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Adrian Ferrero

Inminencias de Borges

Siempre tuve la sensación de que los argentinos no sabíamos muy bien qué hacer con Borges, salvo leerlo o procurar evitarlo. Muchos, en un estado desesperante, blasfemaban contra  él. Otros lo leían a hurtadillas, en un ático, bajo la amenaza de ser sorprendidos en falta por sus aliados, a su vez enemigos de Borges. O bien los hijos de padres  afiliados a partidos políticos de los que Borges había abominado, lo escondían en los estantes más recónditos de su biblioteca. Estaban los escritores rencorosos que, impotentes por no saber siquiera rozar los niveles estilísticos de este hombre de vida recoleta y familia patricia (según lo quieren ciertas convenciones sociales argentinas), se consagraban a una tarea que sabían de antemano perdida. Pero ¿sirve de algo la indiferencia frente a Borges? Es una buena pregunta como para empezar estas reflexiones. 

Su vida, lo sabemos, fue austera en lo que atañe a anécdotas y aventuras. Ni siquiera lo que comía era fastuoso. Vivía en un departamento del cual Mario Vargas Llosa hizo notar que no era digno de su fama. Borges tampoco profesionalizó la virilidad ni hizo de su biografía un catálogo de conquistas, como sí hizo el donjuanismo de Bioy Casares o aquel Heminway protagonistas de hazañas pesqueras, corridas de toros o cacerías africanas. Se refugió desde muy pequeño en la biblioteca con libros en inglés de su padre, pero conoció rápidamente la literatura del mundo, en muchas ocasiones primero en idioma inglés antes que en español. Solía mencionar (o jactarse, lo ignoro), por ejemplo, que había leído el Quijote en su versión al inglés antes que en su lengua original. Hizo un culto de sus antepasados tanto guerreros como intelectuales, tanto criollos viejos como europeos, como bien lo ha estudiado Ricardo Piglia en lo que supo denominar “los dos linajes”.

Desconcertado, el mundo asistía a este hombre que diciendo y escribiendo cosas originalísimas, con hipótesis renovadoras, de avanzada sobre la poética y la crítica, incluso sobre la teoría literaria (como se supo comprender más tarde) era un tímido que había cursado su bachillerato en Ginebra (donde yace después de haber atravesado el Atlántico, para agonizar y luego morir en esa tierra), que luego había residido un tiempo en España con su familia y finalmente había pasado el resto de su vida en Buenos Aires, como dije, en una vida sin avatares dignos de mencionar, salvo, quizás, sus premios o sus polémicas. Era el mismo que había aceptado una condecoración de Pinochet, que estaba torturando y desapareciendo ciudadanos durante un gobierno abyecto. El mismo que  había repudiado el peronismo. El mismo que se daba todos los permisos de libertad en la literatura, pero que había pertenecido a los sectores más conservadores o  liberales de sociedad argentina.  

Sin embargo lograba prodigios de prestidigitador como artífice literario. Por citar un caso, que en un matutino saliera publicado un cuento suyo de una complejidad superlativa y una exquisitez conceptual mayúscula, como “Tlon Uqbar Orbis Tertius”. O bien había escrito para publicaciones extrañamente populares difundiendo la alta literatura inglesa o estadounidense, entre otras, con autores secretos, hablando de sus vidas y de sus obras selectas. Un hombre que adoraba las enciclopedias en lengua inglesa. Un hombre que era, sobre todo, un autodidacta que se había formado en tertulias escuchando a grandes conversadores, como Macedonio Fernández. Quien afirmó ser un invento precisamente de Borges.

En fin, un hombre que tenía la ocurrencia pero también la astucia en la punta de la lengua. Que era capaz de ofender o ponderar con la misma frase sembrando con una ambigüedad despiadada a todo un auditorio o bien a un interlocutor distraído o poco cultivado. Era filoso como escalpelo cuando usaba las  palabras públicamente y cuando escribía era ese hombre que cincelaba hasta depurar la prosa o el poema de toda imperfección para que quedaran en su estado más precioso.

Que luego de haber transcurrido su vida entera en Buenos Aires, hacia el final, recorría el mundo dictando conferencias, recibiendo los mayores honores, habiendo por fin conocido el amor definitivo de la mano de María Kodama, una mujer con quien aparentemente se había encontrado para coronar un destino que tuviera un cierre de gloria también en la esfera de su vida privada.

Se ha escrito tanto sobre Borges que esa bibliografía resulta abrumadora. Siento pudor de trazar estas triviales líneas que no vienen a sumar ni a la crítica, ni a su biografía ni probablemente a la descomunal masa bibliográfica o periodística un solo aporte  para desentrañar su enigma. Su literatura. Tanto la por él escrita como la que se escribió sobre él. Son solo las impresiones fugaces, los apuntes de un atardecer de reflexión (y evocación) el correr de la pluma de un platense que compartió un país con él sin haberlo conocido pero sí haber oído hablar hasta el agotamiento de su tiranía literaria sobre las poéticas argentinas, sobre sus posiciones políticas encontradas, haber escuchado puntos de vista críticos que incluso se modificaban, escritores de talento que explicaban que Borges “se había adueñado de algunas palabras de la lengua española”, como afirmó Piglia. Y que “qué mejor o mayor anhelo podía tener un escritor que ese”. Esto también dicho por Piglia en una conferencia.

Entre tanto, en sucesivas etapas, yo lo había leído en el colegio secundario (por dentro y por fuera de las aulas), en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata (por dentro y por fuera de las aulas), había escrito una extensa monografía sobre “Borges como crítico literario” (por dentro de las aulas por consigna de un profesor) siendo alumno de grado, había leído todo o casi todo su corpus en torno de la crítica sobre él escrita. Había escrito artículos para diarios o revistas por encargo, por lo general de divulgación. Abordando su poética. Había asistido azorado al espectáculo de un aplauso planetario que lo dejaba traducido seguramente a casi todas las lenguas. Con la admiración y los tributos que le dispensaban escritores de un arco político/ideológico tan amplio y tan dispar como Susan Sontag, Marguerite Yourcenar, Ursula K. Le Guin, Umberto Eco, Italo Calvino. En fin, la lista prosigue y prosigue, como ese libro de arena que él mismo supo escribir en uno de sus últimos cuentos, sembrando en esa metáfora su propia vida, su posteridad, no solo su poética. Porque, precisamente, tal vez él mismo encarne ese infinito. Figuras sobre la que, por los signos que ha dejado trazados sobre la arena, de tan ambiguo talento, de tan encontradas emociones, el resto de los autores y críticos incesantemente toman posición respecto de él. A hablar en un discurso que puede tan pronto ir del panegírico al patético chisme, de algunas señoras o señoritas que lo frecuentaron. O a ambos a la vez, en una compleja red tejida por el amor y el repudio. No resulta infrecuente que sintamos esa misma emoción en nuestra vida empírica por ciertas personas, que han sido fundamentales para nosotros, y hacia las que experimentamos la atracción del afecto pero el rechazo por alguna dimensión de su conducta, sus acciones o ideología. ¿Por qué no habría de ocurrir otro tanto con un escritor que destacaba?

En ocasiones me pregunto ¿qué diría Borges de este In memoriam babélico de su herencia? Como una suerte de acontecimiento mundial que todo lo ha arrasado, todo lo ha resignificado, todo lo ha discutido, todo lo ha devastado y todo lo ha hecho discutir a partir de su poética. Lo ignoro. Odios, amores, detractores, apólogos, desagravios y agravios, lugares en los que sería su nombre recibido con mala reputación y otros con adoración desmesurada, cuando no con veneración incondicional. Para algunos una celebridad y una fama merecida. Para otros sinónimo de huésped indeseable.

La devoción es la que perturba en el mundo entero. La de alguien que desde un país completamente periférico, se vuelve de pronto una figura que conquista un protagonismo, que lo sitúa en el centro de la escena, incluso mediática. La de un sujeto que ubica a su nación, pero, sobre todo, a su persona, por fuera del margen en el que solía permanecer. Con una capacidad que indudablemente resulta asombrosa pone en evidencia un talento fatalista. Cultivado y preparado por un padre  que, deliberadamente, trazaba el destino de escritor de un hijo que escribiera esa obra a la cual él solamente había legado una novela: El caudillo. Un padre que, bajo la forma de un mandato, acompañado de su biblioteca, seguramente aspiraba a tener un hijo que escribiera todo lo que él no había sido capaz de realizar. Convengamos que al lado de la de Borges, el de su padre resultaba un  antecedente bastante deslucido.

Sus amores desdichados hacían contrapunto con el donjuanismo de Bioy (por citar su caso más cercano) y su vida personal, tan poco accidentada, también resultaba extravagante.

Borges deja este saldo entonces. Desconcertante, como dije, por sobre todo. La figura sobre la que nadie puede evitar pensar ni dejar de escribir, al menos en su interior. Citarlo.. O siquiera nombrar. O pensar a solas. Como un monólogo inexorable. 

Pero ¿es que acaso hubo tema que haya quedado pendiente en esas piezas que fueron microscópicas pero al mismo tiempo lo abarcaron todo, como afirma Piglia? Borges da la impresión, si uno no estuviera al tanto de su sufrimiento, de su fragilidad, de su soledad, de sus humillaciones, que fue alguien cuya inteligencia supero lo humano. Pero, sobre todo, de que fue una personalidad que se expuso con fortaleza y la compañía de un grupo de creadores y creadoras a los ataques de los que fue objetos. También fue él quien en ocasiones asumió el rol de polemista. Según esta doble faz, postulo un Borges vulnerable y un Borges de una fortaleza demoledora solo por su poética. O que tal vez haya sido vulnerable de una cierta manera. Pero en el sentido intelectual  todo conduce a pensar que es de naturaleza perenne.  

Había allí cifrado un destino sudamericano, como afirma él en su cuento “El Sur”, que sin  embargo en su punto culminante elige descansar en Ginebra.  ¿Sería un europeo entonces, que por accidente había nacido en Buenos Aires, y que había vivido allí como producto de ese accidente? Toda su poética conduce a pensar que estuvo sostenida por premisas europeas pero también argentinas. No pudo escapar de su destino sudamericano, pese a sus viajes o descanso final.

¿Dónde encontrar un estilista de esta talla? ¿dónde poder hallar una personalidad literaria tan potente, capaz de arriesgar temerarias hipótesis en torno del universo a través de una latas de bizcochos? ¿dónde, por ejemplo, dar con un escritor que inspirara estudios sobre la arquitectura o sobre la física y la matemática en las Universidades más señaladas del mundo entero, como Italo Calvino? 

En el medio están sus pensamientos más íntimos ¿qué pudo haber sentido Borges al asistir a esta escena, a estas escenas, que trazaron el teatro de una arena en pugna? Que fueron tantas y tan dispares, a sabiendas de que dejaba una herencia indigerible hasta para quienes lo seguían. 

Borges, donde quiera que esté (por ejemplo en Ginebra), y donde quiera que se lo invoque (por ejemplo en Ginebra) diera la impresión de ser alguien ineludible. “¿Cómo salir de Borges?” se preguntaba en un artículo la crítica Josefine Ludmer.

El Borges que queda es un Borges que efectivamente ha atravesado las fronteras del tiempo, un Borges muy parecido a sus ficciones sobre el tiempo o el espacio inamovibles. 

El “caso Borges”, como si se tratara de un caso policial con una hipótesis ficcional de un cuento. Pareciera no existir solución para el enigma. Tal vez adopta, su figura y el efecto que ha producido su poética, estructura lo indescifrable. O lo indiscernible.

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