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¡Bang Bang! Me disparaste (Sólo para Valientes)

Sus padres dirigen delicadamente los cubiertos en la dirección que exige el Manual de Carreño. El camarero, un joven que apenas cumple la mayoría de edad, envejecido con un moño de piqué blanco, viste un frac; toma los platos elegantemente con el pulso que a otros les otorgaría la experiencia. Sofía luce apacible, como siempre, nadie sospecha que una niña con 1 año de nacida se encuentra en el lugar, y si la han visto la dan por dormida. Al ver al camarero retirarse, Sofía rompe el silencio con un llanto desgarrador como a quien se le escapa la vida.

Sofía no ha sido de buen comer; ahora tiene 4 años y su madre pasa horas intentando que trague una cucharada de sopa —la engaña al decirle que sólo faltan tres cucharadas, cuando faltan diez—. “A ver Sofí, el avioncito, abre la boca; una por tu papá, otra por tu madrina… ésta, por tu abuela”. La niña cierra la boca ipso facto declarando que el aeropuerto acaba de cerrar “porque está lloviendo”. En otra ocasión, en la temporada de vacaciones de la escuela, ambas discutían dentro de un avión cuando finalmente Sofía aceptó comerse el pollo; iba por el cuarto trozo, cuando el cantante Ilan Chester —conocido vegetariano— decidió rescatarla: “y tú ¿vas a comerte ése cadáver?”, señalando el plato con la quijada. La niña observa a Ilan: encuentra sus ojos heroicos y le sonríe. Sofía ha vuelto a “enamorarse”.

La felicidad de Sofía parece cosa fácil; consta en la simpleza de una resma de papel blanco y unos creyones para pintar. Esconderse detrás del mesón blanco para saborear una cucharada de leche en polvo o beber Taco a medianoche, una bebida achocolatada a la que su padre le agrega canela. Ser cargada de caballito por sus hermanos, a los que —sonriente— deja que la inclinen o la coloquen boca abajo. Si llueve, Sofía olfatea el olor a tierra húmeda. Si sale el sol, Sofía corre en el jardín para que la persiga su perro, Strauss. Sueña despierta con ser bailarina, conductora de T.V, ¡cantante!; nada debe hacer, sólo soñar. Canta canciones compuestas para las películas de Disney; desafinada o no, peinada o no, salta de mueble en mueble bailoteando sin deseos de tener público que la aplauda. En Diciembre, ayuda a sus padres y hermanos a vaciar las cajas llenas con adornos que colgarán del árbol de Navidad; juega con las figuras hechas de cartón duro que emulan el ballet de El Cascanueces; con ayuda de su familia, les coloca hilo dorado y las guinda en el pino.

Ya Sofía tiene 11 años y no quiere una muñeca más. Un muchacho mayor que ella la visita frecuentemente junto a su grupo de amigos. Si Sofía pinta, pinta el nombre del muchacho; si Sofía baila, baila con el muchacho; si Sofía olfatea, olfatea el suéter que le quitó al muchacho. El muchacho no le presta mínima atención y sigue jugando billar. Tres años después, el muchacho finalmente la besa; Sofía registra el beso en su diario, se lo comenta a sus amigas en la escuela, vuelve a brincar feliz sobre los muebles. Canta canciones románticas moqueando, hasta se atreve —en un instante de absurda valentía— a dedicarle alguna canción por el teléfono. El muchacho es el único que desconoce sobre las profundas demostraciones de afecto de las que Sofía es capaz: guarda la servilleta con la que él se limpió y el chicle que él masticó. Como Rapunzel, Sofí deja crecer su cabellera desde una torre sin escaleras a la expectativa de que el príncipe, sin habérsele anunciado, aparezca y escale la torre —pero es que Sofí: ¡los hombres de hoy usan ascensor!—.

Sofía ha descubierto algo que la mantiene hambrienta: «si tan sólo pudiese comerme un pedacito» — se dice. Ella sabe que no es cierto, al comerse el pedacito quiere más y más. Las idas a la playa o a la piscina, crear olas con el impulso de sus piernas, no le es suficiente. Quiere las manos de él rozando su frente; las manos de su madre — antes curativas, y aunque tibias— no quitan estos dolores que agitan el pecho y tensan los muslos.   

Y al crecer Sofí, en sus sueños alguien sin rostro la persigue entre los pasillos de un laberinto infinito; igualmente sucede cuando intenta subir las escaleras al segundo piso: el ser sin rostro se asoma desde la ventana que —para Sofía— es inalcanzable; ella corre despavorida, veloz, llega a su habitación cerrando la puerta inmediatamente después de su paso. Antes bastaba con dejarse caer al suelo: Sofía estaba segura que si alguien intentaba herirla pasaría desapercibida al hacerse la muerta. Las pesadillas terminan cuando la mente así lo quiere, pero este pensamiento ininterrumpido la mantiene constantemente motivada a lograr que este muchacho brote como el conejo del sombrero y la quiera, la quiera mucho.

¿Qué representa este ser sin rostro?: ¿su obsesión? Puede que no. Quizá Sofía, ya siendo tan joven, constituye la imagen del rechazo en sus sueños: los seres sin rostro; juicios e ideas que creamos para justificar el por qué las acciones de otros no son reciprocas, o más bien por qué no son iguales a las nuestras.

Sofía decide no preguntarle al muchacho qué siente o por qué no lo siente. Puede que él mostrase su interés frecuentándola hasta que ella creciera, porque su juicio moral así lo exigía. ¿Qué tendría que hacer el muchacho?¿Deseaba Sofí poseerlo como las lagartijas que dejaba olvidadas sin salida, agua ni insectos, en una pequeña caja; las que recordaba solamente cuando el olor putrefacto impregnaba la habitación?

Sofí aprende en la clase de Ciencias que los seres vivos, además de alimento, necesitan un ecosistema propicio para su desarrollo. Que cuando se raspe la rodilla, hay algo llamado “primeros auxilios”. También, hay quienes intentan convencerla que el amor sólo le interesa a las niñas; Sofía, testaruda, les replica:

—¡¿Acaso no fue un hombre quien escribió Romeo y Julieta?! ¿… las rancheras, el tango?¿quién inició la guerra por una mujer?—.

Hoy, investigadores, como Helen Fisher, demuestran que el cerebro funciona igual tanto en mujeres como en hombres cuando supervisan la actividad cerebral de dos personas que se atraen. Sofía parece tener razón: Incluso la Era del Romanticismo fue iniciada por hombres. Los héroes románticos eran, frecuentemente, “prototipos de rebeldía, como Don Juan, los piratas y Prometeo, y los autores románticos quebrantan cualquier normativa o tradición cultural que ahogara su libertad”. Y al hablar de esa libertad querían decir: revolucionar la métrica, irrumpir movimientos históricos anteriores con la exaltación de lo instintivo y lo sentimental. Incluso, se ha llegado a decir que el romanticismo es para supersticiosos y creyentes. Los “románticos” declararon: “La belleza es verdad”.

Entonces, aprendimos que para cuidar los dientes, los cepillamos; que para curar el ego, vencemos; y que, para los dolores fundamentales, existen los doctores. Si la emoción habla, podemos censurarla y enfocarnos en otras cosas… Los románticos de hoy corren el riesgo de no cerrar la puerta cuando los seres sin rostro aparecen: no le temen al instinto que los invita al sexo, a “enamorarse”, o a no vivir únicamente por sí mismos. Los románticos siguen siendo héroes con pretensiones de libertad.

Los guerreros que trascienden son los vulnerables, son los de las causas a las que otros han renunciado. Nada se compara con la dureza de un crimen pasional; pero, amar nunca depende del exterior sino del interior: si amaramos sin esperar reciprocidad, no habrían crímenes pasionales ni grandes despechos, cantaríamos sin desear el aplauso del público. Amar es sólo para valientes; Sofía: Nunca te dejes convencer de lo contrario.

Sus primas la vieron detenerse al final del muelle. El viento propulsa fuertemente sus caderas, sus brazos, sus piernas; Sofí no tiene miedo, más bien, junta sus manos formando con ellas una flecha que hunde en el abismo hasta incorporarse al mar.

“I was five and you were six
We rode on horses made of sticks
I wore black, you wore white
You would always win the fight

Bang bang, you shot me down
Bang bang, I hit the ground
Bang bang that awful sound
Bang bang, my baby shot me down…”

“Bang Bang” — (cantada por) Nancy Sinatra

“Mi generosidad es tan inagotable como el mar. Mi amor es profundo, mientras más te doy, más tengo; para ambos es infinito.” — Shakespeare, Romeo y Julieta

“Yo no deseo ninguna compañía en el mundo sino la tuya.” — Shakespeare,

La Tempestad

“You can´t blame gravity for people falling in love.” — Albert Einstein

“To love is to act.” — Víctor Hugo

Dedicado a Joan Varini, mi instructora de Yoga, 

y a su “Guía de Visualización y Regresión”.

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