Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
esteban ierardo

BORGES Y EL LENGUAJE, ENTRE LA ROSA Y EL TIGRE

Los escritores acuden al lenguaje para sus caminos de letras. Pero algunos de ellos, a veces, piensan en la naturaleza de lo lingüístico: ¿cuál es el destino de las palabras? ¿Decir la esencia de las cosas, o solo pintar imágenes metafóricas y aproximadas de las mismas? Jorge Luis Borges medita en el lazo entre las palabras y las cosas. Tal es lo que ocurre, por ejemplo, en su prosa Una rosa amarilla, en El hacedor (1960) …

Un poeta yace en su lecho. El tiempo de Dios es inagotable; el de los humanos, en cambio, es el breve relámpago en una tormenta. El poeta se llama Battista Marino. Es el siglo XVII. La época del barroco. “El hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas” (1); y, cerca, junto a su cama, sobre una mesa, reposa una jarra, en la que reluce una rosa amarilla, de una belleza aún fresca y no deteriorada. Y Marino no puede evitar, casi como un acto reflejo, la repetición de ciertos versos inevitables, que ya algo lo fastidian:

“…Púrpura del jardín, pompa del prado, gema de primavera, ojo de abril…” (2).

La exaltación de la rosa como un gaje del oficio de poeta. Pero algo zumba en los oídos de Marino, una sospecha araña su cuello. Quizá aquellas palabras con las que siempre creyó que abrazaba el delicado ser de la flor son solo adjetivos y sustantivos que se diluyen en el vacío. Se palpa la frente, está cansado. Por momentos, cierra los ojos, busca descanso y sueño. Pero el llamado de la rosa lo acosa. ¿Estuvo la flor en su palabra alguna vez, cuando la escribió con pluma y tinta en una mañana o bajo la lumbre de las velas, en el regazo de la noche?

De repente, la indecisión. Una niebla. Un temblor. Y una visión: “Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo” (3).

Es decir, a un paso de su muerte, Battista Marino descubre que sus palabras, el lenguaje, aún la elevada poesía, no dice ni la rosa, ni la lluvia, ni el aire, ni la mirada incisiva del águila. El lenguaje no puede expresar lo real. Las palabras del poeta, o de cualquier otro, no son “un espejo del mundo”, solo son “una cosa más agregada al mundo”. Y por eso “podemos mencionar o aludir, pero no expresar”; podemos mencionar o aludir, sí, los sentidos claros y comunicables entre nosotros, pero no expresar la realidad en sí misma (la rosa en sí misma), porque cuando queremos decirla ésta escapa como una gacela en la distancia.

Como pensador del lenguaje Borges adhirió a la corriente nominalista, la que afirma que las palabras solo son voces, convenciones, acuerdos, que dicen lo que convenimos que digan. En tiempos medievales esta era la postura de Roscelino de Compiègne (1050-1121), fundador del nominalismo y maestro de Pedro Abelardo. En la edad media se debatió intensamente la naturaleza del lenguaje a partir del “problema de los universales”. Para algunos, los universales, los conceptos generales, solo existen en la mente y en el lenguaje, no tienen una realidad exterior, no aluden a la realidad per se. La posición del verbalismo de Roscelino, es que los universales son sólo soplos de la voz (flatus vocis); y de ahí su nominalismo; para otros, como para Duns Scoto (1266-1308), teólogo, filósofo, y sacerdote católico franciscano escocés, el llamado Doctor Subtilis, los universales, procedentes de la mente de Dios, se refieren a la realidad. Luego, ya en la cultura contemporánea, esa disputa sobre el estatus del lenguaje alcanzará a modernos y posmodernos. Los primeros abrazan la convicción de una razón universal, válida para todos y expresada por el tejido de las palabras; los segundos, fieles a la noción del segundo Wittgenstein de los juegos de lenguaje en su obra Las investigaciones filosóficas (1953), postulan que las palabras solo significan dentro de acuerdos, juegos, contratos temporales y provisorios de sentido, muy distintos a las palabras como supuestos imanes que atraen y expresan esencias, valores y una razón universal.

En el periodo de entreguerras, Borges acusó la influencia de Fritz Mauthner (1849-1923), filósofo, escritor en lengua alemana. Su logró mayor estuvo en la filosofía del lenguaje. En el clima cultural vienés posterior a la Primera Guerra Mundial, ejerció su influjo sobre su compatriota el ya mencionado Ludwig Wittgenstein (1859-1951), a través de su opus magna Contribuciones a una crítica del Lenguaje (1901). Libro que el joven Borges, durante una estancia en Europa, subrayó profusamente.

Básicamente, la posición de Mauthner será la que hará suya el autor de El aleph. El lenguaje es un medio de comunicación que permite los lazos intersubjetivos y la cultura, toda la dinámica social, pero que no garantiza el conocimiento del mundo. Como continuación de la doctrina nominalista, el lenguaje es un sistema de símbolos y sonidos convencional; es arbitrario, artificial, creación colectiva, sin vínculo real con lo real, de naturaleza metafórica y aproximativa. El lenguaje carece de una objetividad independientemente de quien lo usa. Entonces, “el lenguaje es el uso del lenguaje”, sentenciaba Mauthner.

Las palabras pretenden persuadirnos de que existen entidades universales, desde el propio universo a otras realidades en sí y generales como la libertad, el amor, el derecho, la verdad. Todo esto existe, sí, pero para los sujetos parlantes y dentro de una comunidad lingüística, pero no en la realidad misma (4).

En Borges no solo prevalece el escepticismo de Mauthner, sino también el del escocés David Hume (5). Y en el caso de Mauthner éste apeló a la metáfora clásica del Vedanta, la sabiduría de la India antigua, según la que el lenguaje solo nos comunica “el velo de Maya”, la superficie, las formas inmediatas, pero no el rumor más profundo de la vida. Su nominalismo escéptico Borges lo intuyó no solo a través de una rosa amarilla; lo presintió también en la cercanía de un tigre…

En el poema “El otro tigre”, también en El hacedor, el escritor evoca un felino para el que “en su mundo no hay nombres ni pasado/ni porvenir, sólo un instante cierto” (6). Al tigre de “las márgenes del Ganges”, lo invoca Borges “desde esta casa de un remoto puerto/ de América del Sur…”. Desde Buenos Aires, el autor de Las ruinas circulares advierte que ese felino asiático que atrae su atención “es un tigre de símbolos y sombras/ una serie de tropos literarios/ y de memorias de la enciclopedia”. Es decir, no es el “tigre fatal”, el real, el que “va cumpliendo en Sumatra o en Bengala/ su rutina de amor, de ocio y de muerte”.

Por eso el escritor entiende que al tigre como criatura literaria debe oponerle el otro, “el verdadero, el de caliente sangre”; el otro tigre no es “un sistema de palabras humanas”, porque está “más allá de las mitologías”. Ese otro tigre, el verdadero, el real, es “el que no está en el verso”.

El escritor así asume, y padece, la distancia entre la palabra y la energía vital en una rosa, en un tigre, o en cada cosa del mundo múltiple, polifónico, de tantas músicas y sonidos. Por eso, el poeta Marino, aunque viva una y mil veces, nunca podrá decir la rosa; y el tigre que recorre, solitario, bosques, montañas nevadas y cursos de agua helada, siempre será muy distinto, lejano. El otro tigre.


Citas:

(1) Jorge Luis Borges, “Una rosa amarilla”, en El hacedor, p. 173, en J.L.Borges, Obras completas, ed. Emecé, Buenos Aires.

(2) Ibid.

(3) Ibid.
(4) Desde la actitud natural, y a pesar de todo lo que se diga, y esto incluye al propio Borges, es necesario también considerar la evidencia de la realidad dada o manifiesta en los ciclos y leyes naturales verificables desde la observación y un fundamento matemático y racional. Esto introduce un talón de Aquiles en el escepticismo que postula que las palabras nunca dicen algo objetivo por encima del murmullo de nuestras convenciones y metáforas. La evidencia universal de la gravedad, de los procesos físicos y biológicos, y sus efectos en los organismos, como equilibrio o enfermedad o pandemias, componen una rotunda evidencia que no puede ser disuelta desde el principio inflexible por el que, siempre, el lenguaje es solo su uso y que dice solo lo que los sujetos acuerdan que diga. Esta postura elude el núcleo de veracidad objetiva que le cabe al lenguaje científico.
(5) El filósofo de Edimburgo David Hume (1711-1776), en su obra Investigación sobre el entendimiento humano (1748), afirma que solo tenemos conocimiento a través de la experiencia de lo que siempre se nos manifiestan de una misma forma, y a partir de las ideas que nos forjamos de esas regularidades. Pero no tenemos conocimiento de las cosas en sí mismas.
(6) Jorge Luis Borges, “El otro tigre”, en El hacedor cit, p. 202.

Hey you,
¿nos brindas un café?