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Barcelona en turbulencia

La ciudad fundada entre la montaña y el mar se debate hoy entre las aguas turbias del independentismo y los escarpados picos de los nacionalismos a ultranza. El ambiente que se respira en las calles, por encima de las iluminaciones navideñas, es de enorme tensión, enfrentamientos, manifestaciones, huelgas y contra huelgas, que han causado grandes daños materiales y espirituales al país petit, abriendo profundas heridas en la piel de la urbe mediterránea, sacudida ya, poco tiempo atrás, por los embates del terrorismo internacional, ensañándose esta vez con sus emblemáticas Ramblas.

En tal sentido, la exposición Francesc Torres. La caja entrópica [El museo de objetos perdidos]”, presentada recientemente por el Museo Nacional de Arte de Catalunya, se constituyó en una acertada alegoría de las intransigencias y sectarismos azuzados por los particulares intereses políticos, de los partidos que participarán en las elecciones del 21 de diciembre, con vistas a organizar un nuevo gobierno, tras la disolución del anterior acusado de sedición y desacato a las leyes y a la constitución española, al declarar unilateralmente la independencia de Catalunya.

La exposición ha sido estructurada “como un paisaje construido a base de fragmentos, unos literarios y otros analógicos, que muestran la lucha constante de la preservación contra el resultado de todo tipo de destrucción: el paso del tiempo, fenómenos naturales, guerras, intolerancia religiosa y antirreligiosa, étnica o política, planos urbanísticos radicales o violencia económica”.

Barcelona
Carles Pellicer Rouviere, Chica sentada, medio desnuda, 1901. (Detalle); y Josep Maria Sert, Fragmento deteriorado del Homenaje al Oriente, Catedral de Vic, 1926-1927. (Detalle). © Museu Nacional d’art de Catalunya. Fotos: Ferran Gimenez

Obras mayoritariamente de los siglos XIX y XX pertenecientes a la colección del museo, generaron un discurso plural, abierto y crítico, donde la ironía y el juego lúdico también tuvieron cabida. Esto, desde las peripecias del rescate del busto de la reina Isabel II de las profundidades del puerto de Barcelona, donde fue lanzado por el pueblo durante la Revolución de 1968; pasando por las películas pornográficas, filmadas por encargo del rey Alfonso XIII a principios del pasado siglo, hasta los trabajos de diversos artistas catalanes “restaurados” utilizando cinta adhesiva para cubrir otras heridas, otros desgarrones, más visibles, pero no por ello menos profundos, que los sufridos hoy por la Ciutat Comtal.

En palabras del mismo Torres: “he utilizado, como artista, estas mismas obras como objets trouvées, como materia prima para realizar una instalación multimedia, interactiva a la ‘antigua’ manera –no hay arte que no sea interactivo desde Altamira”. Ello, proponiendo un recorrido para el espectador, donde la cronología, el estilo y el soporte de la obra quedaron supeditados a la fuerza del mensaje inserto en la caja entrópica o, podría decirse, bachelardiana, entendida también aquí como “necesidad de secreto, inteligencia del escondite”.

Efectivamente, muchas son las preguntas y pocas las respuestas, al entramado de intereses económicos y de poder, agazapados tras una supuesta liberación de las provincias catalanas del yugo imperial, que han sido esgrimidos por las instituciones catalanas, desestabilizando la vida nacional y generando una gran incertidumbre a nivel mundial, en cuanto a la ecuanimidad y seguridad de Barcelona como ciudad punta. De ahí que considerables empresas hayan decidido trasladar sus sedes comerciales a otras ciudades de la Península, y numerosos proyectos sociales y culturales permanezcan en un limbo o hayan sido definitivamente eliminados.

En tal sentido, esculturas, films, óleos, fotografías, frescos, muchos de ellos quemados, mutilados o rasgados por la mano del odio y el fanatismo, se yuxtapusieron en las salas del museo, tenuemente iluminadas, a fin de crear un ambiente de ambigüedades y áreas oscuras puesto a espejear el que vive hoy la ciudad, que tanto se iluminó con los potentes focos internacionales, a partir de los juegos olímpicos de 1992.

El choque entre tradición e ilustración, propio de coyunturas históricas como la vivida actualmente en España con respecto a Catalunya, se hizo presente en la exposición a partir de la idea de entropía que, si desde el punto de vista científico, “mide el número de microestados compatibles con el macroestado de equilibrio”, al trasladarlo a la encrucijada actual, sopesa la compatibilidad o las posibilidades de coexistencia entre Catalunya y el resto de la Península.

Algo que se halla en las mentes de gran parte de la población, en muchos casos viviendo al margen de la discusión independentista o queriendo borrarla de su imaginario. De hecho, un programa de televisión hizo recientemente una encuesta por las calles de la ciudad, preguntándole a los catalanes si sabían cómo se llama el partido con el que el expresidente de la Generalitat, hoy refugiado en Bruselas, se está presentando a las elecciones de diciembre, y nadie supo o no quiso responder la pregunta.

Todo ello nos da a entender que, en el fondo, el tema del independentismo resulta ser un estorbo para mucha gente de a pie, viendo cómo su cotidianeidad se ve negativamente afectada por los impasses entre políticos, cuyas agendas permanecen ajenas al bienestar general de la población. Porque no puede perderse de vista que Catalunya está hoy conformada por un crisol de razas, lenguas y culturas donde el ser catalán nada tiene qué ver con una identidad única y monolítica.

El rescate de obras perdidas, olvidadas o marginadas que la exposición del Museo de Arte de Catalunya ofreció a un espectador alerta y en sintonía con la diferencia, donde se forja ese otro que somos, se constituye entonces en una lección de tolerancia y amplitud de miras, que deberían tener muy presente quienes, tanto de un bando como del otro, se niegan a dialogar, pactar, ajustar, enmendar errores y horrores de un pasado, amenazando ahora el futuro de Catalunya. Porque la queja, el rencor y la intolerancia desplegados tanto por los políticos catalanes como por quienes dictan órdenes desde Madrid, nunca harán país.

Que la autocrítica del gran escritor Josep Pla —«Hablando con sinceridad, el catalán es un pueblo llorica, nunca está contento»— no empañe entonces el porvenir de una cultura que tanto le ha dado al resto de España y al mundo.

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