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Buscando país… encontré a unas niñas que se perdieron en el sur

Celedonio se hizo sabio luego de que desapareció ocho días con sus noches, para terminar reapareciendo en el mismo sitio. No se acordaba de nada pero a partir de ese momento, Celedonio supo de la cura para cualquier dolencia, de cuerpo y alma, la solución a todos los misterios estaba en sus manos. Si en el mundo entero, aún hoy, hay tantos que creen en los consejos “accionados” de Jodorowsky, que lee el tarot y da consejos todos los miércoles en un café de París a precio módico, mucho más plausible era creerle a Celedonio que además sabía de los beneficios de todas las hierbas que crecen en el monte donde se asienta San José del Sur, al pie de los Andes venezolanos.

Por eso, cuando una niña desapareció sin dejar rastro, después de buscarla por todos los rincones del pueblo y el páramo, la familia terminó por acudir a Celedonio. Tráiganme una ropita de la niña… Celedonio la escrutó con todos sus sentidos, incluso el sexto, y supo que la niña aún estaba viva. Está viva, pero tocada por un espíritu. Está escondida en una empalizada arriba en la montaña. Que no vaya nadie de la familia porque si no se muere.

Ciertamente estaba la niña en el lugar indicado, varios miembros de la comunidad la fueron a buscar. La niña pasó luego muchos años sin hablar. Hasta que se volvió adulta y parecía que se había vuelto “normal”. Pablito, el prefecto, la llegó a conocer y da constancia. De cómo fue el tránsito de la niña desaparecida luego muda, hasta que llegó a convertirse en una mujer sin problemas aparentes, nadie da cuenta.

Se perdieron las razones de esa historia así como el resto de la historia del pueblo porque el juez que nombraron cuando ya no eran los Estados Unidos de Venezuela sino la república, fue quemando todos los libros para calentarse cuando tenía frío y no le bastaba con echarse palos.

En el recóndito y bucólico San José del Sur, todos son familia Sosa, Rivas o Rojas. Así que Pablito no puede meter preso a nadie. Y trata de traer a los turistas a su posada, y de evitar que terminen de botar lo que queda de la iglesia original, de gran valor patrimonial, cruces, confesionarios, uno que otro santo, el púlpito de hermosa talla, que persisten arrumados entre otros corotos viejos en la sacristía. Y si la comunidad y el gobierno quieren modernizar la iglesia, también es Pablito el que firma el contrato para rehacer los pisos y los portones ahora de madera contra-enchapada mal barnizada. Mientras viva Pablito, queda en su memoria el gran portón de madera sólida, y otros pasados, como el de su abuelo que era el que tocaba violín en las fiestas antes de que se inundara todo de música colombiana.

El abuelo de Pablito hacía justicia por sus propias manos, al que se le atravesaba le daba con el bastón y sin piedad, y él mismo se hacía justicia, cuando se iba a la policía después de los golpes y se encerraba. Al día siguiente ya todo había pasado, el abuelo pedía que le abrieran, se montaba en su caballo y se iba a su casa a empezar la vida.

El pueblo vivía seguro, los tres policías pasaban el día sentados en el banco frente a la fachada de la prefectura y el jefe de la policía, que era el cuarto, tenía un sable que balanceaba de arriba abajo mientras caminaba de arriba a abajo también, frente a la fachada. El pueblo contaba con la seguridad de ese accionar de la justicia de aspecto invariable frente a la prefectura, y los policías se sentían seguros de ver el pueblo suceder frente a sus ojos. Así era la plena seguridad en San José del Sur. Los niños como Pablito jugaban con una pelota de trapo hasta que los policías los mandaban a desalojar. La pila de agua en el centro de la plaza era el corazón del pueblo donde venían las mujeres a hacerse del agua para cocinar y lavar. Ahora la plaza es igualita a todas las plazas de muchos pueblos del país, llenas de muritos sin razón, caminerías y escaleras de todas las texturas y colores, que pretenden establecer un orden a partir del desconcierto de unas rutas de uso de la plaza que carecen de sentido, alrededor de un Simón Bolívar fuera de escala siempre, que no sirve para nada. Y si bien el olvido mantiene el refugio, te puede sorprender la osamenta de reces sacrificadas después del hurto, en medio del paisaje encantado de frailejones. De la pila de agua, queda apenas algo del recuerdo.

Si antes el pueblo estaba lleno de gente, caballos, cosecha e historias, ahora son pocos. Pero se empieza a sentir el regreso. Después que la modernidad y la idea de progreso desalojara los campos, la carestía de ahora hace que los hijos vuelvan, las gentes retoman el cultivo, el país obliga. También intentan el turismo, por acoger a los que buscan país más allá de la dureza coyuntural que vivimos en Venezuela. No quedan caballos y mucho menos las historias que dejaron cabos sueltos… pero a dos horas de camino accidentado, encontré de nuevo la historia de la niña perdida en Mucutuy…

Eran las cinco de la tarde, aunque el reloj de la plaza marcaba las 11 de un lado y las 8 del otro… Era la historia de otra niña, un misterio demasiado similar, un cuento casi igual.

Daniel, el papá de tres milagros -Daniela, teje sombreros de punto, pico y cascarón, Angélica, de verbo alegre y ojos rebeldes, no tiene secretos, y Lucía la más chiquita sólo mira desde sus mejillas rosadas-, sabía que la Piedra del Cocuy era una piedra de respeto. Todo el pueblo lo sabe y la teme a lo alto de la montaña de lo grandota que es. A esa piedra no se le puede hacer bulla porque baja la niebla y se instala como un lago, y te llueve encima con rayos y centellas aunque el cielo esté azulito más allá. La vez que desapareció una niña el pueblo entero la buscó y la buscó y no la encontró. La habían mandado con la comida para unos obreros y no volvió nunca más. Tuvieron que preguntarle al brujo que había antes en Mucutuy, que les advirtió que no se acercaran a la Piedra del Cocuy porque si lo hacían, la iban a encontrar muerta. Pero la gente no hizo caso y así fue que encontraron a la niña muerta al pie de la Piedra del Cocuy. Angélica, con sus 8 años de gran entendimiento, quiere saber si todavía esa piedra está encantada. Está preocupada. Ella también es niña ¿y podría tal vez desaparecer? Basta la palabra del padre para tranquilizarla: no, ya esa piedra no encanta. 

Y así seguimos el camino entre guayabas, mandarinas-limón, naranjas y mandarinas, y hormigas cazadoras que se comen todo, al paso animado por la elocuencia narrativa de las tres niñas que van cortando flores y contando todo y más de lo que saben, más abajo hacen un pan bizcocho muy delicioso, el peluquero es hermano del que vende el gas que es el socio de mi papá y le dicen “cara e’rata”, y ese cuadro lo pintó un señor Julio que vive en Canaguá, y allá vive mi abuela que tiene la mata de valeriana tan dulcita que cura el sueño, dos hojas de lochita para la inteligencia y coronsillo negro… Sus dos maestras son testigos de Jehová. ¿Y qué es ser testigo de Jehová? Bueno, que pasan por la casa y llevan folletos y hacen muchas preguntas y a veces traen libros de lo mismo. ¿Y las niñas desaparecidas?

Como tantas otras niñas de la historia y el mundo, esas niñas nunca hablaron, nunca contaron qué fue lo que les pasó… o porque el trauma las hizo vivir muchos años en silencio hasta que lograron olvidar el daño hasta que volvieron a hablar de las cosas que a nadie importan, como la niña de San José… o porque encontraron la muerte, como la niña desaparecida en Mucutuy… Nunca se supo lo que les hicieron… quiénes lo hicieron…

Historias de niños desaparecidos no hay. Ellos andan de undercut y botas de cowboy tirando triquitraques a sus anchas, mientras alcanzan la adolescencia que los ascienda a la moto… Y me pregunto si Daniel, padre de esas tres niñas mágicas y adorables, puede dormir tranquilo, a sabiendas de que en el sur de Los Andes las niñas cuando se desaparecen, sólo queda la historia como parte del imaginario de la naturaleza que explica los inexplicables. La naturaleza humana del hombre que no pone freno a sus demonios, que hace daño impune, mientras se imponga el silencio cómplice de la víctima y los culpables, de brujos o prefectos, curas o curanderos… del mundo entero.

Los Andes no escapa a la injusticia que nos ha marcado y toca a todas las niñas del mundo. Vaya también por esas niñas desaparecidas, todas las marchas, todas las luchas, todos los esmeros de las mujeres que ya no estamos dispuestas a callar.

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