El ambiente nada pretencioso, digamos que de lo más auténtico que aun sobrevive a los embates de la indetenible gentrificación que golpea el Lower East Side de Manhattan, para bien y para mal, como toda gentrificación que se respete, entre margaritas, tacos y flautas, y una bandita de tres músicos relajados y relajantes, de los que hacen música desde el placer, una mesonera de color de cabello indescifrable que la agraciaba, nos pregunta si somos de los artistas que venimos de la función que acababa de terminar en Abrons. Sí, el mismo Abrons del que he comentado en artículos anteriores, el teatro de mi barrio que no le ofrece nada a mi barrio. Extrañados ante la pregunta ella se justificó explicándonos que la señora de la mesa de al lado estaba esperando a los artistas del teatro y ella se había imaginado que podíamos ser nosotros. Tratando de ayudar, pues, sin que nadie se lo pidiera. Le dijimos a la mesonera que no éramos de Abrons aunque sí artistas de teatro y del barrio, una aseveración cargada de legítimo reclamo. La señora de unos ochenta bastante largos, pero de audición impecable, no dudó entonces en acercarse. Para identificarse nos dijo que ella era la persona que más teatro había visto en el mundo entero, pues ella iba a teatro cada día de su vida. Sucedió, entre los teatreros de mi mesa y la señora, una simpatía inmediata, por razones por demás obvias.
La señora vestía de sweater, chaquetón, pañuelo, y un gorro, todo muy manoseado. Nos preguntó de dónde éramos, de Sri Lanka, Australia y Venezuela… y ella orgullosa de su conocimiento del Caribe, nos mostró las letras bordadas en su gorro que decía “Bonaire”, y nos dijo que también había estado en Curazao.
– ¿Y qué tal son las margaritas?
– Muy ricas.
– ¿Ah, sí… de verdad?
– Sí, se la recomiendo.
– Yo siempre tengo entradas de teatro para compartir. Si quieren tengo dos entradas que me sobran para ir a ver un espectáculo de Womens Project Theater, mañana a las tres de la tarde.
La conversación siguió fluyendo entre qué espectáculos había visto cada quien últimamente, alguna recomendación, mientras la guitarra arreciaba, logramos más o menos comunicar qué hacía cada uno en el teatro, el cantante cada vez más inspirado, y de nuevo, ¿qué tal la margarita?, y a mí me gustó tal o cual obra, salvo el tercer acto, y ¿qué tal las margaritas? … y ¿ninguno ha visto esta otra obra?, y ¿qué tal la margarita?…
En la mesa de más allá, un hombre con lentes oscurísimos a la medianoche, y sombrero de verano en la noche helada, reloj dorado y cara de pocos amigos, disfrutaba de su margarita, sentado solo, mirando hacia la calle. Al momento en que una mesonera le trajo unos tacos, el bar tender le trajo una margarita a una rubia que estaba sentada de espaldas en la barra. Desde la barra, el bar tender señaló al hombre de los lentes. La rubia entonces se levantó y se acercó a la mesa del hombre de mirada escondida, aunque de visión tan asertiva como para haber escogido a quién ofrecerle una margarita esa noche. Luego de intercambiar un par de líneas con él, la rubia lo abrazó a pesar de que a todas luces el hombre le era desconocido, y le dio las gracias por la margarita. Luego del breve abrazo, la rubia volvió a lo suyo en la barra y el desconocido se ocupó de sus tacos. Pensé que era difícil sospechar si aquella margarita regalada, era el preámbulo de más por venir. La rubia estaba de espaldas, el hombre cubierto por sus lentes. La imaginación siempre es libre.
A todas estas, la señora ya había dispuesto su silla de la mesa de al lado, en dirección a nuestra mesa, y nos hablaba sin tregua. Insistió en que anotáramos sus datos, tengo su nombre y apellido, teléfonos, email, por si cualquier día se nos antojaba ir al teatro con ella.
Pensé que su valentía era admirable. Nada parecía detenerla en su esfuerzo por procurarse la compañía que necesitaba. Noté sin embargo dos reacciones entre los amigos que me acompañaban: por un lado, no quisieron seguir la conversación con la señora que ya estaba prácticamente sentada en nuestra mesa, mirándonos fijamente incluso cuando ocurrió el silencio necesario impuesto por la llegada de los burritos y las quesadillas; y por otro lado, consiguió que uno de nosotros, le brindara una margarita. Justamente el primero que le dijo que definitivamente él no iría al teatro, no al día siguiente ni ningún otro día. Me conmovió la riqueza humana que encierra el que cada quien vivió el encuentro con la señora de manera distinta.
Por mi parte, le prometí que le escribiría dándole mis datos y que seguramente un día de estos iríamos juntas al teatro. No había dudas de que era una empedernida y conocedora, y la pasión por el teatro es asunto que junta las almas.
A la salida, sucedió una confusión inesperada. Una de las mesoneras se me acercó cuando salía de última, ya en la puerta. Ya todos los demás estaban en la acera, incluso la señora, que se regresó al verme ocupada con la mesonera. La mesonera decía que faltaba por pagar la margarita de la señora; la señora aducía que nosotros se la habíamos pagado; la mesonera aceptó haber cometido el error de no cobrarla a pesar de haberle pasado las dos facturas con nuestro pago… pagué la margarita y salí.
Para mi sorpresa, la señora no volvió a salir. No hubo más adiós ni despedida ni obras de teatro en el futuro… ¿Será que la señora conseguiría luego que el hombre de los lentes oscuros le ofreciera otra margarita? No porque la señora fuera del tipo que pudiera interesar de ninguna manera al hombre de los lentes, sino porque él con ese gesto a lo mejor apostaba a convencer a la rubia de la barra, de sus buenos sentimientos…
Y así me fui y me quedé. Lo demás, es literatura.