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esteban ierardo

Benito Quinquela Martín y  Crepúsculo en el astillero

Algunas pinturas transmiten un universo a través de un artista esencial. Una pintura de ese tipo la encontramos en un museo representativo de un barrio de la ciudad de Buenos Aires.

Cada barrio vibra con su propio sonido en la sinfonía urbana. Con casas de coloridas chapas de cinc, fachadas de sobreviviente art nouveau, y la pasión de sus habitantes, cobra latido y forma La Boca, junto al Riachuelo (1). Y Benito Quinquela Martín, su artista esencial, abandonado en una casa de niños expósitos, y adoptado por un carbonero. El Quinquela niño que para ayudar a su familia adoptiva aprendió a cargar bolsas de carbón sobre su espalda en el puerto, entre los muelles y los barcos, entre los marineros duros, humildes y resignados. Su destino parecía la repetición del trabajo portuario, hasta la vejez y después la última exhalación. Pero su vida jalonó un camino extraño: dibujó con carbón, pintó con mano autodidacta, o mejor presionó con una espátula los colores; sus pinturas atrajeron a críticos y el público, en su país, y luego en Brasil, España, Italia, Francia, New York (dos de sus obras son parte de la colección del Metropolitan Museum), Inglaterra, el mundo y de vuelta en su barrio, en sus calles y las nubes; y bajo las nubes y entre sus calles animó tertulias y fundó una Orden del Tornillo para premiar a los que les “falta un tornillo”, es decir, aquellos que desconocen la cordura y sí la locura de la creación; y donó todo lo necesario, y quedó endeudado incluso, para crear una escuela para mil niños y dieciocho aulas decoradas con murales de su mano, y un jardín de infantes, y un lactario, y un teatro, y un museo con mascarones de proa.

Y su donación es toda su pintura, con la vida de La Boca derramada en sudor, pincel y color; alquimia de un lugar en la ciudad en magia de arte que comparte con otros artistas del barrio como Francisco Lacámera, Alfredo  Lazarri, Victor Cúnsolo, Miguel Carlos Victoria, y muchos otros, entre los que se incluye también el recientemente revalorizado Walter Vincent (2).

Y en la pintura donada al mundo por el niño de padre adoptivo carbonero está Crepúsculo en el astillero, de 1922, en el Museo de Bellas Aires de La Boca, pintura al óleo que se extiende hasta lo simbólico (3).

El barco con su proa y su casco, anclado mediante gruesas y colgantes cadenas a los pilotes del puerto. Los trabajadores se apostan entre cabestrantes con sogas y andamios para clavar, soldar, agregar partes al navío con tres mástiles. El crepúsculo irradia sus amarrillos, naranjas y rojos que se extienden hasta el horizonte. En derredor, el muelle, otros barcos, el cielo crepuscular.

La imagen impacta con su textura táctil, en parte relacionada con el carbonato de calcio empleado por Quinquela que, con su espátula como un albañil, acrecienta el relieve, aviva una sensación de volumen.

La nave principal dimana un color de sombra tostada, alternado con variaciones sutiles de azul oscuro y azul ftalo. Pero lo más intenso de la pintura no es lo directamente visible sino lo que se puede intuir. En la imagen conviven el cielo claro, la sensación de profundidad de campo, con lejanos barcos y la estampa viva, metálica, oscura e hipnótica del barco en proceso de reparación.

En lo visible intuimos esa faena de los trabajadores sin rasgos fisonómicos, como encarnaciones silenciosas del duro trabajo, no tanto para un triunfo individual sino para cumplir la tarea, por el orgullo de lo bien realizado y como salario para el alimento de los hijos, la esposa, de sí mismos; intuimos el cielo de claridad que escapa de las manos humanas, lo que se eleva y fuga en la etérea bóveda del ocaso; intuimos el áspero y fino trabajo para el renacer del barco, para su volver a los mares, para llegar a otros puertos y llevar la carga de mercancías o granos, alimentos envasados o los materiales de construcción de otros navíos, que también nacieron de las manos trabajadoras; los barcos que como esos hombres que los reparan conocerán las tormentas, los mediodías ardientes, las noches de nieblas, lunas y estrellas, hasta que los marinos y los trabajadores en el astillero, y todos los humildes o soberbios en la Tierra, terminen también en el desguace, la disolución, el hundimiento, el fin.

En el Crepúsculo en el astillero, el ciclo entonces de los trabajadores, los navíos que necesitan su reparación para navegar en otro mares o ríos, y todo pintado por espátula, líneas y colores. El color que Quinquela manifestaba que es “instintivo”, que lo elige “para las flores y el paisaje, para mis barcos y mis cielos, para este riachuelo que prolonga mi vida hacia un río de cambiantes tonos. El color nunca muere, y yo entre colores seguiré viviendo, iré prendido a los colores hasta después de muerto».

Y así fue, literalmente…18 años antes de su muerte, Quinquela pintó su propio féretro; en la tapa un barquito; en la madera interna los colores de la bandera argentina. El ataúd fue alojado en Casa Cichero, tradicional lugar de sepelios en el barrio. En esos tiempos, La Boca se inundada con frecuencia, por lo que el féretro del pintor flotó varias veces a la deriva, y varias veces fue restaurado.

La pintura de Quinquela, como la de sus cofrades de la escuela de La Boca, exhala realismo vitalista, una paisajística barrial, el intangible espíritu de un lugar expresado por un lenguaje figurativo. Cuando la abstracción tocaba trompetas triunfantes, la aparente simpleza de un arte de marinos, trabajadores y barcos llenos de tiempo y olas, restauró la dignidad de la pincelada realista. Un realismo anclado en una filosofía poética del color encendido y energético, heredero de la liberación del cromatismo por los venecianos en el siglo XVI, y ahondada luego, en el siglo XIX, por los románticos y los impresionistas enamorados de la luz y los sensuales coloridos.

Razones artísticas que explican la expansión mundial de la obra del pintor de La Boca en su momento, al punto de que en Nueva York le propusieron pintar murales inspirados en la ciudad de la Estatua de la Libertad. Pero Quinquela entonces aclaró que solo podía pintar su barrio; y en Italia, donde conoció al papa Pío XI y al Rey Víctor Manuel III, recibió una propuesta de compra de Crepúsculo en el astillero, aparentemente de parte de Mussolini. Pero Quinquela se negó, dijo que esa pintura debía volver a su hogar en su lugar en el mundo, a La Boca, como de hecho ocurrió.

Por eso, hoy, Crepúsculo en el astillero reposa en el mencionado Museo de Bellas Artes de La Boca (4), en un lugar en el que el artista vivió, cerca de donde existieron un puerto, los marinos, los trabajadores del astillero, el cielo claro, y los barcos dispuestos a elevar anclas y flotar en su breve sueño en ríos, o en el mar hondo, inmenso.


Citas:

(1) El barrio de La Boca es uno de laos más emblemáticos y pintorescos de la Ciudad de Buenos Aires, en la desembocadura del llamado Riachuelo. Un ambiente barrial jalonado por el Caminito, el Puente Nicolás Avellaneda, sus muchos frescos, la cancha de Boca Juniors, sus museos, sus muchas casas de chapas de cinc pintadas que conforman un paisaje urbano especial, que Quinquela impulsó como otra creación artística propia, y que atrae a numerosos turistas del mundo.

(2) Sobre Vicent Walter, un artista albañil:  https://www.perfil.com/noticias/cultura/la-increible-historia-del-artista-albanil.phtml

(3) Crepúsculo en el astillero en: https://ar.pinterest.com/pin/535295105697153325/

(4) El Museo de Bellas Artes de La Boca Benito Quinquela Martin, en la calle Pedro de Mendoza 1835, en el que se exhiben obras de artistas de La Boca, y de otros como Guillermo Facio Hebecquer, José Arato, Adolfo Bellocq, Abraham Vigo, Eduardo Sívori, Fortuna Lacámera, Bernaldo de Quirós, Guilermo Butler, Miguel Carlos Victorica, y muchos más. Y también allí se encuentra la famosa sala de mascarones de proa, la mayoría donados por el propio Quinquela. Un lugar para su visita si el destino los trae por la ciudad de Buenos Aires.

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