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Baltasar en todo su esplendor

Estaba en el carro con mi papá, cuando pasamos frente a una televisora que ostentaba a los Reyes Magos con todos sus contornos hechos de bombillas navideñas. Continuamos el trayecto para ver una serie de restaurantes con arboles envueltos en bombillos azules y me preguntó, al ver mi poco entusiasmo, si no me gustaban las luces navideñas.

Toda esa iluminación me parece obscena, soy de los que buscan algún equilibrio, algo por el estilo del claroscuro barroco o el juego maniqueo de luz, sombra, tiempos primitivos y anuncios publicitarios. Ahí, en el carro, mi papá me dice que luz es la felicidad, la alegría, quizás dijo algo del espíritu humano. Estoy en desacuerdo, quizás porque la luz solo me parece un fenómeno de fotones y pigmentos, pero si vamos a ser alegóricos –o míticos-, entonces pienso que el humano debe jugarse la vida justo en aquella búsqueda de la luz, no que invada todo. Ahora, no me gustaría hacer una división conceptual precisa porque entonces caería en algún desahogo de temáticas que ya otros han hecho mejor que yo, decir por ejemplo que la luz es dionisiaca y la oscuridad apolínea. Esa afirmación, además, está llena de contradicciones: la fiesta se da a oscuras igual que el ritual, la luz es necesaria para la lectura y representa lo divino; la meditación más profunda y lo onírico son oscuridad, el despilfarro comercial y la publicidad (en especial la que depende de gases nobles) es aquella luz abrumadora.

Pero estas luces navideñas son parte de una celebración: es la victoria en contra de la noche que por milenios dejó a la humanidad sin más remedio que dormir, protegerse, refugiarse. En todo caso, alrededor del solsticio del invierno siempre ha habido este culto a lo luminoso: los romanos y su Natalis Solis Invicti, donde el eje de celebración es Apolo, los pueblos precolombinos también le rendían tributo a dioses solares como Huitzilopochtli y, por supuesto, los cristianos celebran a su Mesías, pero nosotros hemos caído en el exceso. Para seguir admirando, para prolongar la celebración construimos nuestro propio sol artificial, fragmentado en piezas propensas al cortocircuito.

Cuando ya todo los símbolos navideños son representantes de luz, de sol o mesiánicos, sagrados, enrollarlos en luz es un pleonasmo. El árbol navideño es representante de Frey –dios nórdico del sol y todo lo que es fecundo- por su imbatibilidad contra la crueldad del invierno y la noche (por algo será perennifolio), pero lo envolvemos en luces de colores para decir de nuevo: vida. No hay espacio para nada más.

Las municipalidades, comercios, televisoras, convierten la ciudad en un templo de abundancia, una que se desborda dentro de su propio significado hasta convertiste en un deleite estético. Eso si se les puede conceder. No es que proponga un guerra contra las decoraciones, sí estoy de acuerdo de que esta celebración a la familia (eso representaba, también, estas fechas para los paganos), el solsticio y quizás algunos elementos más primitivos como la fertilidad, ameriten el uso de lo brillante, solo que hay que aplicarlo con más prudencia y menos repetición.

Aunque cuando mi papá me hizo la pregunta, no le dije todo esto, sino que le di una respuestas más eco-amigable: son un desperdicio de energía. Por algo nunca he sido elocuente. En todo caso, quizás sea solo yo quien vea este sistema particular de símbolos.

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