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Francisco Martínez Pocaterra

Cagando en cuñetes

Que impronta tan triste la de estos personajes, que, vestidos de grandes galas,
en cubas plásticas dejan sus miserias en lo alto de las tierras más antiguas del planeta

Fatuos. Y no me refiero al culto que le rinden al llamado «Zar de la belleza», concurso salpicado de acusaciones torvas por parte de la periodista Ibéyise Pacheco, sino a la predilección venezolana por el boato, por la figuración en una sociedad sin linaje ni tradiciones. Me refiero a ese afán que desde los días primeros de nuestra nación han demostrado tantos por el lujo grotesco, que en estas tierras compran los que medran a la sombra del poder.

Ayer, el nieto pobretón de una mujer apodada La Tiñosa y hoy, los hijos de una casta de jefecillos de poca monta que bien supieron aprovechar aquella retahíla de errores de un liderazgo reducido moral y espiritualmente. Ayer un caudillo que impúdicamente recibía a diplomáticos descamisado y calzando alpargatas, tendido en un chinchorro, y hoy, las encumbradas familias que, a la sombra de los poderosos, hicieron sus negocios, y a los que sin dudas deben sus grandes casonas.

Nuestra sociedad es descastada y desmemoriada. Olvida fácilmente – ¿o debería decir convenientemente? – las tropelías de sus socios políticos, y también que hasta recién eran solo resentidos, maldicientes a la espera del momento para dar su zarpazo. Nuestra sociedad solo cree en el dinero, y aún más, en el boato recargado y grotesco que les embadurne su corta estirpe con rocambolescas demostraciones de sus hinchadas arcas… y de su poder.

A mí me importa poco el mal gusto de quienes ayer bebían aguardiente y hoy, whisky McCallan. Sin embargo, abofetean a una nación no porque celebren sus festines lejos del repudio, como en lo alto de uno de nuestros tepuyes, insultando a los pobladores ancestrales de esas tierras, un ecosistema extremadamente delicado, sino porque nos escupen a diario en el rostro que este país les pertenece como si fuera su fundo, y que, sin nadie que se los impida, pueden hacer lo que les venga en ganas.

No, no es nueva la vulgaridad de patanes empoderados, ignorantes del verdadero valor del dinero que procede del esfuerzo, del trabajo, del ingenio. Los amarillos, con Guzmán a la cabeza del tropel de saqueadores. Los andinos, élite que llegó en 1899 como una horda de salvajes, que en las plazas de Caracas cocían sus caldos, como si fuesen sus predios en las laderas de Los Andes, y que no dejó el poder hasta 1958. Los adecos, que en el primer mandato de Carlos Andrés Pérez nos vendieron fronteras afuera como una caterva de nuevos ricos, pródigos y groseros. Y ahora los revolucionarios, hasta recién un grupúsculo de profesionales de clase media alienados por los panfletos de una ideología muerta y enterrada con su fundador, y que, una vez en el poder demostraron sus verdaderas motivaciones: erigirse ellos como los nuevos socialités… y no los viejos socialistas que decían ser.

Nos quejamos, sí. Unos, los menos, espantados por el daño causado a uno de los santuarios naturales más antiguos del mundo, otros, porque no son ellos los que pueden darse ese lujo charro, vulgar y desmedido, y una minoría que ve lo que realmente subyace en esta y otras tantas obscenidades pasadas: que pueden hacer lo que les venga en ganas porque no hay quién pueda impedírselo.

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