buscaban el sueño venezolano.
Mi abuelo paterno, Carmelo Chillida, nació en 1932 en Madrid. Llegó a Venezuela con sus padres, Modesto y Encarnita, a los 17. Estudió Economía y Contaduría en la Universidad Central de Venezuela. Era un hombre disciplinado, que todos los días le dedicaba un tiempo de escritura a su tesis, a sus labores administrativas y docentes en la Universidad, de la que llegó a ser Vicerrector administrativo entre 1980 y 1984. Fue el primero en decirme la importancia de conocer la Historia Venezolana, para lo que me regaló 10 tomos de la Fundación Polar divididos por temas. Y él, a pesar de ser también español, vivía esa Historia con intensidad. Un día, caminando por las calles de Chacao, me habló del padre Mohedano (como se llama una de las avenidas del municipio), el primer hombre en sembrar café en Caracas. Quién sabe qué estaría pensando sobre eso, la actividad económica más grande que hubo en el período de país agroexportador, pre-petrolero. El caso es que con el correr de los años me enteré de que ayudaba económicamente a Teodoro Petkoff y su partido, el MAS (Movimiento al Socialismo). Habría complicidad de economistas.
Mi abuela materna, Carmen Arreaza, nació en 1942 en un pueblo del Estado Guárico, El Sombrero, donde su padre era director de escuela, pero al año se mudaron a otro pueblo, San Juan de los Morros, en el llano, sobre el que siempre tiene una historia interesante y casi mágica, y del que recuerda a sus habitantes aunque partió definitivamente a Caracas a los 20 años, cuando se casó con mi abuelo paterno, Francisco Pérez Perdomo. Vivió con él y su familia, en una casa de Mariperez, donde concibió y crió a mi madre, Milena, y se graduó de Nutricionista en la UCV, profesión que ejerció a lo largo de su vida en el Hospital Militar de Caracas. Siempre es interesante oírla hablar del funcionamiento masivo del hospital, que todavía recuerda con precisión matemática (y esto es literal). Eso me hace pensar en la funcionalidad de los diversos servicios e instituciones de un país que fue Venezuela.
Mi abuelo materno nació en 1929 en un lejano pueblo andino del Estado Trujillo, San Miguel, del que al poco tiempo se lo llevaron en burro a Boconó. A los 18 años se fue a Caracas, donde vivió con su padre y un hermano mayor, Rafael, junto al que se licenció en Derecho en la UCV, mientras vivían en una pensión del centro fundacional. Con ese título se fue a San Juan de los Morros, donde conoció a mi abuela, a ejercer como Procurador del Estado. Pero finalmente se rendiría a la inevitable vocación por la Letras (carrera que estudió en la misma Universidad, pero no llegó a terminar) pasando a formar parte de los grupos Sardio, El Techo de la Ballena y La República del Este, de la manera tan personal en que lo hizo.
Si bien pasé buena parte de mi vida con mis padres, mis abuelos dejaron una profunda huella en mi formación vital, en mi persona, que no puede separarse del ser caraqueño. Esa mezcla de temperamentos, climas, acentos, circunstancias, todas unidas por profundos sentimientos de amor y solidaridad que se hacían más explícitos durante las fiestas y encuentros, esa fue la estructura socio-familiar, caraqueñísima, de mi infancia. Y toda esta historia me lleva al lugar donde comienza mi historia y se acaba la de mis abuelos. La casa de mis padres.
Desde el apartamento 4-B del edificio Vista Ávila, ubicado en lo más alto de Colinas de Bello Monte, se divisaba y sentía todo el valle de Caracas. Su esplendor extrovertido y su niebla introvertida. Sus altas torres empresariales y sus inmensas barriadas. Sus terrenos baldíos, llenos de follaje, y sus extensas urbanizaciones. Y el Ávila, siempre el Ávila como una gran ola que se cierne sobre el valle y sobrevive a sus habitantes.
En esa casa de mi infancia, una llamada telefónica de mi abuelo paterno alertó a mi padre en la madrugada del 4 de febrero de 1992 que un grupo de militares daban un golpe de Estado. Era, después de décadas de tensa paz, la primera ruptura grave del orden constitucional padecida por la regeneración política narrada en páginas anteriores. Un grupo de militares sublevados, liderados por el comandante Hugo Rafael Chávez Frías, intentaron derrocar al gobierno de Carlos Andrés Pérez tomando el Palacio de Miraflores con tanques de guerra, y otros puntos estratégicos. Una frase suya, dicha en vivo y directo por televisión nacional, anunciado su rendición a sus compañeros de golpe, ubicados en el Regimiento de Paracaidistas de Aragua y en la Brigada Blindada de Valencia, quedaría resonando en las cabezas y corazones de los venezolanos: “Lamentablemente, por ahora, no fueron logrados los objetivos en la ciudad capital” .
Sin duda, se llegó a esa situación como resultado de la indignación que causó entre un gran sector de la sociedad civil, pero especialmente en el ejército, haber asesinado a cientos o miles de personas (difícil saber pues cada quien tiene una cifra en base a intereses políticos) durante los días que sucedieron al 27 de Febrero de 1989, conocidos como El Caracazo. Por otro lado, estos saqueos no tuvieron nada de inocente ni gratuito. El mismo grupo de militares que se sublevó dos años después, junto a líderes de movimientos políticos radicados en el sector 23 de enero, estuvieron tras la trama de los hechos.
Con 3 meses de nacido, viendo a los aviones sobre el valle de la primavera perpetua, mi padre escribió estas líneas premonitorias:
“Nuestro hijo, de tres meses,
duerme sin saber
que este país se quiebra,
se viene abajo».
Conviene citar extensamente el Diario en Ruinas (1998-2017) de Ana Teresa Torres, pues al narrar el supuesto acto de investidura de Hugo Chávez en 1999, también advierte la pérdida del sentido de institucionalidad y la entrega del poder por parte del sistema político venezolano de entonces. Además, citaré más adelante la línea divisoria que esos mismos años trazaron sobre el cuerpo social.
“Estamos en el Congreso (hoy Asamblea Nacional), Marisabel (entonces esposa de Chávez) va peinada con moño Grace Kelly (seguimos en los 50); el presidente electo, después de haber hecho saludos y morisquetas desde su asiento, recoge las manos en oración cuando terminan las palabras del presidente del Senado, finalmente se levanta para jurar la Constitución y, en vez de pronunciar la fórmula de rigor, dice:
‘Juro delante de Dios, juro delante de la patria, juro delante de mi pueblo que, sobre esta moribunda Constitución, haré cumplir, impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la república nueva tenga una carta magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro.’
El presidente saliente, Rafael Caldera, ya muy deteriorada su salud, parece desvanecerse, se echa hacia atrás y es el coronel Luis Alfonso Dávila, presidente del Congreso y senador por el Polo Patriótico, quien le coloca la banda presidencial. No sabemos si ya Caldera había advertido que no le impondría los signos sacramentales o si Dávila rápidamente comprendió lo que estaba sucediendo. Segunda ruptura del protocolo. Diera la impresión de que algo está saliendo mal en la escena teatral de la transmisión de poder. Me parece ver el asombro en los rostros de algunos viejos senadores que ese día han quedado fuera de juego, no sé por qué recuerdo la expresión de Canache Mata, senador por AD, y pienso, alguien va a hacer algo. Alguien va a decir que el presidente electo no se ha juramentado, no ha jurado la Constitución; por el contrario, ha dicho frente a todo el pueblo de Venezuela que la Constitución por la cual ha sido electo no está vigente y que la que vale es la nueva, que todavía no existe. No ha jurado cumplirla, ha jurado cambiarla. Ha jurado en vano. Pero nada ocurre. Los actos protocolares siguen su curso. Caldera abandona el recinto sin escuchar el discurso de toma de posesión. Tercera ruptura del protocolo.
Me reconforta, cinco años después, leer esto de Colette Capriles (2004): ‘La gran fiesta austiniana: en resumen, para consternación de quienes han podido descifrar el dramático significado del acto, Chávez no es presidente, puesto que no ha cumplido con el acto performativo correspondiente. Es algo parecido a que a alguien le pregunten si acepta a fulanito por esposo, y respondiera: ‘Acepto, pero en el divorcio que empiezo de inmediato me quedo con todo’. Viéndolo apenas puedo creer que eso esté sucediendo.’
En las imágenes es obvio que Caldera tuvo que reprimir su gesto de rechazo ante lo que estaba profiriendo Chávez. Pareció a punto de abandonar el lugar, y una sorpresa glacial debe haberse destilado por las humanidades de los pocos que sí reconocieron el sentido profundo de lo que pasó.
También me reconforta, quince años después, leer a Paula Vásquez Lezama (2014): ‘El joven presidente se atreve así a romper el protocolo de la ceremonia de investidura, pero este desacato no suscita ninguna reacción en los asistentes. Solo el presidente saliente, Rafael Caldera, octogenario enfermo de Parkinson, parece sobresaltarse al escuchar el calificativo, pero su reacción se confunde con los temblores crónicos de su cuerpo enfermo. Poniendo por delante su juventud y su novedad en la escena política, el presidente Chávez se afirma como un ángel salvador venido a fundar un orden nuevo. Con su ausencia de reacción, la clase política venezolana acepta de hecho seguir al presidente en su proyecto de hacer tabla rasa de las instituciones de las que es, sin embargo, el producto, antes que transformarlas mediante el debate público.’
La nación, con sus instituciones y sus poderes, calló (y cayó) aquel 2 de febrero de 1999. Probablemente porque ‘pervertir la norma –sigue Capriles– es un modo de conexión con la Venezuela profunda’. Y probablemente también, si alguien hubiera hecho un problema de aquel acto de falso juramento, o mejor dicho, de no juramento, habría sido descalificado de inmediato. ¿Ponerse con leguleyerías cuando la patria está renaciendo? Pero ocurre que he sido entrenada como psicoanalista a valorar lo que el lenguaje dice cuando no dice, y eso que Hugo Chávez no dijo, jurar la Constitución, fue la pieza más elocuente de su discurso. Dijo, al no decir, que le importaban muy poco las instituciones y las leyes, y que a partir de ahora el país se regiría por su voluntad. Y así fue desde el primer momento. Ese mismo día firmó un decreto llamando a un referéndum para convocar la Asamblea Constituyente”.
Al mismo tiempo, Chávez, con “un discurso sin matices que condenaba todo lo ocurrido desde el 23 de enero de 1958 hasta el presente”, lo cual produjo que el debate político se hiciera omnipresente en la vida social de esos años, provocó una “radicalidad que habíamos olvidado o que nunca existió en la misma intensidad durante todos estos años”.
Además de este escenario político, de quiebre histórico, el desquiciamiento de valores del que habla Rama había hecho mella en la vida citadina. Quizás haya una imagen de mi propia vida que sintetice en una metáfora ese momento y, como diría Heidegger, cristalice a través de la palabra el ser caraqueño que yo era en ese entonces.
Unos días después del incendio en 2004 de la Torre Este de Parque Central, donde funcionaban oficinas del Gobierno Nacional, del Ministerio de Interior y Justicia, de la Oficina Nacional de Identificación y Extranjería, entre otros, me senté en la Plaza Morelos de Bellas Artes con mi primera noviecita, de la que me había enamorado en un toque punk en la Plaza la Candelaria y que en días de arrebato me enseñó a besar. A un lado el Museo de Bellas Artes, diseñado por Carlos Cruz Diez, y al otro el Museo de Ciencias, que el científico venezolano-alemán Adolf Ernst había fundado anteriormente con otro nombre. Sobre nosotros, de la Torre chamuscada, aún salía humo. Y desde allí la veíamos sentados, con nuestras ropas punk y varios parches que decían a lo Sex Pistols: No futur. O, como La Polla Records: No somos nada. Aunque en ese tiempo no podíamos calibrar bien el peso de esa reacción-moda en la lejanísima Europa (en la que ahora ella vive).
Nada podía ser tan premonitorio como esa escena. Dos personas cuyo amor y futuro estaba de antemano condenado al imposible, en una sociedad regida por una burocracia ineficiente. En una cultura decididamente traicionada por el arribismo.
Y luego comenzó toda la propaganda chavista para obtener el respaldo y voto de los jóvenes. Conciertos de bandas europeas como Ska-p y Manu Chao, otras caribeñas como Cultura profética o Calle 13, la Ruta Nocturna (eventos y conciertos que se hacían a todo lo largo de la Plaza Morelos, en un desenfreno de drogas, alcohol y malandreo) donde se montaban bandas de la escena local, tipo Palmeras Kanibales y muchas otras, conciertos punk, menos estructurados, y luego una escuela de Hip Hop en el sector Longaray de El Valle, llamada “Tiuna, el fuerte”, con gran sentido histórico-político. Y un largo etcétera.
En esa Caracas demencial, de un culto exacerbado a la juventud (tan globalizado) fue en la que nos tocó vivir a quienes ya han pasado los 30 años y a los que estamos llegando a esa edad. Alcanzaba tal punto esa exacerbación y esa manipulación mediática, que en uno de los canales creados por el Estado, Ávila Tv, recordaban a cada rato un slogan vacío y determinista de Salvador Allende: “Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica”.
¿Y qué ha hecho esa “Generación de oro”, como llamaba Chávez a quienes nos criamos e hicimos adultos durante su régimen? Nada: emigrar, quedarse en una Venezuela en ruinas creyendo en los sueños de hace años, o recluirse en el insilio y dar lo mejor de sí mismos (como lo hizo a inicios de siglo XX el poeta de origen cumanés José Antonio Ramos Sucre, quien terminó por suicidarse en un sanatorio de Ginebra).