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Brasil 68: imaginario colectivo (Parte I)

Las calles repletas de música y color en Rio de Janeiro, son una expresión cultural que cada año se repite cuando llega carnaval. Este fenómeno ancestral – que el compositor Tom Jobim describió como «un sueño momentáneo, una ilusión, una fantasía»- es mezcla de religiosidad y tradición popular y adquiere un protagonismo, mayor si cabe, ahora que una vez más Brasil está en el punto de mira de los medios de comunicación. A través de esta conquista urbana quisiera invitar al lector a repasar uno de los desenlaces del arte del siglo XX, que en sus inicios fue apreciado por muchos como una manifestación elitista y concluyó la centuria convertido en una expresión de lo colectivo.

Podemos, por lo tanto, reconocer el papel significativo de Brasil al incorporar al público en los procesos artísticos, saliendo de los museos a la calle. El discurso se hizo rápido y se adaptó al nuevo “consumidor colectivo” consiguiendo que el presente se contara a si mismo desde la participación.

Para ahondar en esta afirmación, reflexionaremos sobre cuatro mujeres creadoras de la modernidad brasileña: Tarsila do Amaral, Lina Bo Bardi, Lygia Clark y Lygia Pape; en una suerte de reunión femenina, lo que corroborará, también, la entrada en escena de la mujer en este panorama artístico.

Brasil y la modernidad. El papel del imaginario.

La vitalista vanguardia europea trató de liberarse de los academicismos del arte precedente del siglo XIX, París era el centro irradiador y desde allí se reflejó la admiración por la vida moderna a través de un arte nuevo. La máquina, que reflejaba ese nuevo ritmo urbano, también se introdujo aceleradamente en las grandes ciudades iberoamericanas, transformando sus modos de vida. La Gran Guerra y posteriormente la Segunda Guerra Mundial movilizaron a un gran número de artistas europeos que se instalaron a lo largo de toda la geografía americana, desde EEUU hasta la Patagonia. Sus aportaciones fueron fundamentales en todos los campos de la cultura, tanto que se reubicó la capital del arte en New York.

El panorama artístico en Iberoamérica discurrió entre la tradición y la modernidad. Algunas respuestas se apoyaron en las culturas prehispánicas como sucedió en México con Rufino Tamayo o Frida Kahlo -quien hizo además de sí misma una suerte de acontecimiento-espectáculo. En otros casos, se trató de dar continuidad a la reflexión del horizonte europeo, como sucedió con Alejandro Xul Solar o Raquel Forner en Argentina.

En Brasil los años 20 comenzaron con las revoluciones Tenentistas [Tenentismo fue el nombre dado al movimiento político-militar y a la serie de rebeliones de jóvenes oficiales, en la mayoría tenientes, del Ejército Brasileño en el inicio de la década de 1920, descontentos con la situación política de Brasil] que se hacían eco del descontento social como la Revolta dos 18 do Forte de Copacabana en Rio y la Revolución de 1924 en São Paulo.

En el campo cultural, podemos comenzar haciéndonos la siguiente pregunta: ¿En qué quería cambiar el arte brasileño al iniciar el siglo XX?, si es que quería cambiar en algo. La respuesta la encontramos en la Semana de Arte Moderna-primera muestra colectiva celebrada en Brasil, en São Paulo, entre el 11 y el 18 febrero de 1922. Con ella se inició emblemáticamente la Modernidad brasileña. Se organizaron exposiciones, conferencias y debates en dos sedes ubicadas en el Núcleo Histórico Paulista (situadas entre si a 1000 m de distancia aproximadamente): el Theatro Municipal– que alojó la obra de los artistas consagrados- y el Palácio das Indústrias en el Parque Dom Pedro II -donde se mostraron obras de artistas provenientes de la “aristocracia rural”.Los artistas brasileros manifestaron su voluntad de ruptura con los cánones vigentes de procedencia occidental, se comprometieron a revisar las tradiciones culturales populares lugareñas y desencadenar la autonomía artística del país. Heitor Villa- Lobos, en la música; Mario de Andrade y Oswald de Andrade, en la literatura; Anita Malfatti y Di Cavalcanti, en la pintura; participaron en esta atrevida muestra que derivó años más tarde (1928) en el Manifiesto Antropófago, iniciado con una obra y una artista, Abaporú de Tarsila do Amaral – nacida en Capivari, São Paulo, en 1886 y formada entre otros con Émile Renard durante su estancia en París entre 1920 y 1922. Con dicho lienzo la pintora concluyó su etapa “Pau-Brasil” y nos mostró un aspecto nuevo del mundo.

A priori, el canibalismo implícito en la antropofagia era estigmático, pero Oswald de Andrade lo convirtió en virtud, como ya hicieran también en Europa los artistas que redescubrieron las culturas primitivas foráneas. La antropofagia se convirtió y subsistió como herramienta intelectual, clave, en el arte brasileño.

La temática, los colores y la esencialidad de los elementos utilizados en Abaporú reflejaron una imagen onírica y una atmósfera surrealista que a la vez estaba cercana al imaginario colectivo brasileño; se trató del primer paso del acercamiento del arte al pueblo para que ambos se reconciliaran. Brasil, y de manera simbólica este cuadro, comenzó a redescubrirse a sí mismo; la originalidad consistió en convertir esta metáfora en un procedimiento creativo activo y crítico, generador de un arte moderno que todavía, en las primeras verificaciones permaneció en el soporte tradicional del lienzo.

El filósofo Eduardo Subirats revisó el contexto antropológico de las vanguardias a ambos lados del Atlántico:

Las vanguardias históricas europeas expresan, en primer lugar, una desesperante crisis de la civilización local (Occidental), definida por la irrupción histórica de las masas proletarias, por la liquidación de la ciudad tradicional, por las guerras y por la violencia (invasión) industrial.

Semejante crisis no se daba en las culturas de la América Latina… donde la industrialización era recibida como una promesa de riqueza social y no como una realidad angustiosa y amenazante que vaticinaba un siglo de destrucción ambiental y exterminio étnico.

La situación social iberoamericana estaba cargada de “otros” conflictos, como los laborales, que en el caso particular de Brasil la propia Tarsila do Amaral inmortalizó desde 1933; o los traumas coloniales recogidos por Cándido Portinari, Jorge Amado etc.

El 20 de octubre de 1951 se inauguró la 1ª Bienal Internacional de São Paulo, en la explanada Trianon, situada sobre la avenida Paulista en el punto más elevado de la ciudad o Espigão Central. En este lugar de tradicionales encuentros colectivos se exhibieron 1.800 obras, procedentes de 23 países, que entablaron una suerte de diálogo ajeno a las fronteras geopolíticas y entre varias generaciones de artistas.

En 1953, coincidiendo con el IV Centenario de la fundación de São Paulo, la Bienal se trasladó al recién inaugurado Parque do Ibirapuera, situado en la Planicie dos Pinheiros, proyectado por los célebres arquitectos cariocas Oscar Niemeyer y Burle Marx. Contó con grandes obras del arte internacional, como el Guernica de Picasso (la muestra fue conocida como la Bienal del Guernica), obras de Constantin Brancusi, Giorgio Morandi y creaciones de los futuristas italianos, entre otros.

Este breve recorrido cronológico por la Bienal, adquirió un nuevo significado gracias a la propuesta expositiva que para dicha exhibición realizó la arquitecta italo brasileña, Lina Bo Bardi, reflejando la preocupación de artistas coetáneos al proponer la convivencia anónima de arte y artesanía, de lo culto y lo popular. Se trató de debatir sobre el concepto de Belleza cercano al de Libertad, se redefinió el arte como expresión de lo universal y esencia común en todas las culturas y, además, se puso en duda el papel del museo tradicional.

La arquitecta extrapoló posteriormente estas ideas a su proyecto de Museu de Arte de São Paulo Assis Chateaubriand – Masp, hito arquitectónico moderno finalizado en 1968.

En él las obras se presentaron sin jerarquía, suspendidas en unos atriles de vidrio diseñados por ella misma- concepto ya planteado por Frederick Kiesler en 1943. El propio contenedor museístico era, y es, una caja de vidrio levitante que deja libre el plano de acceso (la explanada Trianon a la que nos referíamos anteriormente), un vacío urbano conceptuado por el usuario permitiendo disolver los límites entre los museos y el públicos, haciéndolos más cercanos y didácticos: segundo paso hacia la participación.

Un posible antecedente de esta reflexión fue su experiencia en la ciudad de Salvador de Bahía, explorando e inventariando el estado del diseño de las comunidades autóctonas del nordeste del país y donde la belleza de las tradiciones se expresaba de manera colectiva en las calles de la ciudad, el fotógrafo Pierre Verger supo inmortalizar todo esto en su exploración fotográfica vitalicia convertida en documento antropológico.

Nos enfrentamos a una búsqueda trascendente casi desesperada, que se repitió en muchas latitudes del mundo durante todo el siglo XX. Muchos autores encontraron, de la mano de la antropología, nuevas fuentes creativas y nuevos procedimientos que les permitieron liberarse de los horrores de la guerra. Ejemplos de este hecho fueron Max Ernst que viajó en 1941 por Nuevo México, California y Arizona donde se estableció hasta 1949 explorando el mundo de los indios Hopi; o el propio Jorge Oteiza que esquivó la Guerra Civil española al encontrarse en Sudamérica entre 1933 y 1949, allí investigó las manifestaciones escultóricas prehispánicas. Charles y Ray Eames realizaron un estudio sobre el estado del diseño en la India en 1958; y Ralph Erskine proyectó ese mismo año una ciudad en el Ártico tras estudiar las formas de vida de los esquimales. Todas estas experiencias reflejaron una pesquisa de respuestas a las preguntas que les hacía la vida a través del hombre y como diría Baudelaire, con ello trataron de atrapar lo eterno en lo transitorio, aun sabiendo que su búsqueda era parcial y que el tiempo podía volverla equivocada.

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