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Baño de carne

Tan simple como decidir, ya avanzado el mediodía, que te apetece un baño de playa, de sol, y porque todos estamos contentos porque es verano, porque es fácil la travesía de una hora de viaje en ferry por las aguas que limitan el sur de la isla de Manhattan, por el nimio costo de un viaje en metro… Aunque la cola de dos horas y media superó mis expectativas, sucedía en medio de una fiesta de gente que estaba dispuesta a todo por merecerse la arena y las olas. Las personas se amigaban por compartir la sombra de una sombrilla, por comentar el desempeño de la bicicleta de alguno, por saber más acerca de los boletos, la duración del viaje, el color del esmalte en las uñas de los pies tan bonito, o simplemente con el clásico “hi” sonreído, sin excusa, que celebra la coincidencia de intención. Y así las dos horas pasaron sin darme cuenta. Por el contrario, fue una de esas experiencias enternecedoras, que te reconcilia con la humanidad. El espíritu generoso que se conmueve por la contentura hecha del placer imaginado, próximo, al alcance de $2,75, dos horas de cola, una hora de ferry al viento y ¡saz! la felicidad. La imaginación de lo que viene, de lo que nos espera, ese combustible que nos motoriza a hacer. La imaginación que según dicen, nos distingue de los animales, -aunque cualquiera que tenga mascota puede legítimamente disentir-.

Una imaginación que es privilegio de todos y cualquiera que imagina que el amor de su vida va a llegar a la fiesta, y apuesta por el vestido verde, con este vestido, me dirá que soy linda, y me pinto los labios, y entonces me va a invitar a salir, y me pongo una flor en el cabello, y tal vez después que bailemos despacito, no Despacito, me dé un beso, y es tan alto y guapo, me pongo las sandalias de tacón, me veo más delgada, el perfume en mis muñecas, detrás de las orejas, el escote… imagino… tomo la cartera, lista para salir a la fiesta, un último vistazo al espejo, ya soy su novia, voy cantando calladamente en el camino, suspiro, imagino, llego a la fiesta sonreída… él no está. Pasa el rato y no llega. Le río los chistes al amigo de siempre, pendiente de la puerta. Me tomo uno más. Y llega, abrazado de aquella rubia pretenciosa, que nunca pensé que fuera tan linda como esta noche, yo con mi vestido verde, mi flor en el cabello, el labial aun en su sitio, las sandalias de tacón, ya me empiezan a cansar. Pero lo que si nadie me puede quitar, es la hora que pasé imaginando. Ni porque fuera mejor lo imaginado que lo que sucedió. Esa hora feliz, siempre será mía y feliz.

Pues lo mismo pasaba en aquella cola para ir del Pier 11 a Far Rockaway. Era toda ilusión.

Cuando finalmente nos montamos en el ferry, notamos que era distinto a los demás, tenía otro aspecto y era aún más grande. Cuando a la gente le dan la oportunidad de pasarla bien, se vuelve fenómeno masivo. La demanda de los ferris que te llevan directo a la playa al precio del metro, superó la flota y tuvieron que habilitar otros barcos… Todo el mundo quiere ser feliz, llenarse la vida de motivos para sonreír. Y eso pareciera que siempre supera las cuentas que sacan los gobiernos. Sin intención de quitarle ningún mérito a Di Blasio.

El colmo del no sé qué pensar sucedió cuando coincidimos tres escritoras sentadas juntas en el ferry. Tres escritoras, como es ser escritoras en estos tiempos, ghostwriters, que escriben de cualquier cosa que pague y en cualquier medio, con ganas de hablar con cualquiera que se les atraviese el día que deciden salir del encierro free lance de sus casas.

Cuando llegamos a la playa descubrimos que era el mundo, literalmente, el mundo entero que se había decidido por el mar esa tarde. Parecía que no cabíamos en ningún recodo de la extensa arena poblada de todo tipo de gente, en una fiesta compartida, aborigen, bajo el sol. Cerca de la esquinita donde logramos acampar, sonaba una música guapachosa a todo volumen, y bailaba una pareja, luego dos, luego eran 50 personas bailando, haciendo coreografías sobre la arena, en dos líneas enfrentadas, luego de un brazo a otro, la gozadera… Gentes de todos los tamaños, colores, edades… la carne desatada. Más allá del 90, 60 90 y la juventud, todos los cuerpos en su derecho a esgrimirse exaltados de sensualidad, en un gesto animal, de necesidad de contacto, cuando no de apareo, iban y venían o retozaban, los volúmenes orondos, explayados francos frente al iphone amigo, lentes de sol y Rita Hayworth de muchos kilos… sumergida en una paila llena de carne gozosa, me sentí animal.

Y ahí mismito me sentí tan afortunada de que mi animal resonara a partir del goce y no a partir de la rabia, que es como cotidianamente y con frecuencia inusitada se nos despierta el animal en Venezuela. Y sentí un peso que llegó a oscurecer el cielo azul de mi fortuna.

Es difícil ser venezolana en estos días. Estés donde estés.

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