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El banquete de los dictadores

La experiencia de leer: El banquete de los dictadores

«Comían con nosotros, pero luego se iban a casa y comían más. ¿Cómo lo sabíamos? Porque nosotros estábamos delgados y ellos gordos». (Testimonio de un campesino camboyano sobre los dirigentes de la revolución de Pol Pot)

Se saltea la cebolla y el ajo en aceite de oliva durante 3 o 4 minutos, se añaden las especias, agua y se deja cocinar a fuego bajo. «La clave para un buen Shiro wot es dejar cocer a fuego lento hasta que el líquido se convierta en un guiso cremoso». La harina de teff (injera) debe tener la consistencia de una crêpe y la sartén debe engrasarse con aceite de coco. La injera sirve para mojarla en guisos y salsas, y tiene un sabor suavemente amargo.

El Shiro wot e injera no podía faltar en el menú del «Negus rojo», Mengistu Haile Mariam, quien con el respaldo soviético y de la Alemania Oriental, reinaría en Etiopía entre 1974 y 1991. Aquel guiso favorito del tirano africano fue acompañado por el millón de muertos que produjo la hambruna entre 1983 y 1985 causada por el abandono de las granjas y la sequía. Prefería el de garbanzos.

El banquete de los dictadores (Melusina, 2015), investigación hecha por Victoria Clark y Melissa Scott, es un libro inusual. Un catálogo de sabores que se combina —como si de un maridaje se tratara— con las ruindades más viles, marinadas con atrocidades que solo la ambición megalómana por el poder hacen posible, como si comer y asesinar fuesen acciones del mismo proceso fisiológico y satisficiera el apetito por engullir —en algunos casos literalmente— vidas humanas. Un trabajo más cuidadoso con el retocado de las imágenes hubiese dado como resultado una edición más elegante. Sin embargo la suma de datos biográficos, estadísticos y anecdóticos insólitos se sobreponen a aquella y alguna que otra redacción un poco tosca y así, el lector tiene en sus manos el recetario de platos que desfilaban por las mesas de dictadores de Europa, Asia, Oriente Medio, África y América, y a la vez, recetario de torturas, matanzas y crueldades que difícilmente abrirán el apetito.

La República Democrática Popular de Etiopía fundada por Mengistu inauguró pronto matanzas con las patrullas de barrio llamadas «Kebeles», que asesinaron estudiantes, profesores e intelectuales: «Los cadáveres de los niños se amontonaban en la calle, y las familias debían pagar el importe de la bala para recuperar los cuerpos». Mientras, Mengistu bebía Johnny Walker Etiqueta Negra, su trago favorito. Derrocado en 1991 y declarado genocida en 2006 huyó a Zimbaue donde fue acogido por Robert Mugabe, a quien por cierto se le obsequió una réplica de la espada de Bolívar hace unos años (debe usarla para untar manteca).

Después de todo quizás este libro sí abre el apetito. En un bol grande se mezclan los huevos, el azúcar, la leche y el aceite, se añade cáscara de limón rallada y anís, se agrega harina y levadura y se deja al horno 30 minutos a 180° C: el ciambellone, postre favorito de Il Duce, que acostumbraba comer luego de una ensalada de ajos crudos aliñados con aceite y limón. Cuando estalló la guerra no dudó en aliarse a sus primos fascistas de la Alemania nazi y el Japón imperial; el 28 de abril de 1945 su cuerpo apareció colgado de cabeza en un poste de luz de una plaza milanesa. Las palabras también pueden ser apetitosas. ¿Cómo resistirse a un Struklji? Uno de los platos favoritos del bon vivant del comunismo, Josip Broz «Tito». Sobre una masa extendida se vierte mantequilla derretida, se le agrega queso feta o tipo cottage, nata agria o yogurt, se enrolla sobre sí misma y se lleva al horno precalentado a 200° C por 45 minutos, se le puede espolvorear azúcar. Seguramente sobre el Galeb, un lujoso yate anclado sobre las aguas del Mediterráneo croata, Tito compartió este acompañante con misiones diplomáticas que convirtieron a «La gaviota» en cancillería; en una foto puede verse a Sophia Loren cortando cebollas a su lado. Se puede ser un dictador y una celebridad. El bizcocho que le encantaba a la primera dama rumana Elena Ceaucescu se llama koliva, lleva cebada, azúcar, nueces y esencia de vainilla, se le agrega durante la preparación cáscara de limón y un chorrito de ron, puede adornarse con coco rallado. Cabe preguntarse si realmente podrían disfrutarlo ya que Nico tenía pavor a ser envenenado —el mismo pavor que sentía la población ante la Securitate— por lo tanto se hacía acompañar de un ingeniero químico y un laboratorio móvil para analizar lo que llegaría al estómago del «Genio de los Cárpatos». Las imágenes del banquete de balas que engulleron durante su ejecución en 1989 todavía pueden verse en Internet.

Esta investigación desmiente el vegetarianismo de Hitler, a quien le encantaban los pichones rellenos de lengua, hígado y pistachos, y quizás luego haya abandonado la ingesta carnívora para mitigar sus problemas de flatulencias; indaga en la posible práctica del canibalismo de Jean-Bédel Bokassa, emperador al estilo napoleónico de Guinea Ecuatorial, de quien se dice que en su «coronación» en 1979, durante el banquete, le comentó al ministro de Fomento francés «Usted nunca se dio cuenta, pero comió carne humana». A los franceses no les gustó ese plato. Rumor parecido llega de la Uganda de Idi Amin quien en poco menos de una década asesinó a medio millón de personas, y engulló otro tanto en pollo de Kentucky Fried Chicken; dijo en una ocasión «No me gusta la carne humana, la encuentro demasiado salada». Para no dejar por fuera tierras más cercanas, encontramos un plato como el sancocho de siete carnes que le gustaba al Chivo Trujillo, aunque su plato favorito eran jovencitas vírgenes; y la sopa de tortuga del camarada Fidel, de quien me pregunto si se le abría el apetito antes o después de mandar a fusilar o encarcelar disidentes.

Comer y asesinar sí que parecen dos instancias fisiológicas del mismo proceso culinario de los dictadores. Es inevitable hacerse algunas preguntas: ¿Cuáles serán los platos favoritos de los nuestros? ¿Habrá alguna exquisitez o comerán hamburguesas de McDonald’s? ¿Alguno sufrirá de flatulencias? A todos se les ve rollizos, un poco ojerosos, pero robustos. ¿Temerán el envenenamiento como la gran mayoría? Durante los viajes, ¿pedirán espaguetis con ketchup? Ahí, sin duda, hay materia para un libro, un recetario de la ignominia, la ignorancia y la soberbia, ingredientes básicos para poder sentarse al banquete de la crueldad. El banquete de los dictadores, es un libro entretenido, útil si se quiere cenar un Satsivi de pollo como acostumbraba Stalin, repulsivo por el compendio de anomalías que concilia con la gastronomía, y da cuenta de una faceta poco explorada de estos hombres. Se suele pensar que donde hay una mesa hay civilización, pero muchas veces el envilecimiento le sirve el mantel a los atavismos más remotos hasta confundir el hambre con el apetito.

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