El calor ralentiza los pasos de todo lo que se mueve en la ciudad. Un sopor se instala robándole la belleza a los jardines de Tuileries. Tal son los grados, como un castigo. Nada que ver con la gentileza caliente de nuestros trópicos.La parada en algún café con sillas a la sombra se hace obligada al menor trecho. Alguna bebida fresca, azucarada mejor, para reponer energías cuando de pronto una pareja de amigos venezolanos de muchos años sin vernos, pasaron sin mirarnos, justo enfrente. El grito, el abrazo, la emoción…la conversación se desenvolvió como ahora es usual entre coterráneos que ensayan calles lejanas, entre nostalgias e inquietud, recuerdos y preocupación, el futuro de nuestros hijos regados por el mundo. Inevitables la incertidumbre, la lucha, el miedo, la esperanza, todo junto y mezclado a borbotones.
Hasta que llega el momento del adiós, el abrazo de despedida más cariñoso aun, más duradero, apostando a trascender las distancias y lo dudoso que es volverse a ver… y es entonces cuando la copa que descansaba en la mesa diminuta, cayó al piso, justo entre los cuerpos de los amigos que se despiden sin saber hasta cuándo. Pero la cosa no termina allí, pues en ese justo momento un autobús se estaciona al borde de la acera, desciende la rampa para inválidos a poca distancia de la mesa, del abrazo, y un hombre apresura su silla de ruedas por montarse, golpeado sin querer una de las patas de la silla de mimbre donde está sentado el norteamericano que disfruta de sus vacaciones de verano en París. Toda la masa de músculos súper esculpidos del norteamericano, cae al suelo, y su estampa de gringo feliz queda regada en la acera, al pie de la silla de ruedas. La caída ocurre en cámara lenta. Como sucede con otras caídas, el florero que no logramos impedir que se nos deslice de las manos, o los gobiernos infelices que no terminan de caer a pesar de que nadie los quiere.
De pronto, cambia la velocidad del tiempo, cuando el mesonero se abalanza rápido en rescate del turista y logra levantarlo en segundos. Y como el de la silla de ruedas solo quiere llegar a la rampa de acceso antes de que se vaya el autobús, apenas a centímetros de distancia de la silla de mimbre caída, insiste y empuja su silla de ruedas sin clemencia. El turista levanta su silla por los aires, por permitirle el paso, mientras otro mesonero acude con escoba, palita y mala cara, a barrer los restos de vidrio de la copa rota. Tengo sangre en el pie.
Se va el autobús para darle paso inmediato al camión que barre la calle con escobas de histeria circular, levantando el polvo hasta bañar las mesas del café.La gente no logra darse por aludida. Aquello era como si el destino se hubiera instalado en esa esquina a jugar azares con los que ahí nos guarecíamos del calor sin hacerle daño a nadie, en arremetida furiosa.
La confusión era total, diríase una comedia, nos dio risa, hasta que un dolor intenso en el antebrazo cerró con broche de oro la escena que no dejaba de suceder: una abeja había picado a mi cómplice de esa tarde de verano, hasta el grito ahogado. El brazo hinchado, rojo, dolor agudo. Hielo, lágrimas de dolor. ¿Vamos a la farmacia?
El dolor justo después de la risa. Justo después del adiós, que fue justo después del afecto del encuentro. El Campari, justo después del calor. Te lo puedes tomar con soda, o instalarte en el amargo.
La consigna es regodearse en lo bueno y darle paso a lo malo. Detectar cómo y qué te gusta y procurarlo, extenderlo, gozarlo… Porque la vida cambia en cuestión de minutos. La copa puede quebrarse, apenas al segundo sorbo; el turista rozagante puede caer, con los bolsillos llenos de dólares y a pesar de toda su fuerza; el inválido puede perder el autobús, o aprender a sonreír; y la confusión, aunque te la tomes a risa, puede terminar en la ardiente picada de una abeja.
Salimos con prisa de aquel lugar, huyéndole al calor de los imprevistos. En busca de otros imprevistos, al calor de la tarde.