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Buscando País… Bucólicas nacionales

La Ensillada es uno de los tantos caseríos desperdigados al sur de la cordillera andina, tan lejos de todo que pareciera que no hay ley y que la gente vive ahí tranquila y a su antojo, en armónica sinergia con la naturaleza. Mucuchachí, el pueblo mas cercano, queda bien lejos y el camino es tortuoso. La estación de guardia más próxima queda a más de una hora por una carretera en muy mal estado. Es fácil hacerse de la impresión de que La Ensillada y demás aldeas similares, están olvidadas del control, que son reductos de libertad, donde sus gentes logran pasar agachadas. Pero al rato entiendes, que ni tan lejos, ni tan tranquila ni a su antojo. Ahí la gente vive más ocupada de lo que la idea romántica y bucólica del campo permite imaginar; los paradigmas de la sociedad de consumo se cuelan y la situación país también les toca con toda su crudeza.

De suerte que el padre de familia que nos hospeda, demasiado ocupado en la faena del día de todos los días, nos encomienda al paseo montaña arriba, con su vástago de guía. El trayecto por el que nos conduce el niño de 13 años, propone saltar obstáculos, trasgredir límites, pero no hay peligro pues todos los dueños de esas tierras saben que uno que otro turista llega de vez en cuando y se pasea por esos lares. Ledwin, que así se llama, se conoce el camino de memoria, así como el relato que incluye el nombre de alguna planta, sectores y colinas, y la referencia de la familia recién mudada a la única casa que se ve muy a lo lejos. También nos contó de los dinosaurios que vivían antes que ellos en esas tierras donde aun crecen los mismos helechos… Ciertamente el camino luce antiguo, el paso sostenido en el tiempo lo ha convertido en zanja… Por aquí no pasa tanta gente, responde el niño, poco complacido de escuchar una verdad nueva que no estaba entre las suyas que nutren su cuento para turistas.

Estas frutitas se llaman mortiño. Hay de tres tipos, unas más redondas, otras más larguitas. ¿Les gustan? Son dulcitas. Y esta hojita sirve para pedir deseos. Tiene que ser en voz alta. La abres en dos y si te sale blanco, el deseo se te cumple. Una vez vinieron tres turistas y pidieron sus deseos: quiero casarme con una miss con unas caderotas. Otro pidió un Ferrari. Y el otro un trabajo bueno con buen sueldito. Al que pidió el Ferrari le dieron una bicicleta. Al que pidió las caderotas, le mandaron una gorda. Y al que pidió el trabajo le mandaron el trabajo y con un sueldo buenísimo. Porque él era el que lo necesitaba de verdad.

La referencia a la miss y al Ferrari en medio de aquellas montañas perdidas de todo signo aparente de civilización, me molestó la ilusión de estar lejos de todo, en cercanía impoluta con la naturaleza. El paradigma que le causaba gracia a Ledwin, tan parecido al de cualquiera que sueñe con rubias y carros, me agarró desprevenida.

Ahora les pido que piensen. A ver si han aprendido algo de todo lo que les he enseñado. Piensen. ¿En que piensan? En la naturaleza… No. Tibio. ¿En la brisa… la montaña… el verde…? No. Aquí uno piensa en la paz y el aire puro. Ninguno sacó 20. 

Ahora pongan el pie en esta horqueta y después se agarran de aquí, y si se quieren divertir, se pueden guindar de esta rama… el niño se balancea antes de aterrizar gozoso. Aquí tienen que agacharse para pasar el alambre de púas… Aquí vamos a ver si mejoran la nota, en este salto de la cañada… Bueh… Les doy 18. 

Ya entonces yo no pensaba en las montañas ni en la temperatura de la brisa… pensaba en la urgencia de ese niño por comandar, su necesidad de tener la razón y su vocación por imponer sus entenderes y reglas, y por establecer un sistema de valoración según esas reglas. Definitivamente, la hegemonía de criterios, la última palabra, la propiedad de la verdad, es mortificación de varones, sin importar la geografía.

El padre maneja el ganado, muele el pasto, va por más pasto, ordeña, trae la leche, alimenta las gallinas, instala la bombona de gas para que la turista tenga agua caliente para ducharse, la madre termine el almuerzo de los obreros, de los niños, de los turistas, haga el queso, la ricota y la mantequilla, para que luego limpie la casa, con sus lycras ajustadas, alimente el perro y el tucán, antes de bajar a dar clases en la escuelita del poblado. La niña de 7 años y estatura de 4, no está interesada en los extranjeros que invaden su casa, su hermanito de cuatro meses es su muñeco, que le cubre casi el cuerpo todo, ella le da el tetero, se amarra la larga cabellera en una cola para poder cargarlo sin estorbo, de aquí para allá, muy ocupada. Cuando el bebé duerme, la niña saca una “caimanita” -las computadoras portátiles que repartió el gobierno por el país-, y a Eldwin le basta mirarla de reojo y a distancia, para darle instrucciones a su hermana, él todo lo sabe sin necesidad de acercarse.

Un hogar de campo, productivo, que pareciera autosuficiente, hasta que sin pensarlo, el tema de los billetes convertidos en baja denominación por la espectacular inflación, invade la conversación que adquiere el tono del lamento por un momento. El padre nos muestra los maravillosos sombreros de Chacantá, nos cuenta de los palos con los que hacen los techos, la productividad de las vacas, los litros de leche al día, pero de nuevo, surge inevitablemente el tema billetes. Su sonrisa amplia, la mirada inocente, los brazos musculosos, no tienen nada que esconder… su mujer de larga melena negra y brillante, solícita y discreta, nunca mira directo a los ojos, está casada y no protagoniza, dice poco.

En esa casa, nadie está sin hacer nada, el aburrimiento no existe en la vida del campo, no imaginen, Edduar, Eliódi, Ledwin, que no es lo mismo que Edwin, Elodie ni Edward… no tienen tiempo libre. Libre está el tucán y no se va. Bruno, el rottweiler, gruñe solo por hacerse notar, como si su robustez no fuera suficiente; su gentileza es similar a la de sus amos… En ese hogar, se siente la lucha. Y es una lucha feliz.

A las gallinas y codornices les doy del alimento de vaca pero como tampoco se consigue más, se resuelve como se puede. A los querrequerre como les dejé de dar comida, se fueron. Los alcanzó también la dieta de Maduro. Antes habían motos, muchas motos… un aguinaldo de un maestro le daba a cualquiera para comprarse una moto. Ahora no da ni para comprarle los cauchos a la moto. Así que para sacar el precio de una vaca yo pregunto cuánto vale una moto. La vaca Jersey, antes nadie la quería porque era la vaca del pobre pero para hacer queso, la vaca Jersey es la mejor, porque tiene más grasa y proteína. Así que para alimentarla, el pasto gordura o capi melao o pasto grasoso, que llaman. Hay que cuidarlas porque ahora ya no se pueden comprar las Jersey de lo caras que están. Uno tiene que tratar de hacer más vacas con las que tiene, pero tienen que ser concebidas y paridas en menguante, para que salgan hembras. En creciente salen machos. Y el macho es un problema porque no crecen, comen mucho y después sólo se pueden vender para procrear. Y como nadie por aquí quiere la Jersey… Entre las vacas, el género también hace la diferencia.

La observación es lo que enseña. La genética es 30%. El resto es alimentación. Y fe. Yo tuve unas vacas uruguayas pero esas no conocían lo que era una garrapata. Les tuve que dar el calostro de vacas locales para aclimatarlas. El gentilicio, la cultura entre las vacas, también importa.

Y no creas que porque estás perdido en el monte, el país no te alcanza… Se acabó el cultivo del café porque a los precios que lo pusieron, no da…

Hasta que ella con pocas palabras, echó el resto: Y cuando hay elecciones, tú los ves que suben por esos caminos cerrados a buscar a los viejitos que después ni se acuerdan, para que vayan a votar. Y todo el mundo tiene que mostrar el voto. Porque si no, no te dejan votar. Y al que vote en contra, lo botan.

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