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Caracas: mito y lenguaje

El chavismo es una mitología nefasta. Por tanto, la Caracas derivada del mismo ha terminado por ser un esperpento, como aquellos que Valle-Inclán vio en los espejos de la calle de Álvarez Gato, en el Madrid de principios del siglo XX. El chavismo es ese espejo deformante ante el cual todos fuimos puestos, a juro. La estética en que Hugo Chávez se fundó fue la del mito, y como decía Roland Barthes en Mitologías, «el mito no oculta nada: su función es la de deformar, no la de hacer desaparecer». Curioso que lo diga un filósofo marxista, precisamente.

El mito no opera sobre la realidad. De ser así, Eurídice habría sido la mujer más amada de la historia. El mito opera sobre la lengua, deformando su sentido hasta hacer que la realidad parezca otra. Es una mascarada del lenguaje. La realidad siempre ha estado allí, y seguirá estando. Las palabras que la representan, en cambio, son el botín del mito. Este debe tomarlas por asalto, ultrajarlas, y del estupro ha de surgir otra forma, vaciada de todo significado previo. Repito, el mito no borra la realidad, la deforma en su reflejo que son las palabras. Por tanto, una vez quebrado el espejo se acabó la fantasía.[1]

La Caracas chavista fue, de golpe, una en que la Navidad se convirtió en victoriosa, un adjetivo que solo remite a la gastada épica belicista del s. XIX. La Navidad de Pacheco[2] fue sustituida, en el lenguaje, por una navidad de guerra. Así pasamos de la leyenda de Pacheco al mito de la Navidad bélica.

Caracas también se convirtió en la ciudad destinataria del amor chavista. Jorge Rodríguez se cansó de profesarle su amor en risibles afiches electorales, a esa misma Caracas que asesinaba el hampa. La Caracas de los anuncios oficialistas solo existe allí, sobre el papel, en su mentira de tinta. Así opera el mito. La real está hecha de sangre derramada, de gritos y de horror, de colas infernales y de miedo.

El mito nos estaciona en un tiempo prefilosófico y precientífico. Es un modo primitivo de explicarse el mundo, un modo refractario a la mayéutica y al método científico. Pero el nuestro no es un mundo primitivo. Vivimos, lo queramos o no, una modernidad gaseosa que nos hace evanescentes. ¿Entonces, por qué apelar al mito? ¿Por qué abusar del tiempo futuro en cada alocución presidencial? Simple: hacernos habitantes de un mundo que no existe más que en el discurso. Hacernos ciudadanos del mito. Solo así seríamos deformables al punto de olvidar nuestra identidad.

¿Acaso ustedes creen que los cubanos viven en Cuba luego de 1959? No, no viven en Cuba. Viven en el mito. En ese mito el son fue deformado hasta ser la Nueva Trova cubana y Martí desfigurado hasta ser un acólito marxista. Otro tanto aconteció en nuestra Caracas chavista, la Cuna del Libertador, a quien se lo afeó con un disfraz de salva patrias comunista. El delirio mítico llegó a profanar la tumba de Bolívar para robarles a las palabras su última dignidad y ponerlas al servicio de una fea mentira: el fratricidio perpetrado desde la oligarquía colombiana.

Pero el mito tiene un límite. Sabemos que los griegos creían que Orfeo había descendido al Hades para rescatar a su amada Eurídice. Hoy no creemos en Orfeo. Es un mito. Es lenguaje. Creerlo sería delirante. Ese es el límite que el chavismo cruzó. Se creyó su mito. Regresó a ese estadio prefilosófico en que la razón aún no cuestiona la realidad. Por eso es una secta, porque olvidó que el mito nunca es arbitrario, sino motivado, que Chávez tuvo sus poderosas razones para instalarnos en una temporalidad mítica. Tal parece que siempre es así. Antes Hitler y sus secuaces se creyeron el mito de la superioridad aria. Y los rusos, el de la nación inexpugnable.

El pasado 16 de julio fuimos espectadores del extremo de esta patología. Nadie fue indiferente ante la desnutrida asistencia de chavistas a su ensayo del fraude constituyente. Pero los dirigentes oficialistas no cesan de construir el mito de la arrolladora popularidad, una popularidad que solo existe en un desteñido discurso.

Un día, no obstante, el espejo se rompe y el mito se acaba. Cuando el lenguaje deja de ser una máscara, solo queda el rostro de la realidad. Y la realidad de nuestra Caracas contemporánea es dolorosa. El tiempo del secuestro toca a su fin y el lenguaje nuevamente será libre de significar, sin manoseos ideológicos. La ciudad mentida en la tinta, ultrajada en sus sentidos, desfigurada hasta doler dejará de ser el mito infame. Entonces renacerá la palabra en toda su limpidez, sin sombras, para nombrar la ciudad con la dignidad que nunca debió perder. Y ese día cada uno deberá recordar que alguna vez fue convertido en mito, en inexistencia, en mentira, y mantener la firme convicción de no olvidar que el horror también se nutre de mitos.


[1] Hay que aclarar que si se aniquila la realidad, no hay mito posible. Y que el chavismo también ha sido eso: exterminio.

[2] Para los que me lean sin conocer quién fue Pacheco, el vendedor de flores, se trató de un personaje real que a principios del s. XX descendía de Galipán, un pueblo en las laderas del cerro Ávila que flanquea por el norte a Caracas, y cuyo advenimiento coincidía con la caída de las temperaturas. Así que decir «llegó Pacheco» era sinónimo de frío, parrandas y Navidad.

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