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Adrian Ferrero

“Bajo el influjo de Apolo”. Un cuento hacia un encuentro superador

Pero el libro vino después. Primero fue un enamoramiento descomunal, que él no pudo ni supo de qué modo controlar. Es sabido: las pasiones avasallan ¿Acaso el amor puede  controlarse? ¿o irrumpe como una devastadora catástrofe o la perla, inescrutable del deseo? En ocasiones esa pasión es lenta y sutil, incluso se desconoce y lentamente va revelándose. En otras es un encuentro fulminante.

Se calzó la remera, en señal de un cierto pudor, como diciendo “Hasta aquí llegamos”: su mecanismo de defensa. Pero eso no fue necesario. El amigo de Perla y Eduardo ya venía acompañado. Le rodeó la cintura, la acercó y la besó. Julián estaba con esa mujer entre sus manos, entre sus labios, entre su lengua (pensó José Luis). Él hubiera deseado suplantarla. Para evitar el malestar que le provocaban estas escenas no quiso escabullirse en el mar ni salir a caminar porque podía ocurrir la peregrina posibilidad de que alguien quisiera acompañarlo. O que pensaran que se sentía incómodo por su presencia. No se arriesgaría. ¿Por qué tantas hipótesis? ¿por qué no ser más espontáneo? De modo que guardó el protector solar en la mochila (ya eran las seis de la tarde), se puso la gorra innecesaria, se despidió y se fue al departamento. Paraba solo. No había querido compartir alojamiento con nadie porque en ese veraneo en Santa Clara del Mar buscaba de escenario la serenidad, la soledad, el sosiego para escribir en paz. Se había llevado la Notebook donde tenía un libro de poesía terminado para corregir: Una historia del dolor.  No era largo pero sí requería de un trabajo de hilado fino. Ajustes. También el libro de cuentos Marruecos, muy corregido ya a esta altura, cada cuento a su debido tiempo, algunos leídos por amigos atomizadamente, lo que le daba una cierta garantía de que no eran para descartar para un libro. Y la lectura completa de María, una gran escritora radicada en Buenos Aires que había vivido en otras partes del mundo y que al terminar de leerlo le había escrito “Bien, bien, muy bien”. Ese halago no tenía precio. A su juicio era una de las mejores narradoras argentinas. Producía libros pero odiaba toda clase de formalidad que tuviera que ver con Ferias del libro, firmas de ejemplares, entrevistas, notas en los diarios. “Sería lo ideal”, pensó. Solo conocida por sus libros, autora de culto, publicaba en editoriales de mucha calidad pero poco redituables. Ella escribía, publicaba, olvidaba de inmediato lo escrito (le había dicho). Cuando tuviera ganas o ideas, empezaba otro. 

Algunos cuentos habían sido publicados en revistas literarias acompañados por pinturas de artistas plásticos de trayectoria internacional de Argentina. Otros en el extranjero, en lengua española. Y también estaban todos los inéditos sobre los que sí quería volver porque era inseguro a la hora de publicarlos en libro (no así en las Revistas culturales). Los libros eran espacios sagrados. Demasiado perdurables como para no inspirar respeto. Ya formaban parte de una biblioteca imaginaria que a él le merecía atención. 

Empezó por el libro de poemas. Era el que lo  desvelaba. Sobre el que experimentaba mayor inseguridad. Poemas. Cápsulas de absoluto. Si bien la poesía, en su economía sutil (la suya no era crispada) demanda de una exigencia y una contención en el cuidado de la economía del lenguaje, también era sustancia maleable. Un paso en falso malograba un poema. Aprobaba, sí, el libro pero con reparos. Era partidario de un reposo para retomarlo en algún momento. Es decir: lograr que el libro se pareciera lo más posible a un arquetipo exigente que solía pensar como un ideal ¿alcanzable? ¿había quedado conforme por completo con alguno? Hacía el intento, no siempre exitoso, de olvidarlos, procurando seguir las lecciones de María. Era un libro contenido. Sin hipérboles ni figuras retóricas del exceso. Ignoraba qué sentiría quien lo leyera. Si era mujer o  si era varón. Según qué identidad de género. Si eran adultos o jóvenes. Si eran personas que lo conocían y sabían de su autoría y trayectoria o desconocidos. Si lo leía un enamorado a su novia o a la inversa. Si eran personas de clase media, de la alta burguesía o pretenciosos patricios llenos de ese narcisismo frívolo tan vulgar. En eso no piensa un autor estrictamente hablando cuando escribe o corrige su libro. Piensa en un libro que, desde lo perfectible, lo deje satisfecho. Y sí, probablemente piense en un lector ideal, al cual le gustaría que ese libro lo gratificara. Tampoco tenía el camino allanado a nivel editorial. Ubicar poesía en el mercado era misión difícil. Mucho más para alguien que había publicado cinco libros de los cuales solo uno había sido editado y distribuido en Buenos Aires en una editorial independiente. Alguien que había publicado mucho en el extranjero en Revistas culturales independientes, pero no de Argentina prácticamente. O sí, se le mezclaban un poco las Revistas. Le gustan más las del extranjero. No por tilinguería sino por seriedad. Paradoja misteriosa. Era más conocido en el extranjero por sus artículos, crónicas de viaje o de autores, series de poemas o cuentos que en Argentina, donde también en Revistas editaba artículos críticos o, muy esporádicamente, ficción. No era, cabe agregar, un escritor reconocido por sus colegas de Buenos Aires. Ni por los diarios o Revistas argentinos. Era una figura invisible para la cultura oficial. Pero leído en sus producciones breves.

Trabajó un buen rato pero no lograba concentrarse o de hacerlo con  la profundidad que anhelaba. Tal como debe hacerlo alguien que corrige para publicar. La imagen perturbadora de Julián junto a esa chica en la playa. Julián de cuclillas junto a ellos. Julián de pie. Julián, amigo de amigos que iba a pasar el día entero  siempre con chicas, por lo general relaciones efímeras hasta donde podía entreverse. Y luego partirían. De modo que procuró concentrarse más aún. Trabajó una hora luego de la cual comprendió que no lo había hecho. Es más. Podría haber malogrado el manuscrito. Lo desvelaba haber desarmado la singular atmósfera, esa que confiere unidad a un poemario, si uno tiene una cierta experiencia en escribirlos. Cada poema era un conflicto en este libro. Ofrecía una duración, pero también un campo de fuerzas que entraban en fricción. A veces lanzaban chispas. A veces entablaban un combate. En ocasiones incluso se seducían. Pero lo repito. La tensión en ese libro pasaba por una cierta forma de concebir la arquitectura de cada poema. Cada vector que conformaba el diseño tenía una singular fuerza a la que inducía la gramática de los versos, las estrofas.

Se dio una ducha en la que tuvo una erección pensando en Julián pero no  se masturbó.Simplemente lo que hizo fue dejarse erotizar por el agua, dejarse acariciar por Julián pensándolo como el agua que fluye y que de pronto estalla, como un géiser al momento del encuentro entre dos cuerpos. La ducha, abierta al máximo, fue entonces su géiser. Cerró la canilla y desnudo como estaba se fue al dormitorio. Mojó el piso. Le importó un rábano. Se secó con la tranquilidad de un samurai. El mundo no ofrecía resistencias. Salvo el aire que presionaba su cuerpo,  levemente pero de  modo persistente, la frescura de la temperatura ambiente que, combinada con el agua sobre su cuerpo, lo gratificaba en días como estos. En lugares como estos.

Estuvo a punto de salir pero supo que no tenía caso ir al centro en busca de una cerveza. Tampoco frecuentaba boliches gay ni todos sus amigos ni familia lo sabían. Tan solo algunos primos y su hermano, coto vedado de personas a quienes él se los había confesado (no sin sufrimiento), pero a quienes les había manifestado que no había mantenido relaciones sexuales con varones. No por ahora. Sí con mujeres. Y varias. Las había disfrutado mucho. Había gozado de esos cuerpos. Resultaba desconcertante para él este desplazamiento del deseo, fuera de lugar, descolocado, corrido de sitio, renovado. O no, esta conversión. Añoró aquel otro, el que  había sido más potente. Ahora languidecía en un ocaso de ensoñación nostálgica. Pensó ¿por qué no? en una noche clandestina en la que los cuerpos, libremente, mantuvieran intercambios sin represiones ni censuras. Fantasía estúpida en Santa Clara del Mar en medio de un verano en el que tampoco era su costumbre frecuentar a extraños salvo a las personas con las que estuviera en la playa en la carpa de al lado o quizás un encuentro por casualidad en una librería o un Centro cultural. Vacaciones despreocupadas. Es cierto. Pero con un encuentro turbador que había agitados corrientes subterráneas. Había activado el deseo. Con desmesura. 

Ya cansado (era la una de la mañana), se acostó a dormir. Era un día  particularmente caluroso en ese paraje de Santa Clara en el que paraba, pero ideal para escribir. Por las mañanas un café doble cortado. Medialunas de un negocio famoso de la zona. Duchas. El mar. Sobre todo contemplar el mar. Su espectáculo siempre le había resultado sobrecogedor. Pero no le gustaba el agua salada.

Al día siguiente lo despertó el sonido de las aves. No lo perturbaban. No aturdían ni eran invasivas. Tampoco era un canto agudo. Se trataba más de una presencia musical. Solía desayunar a solas en un bar en la esquina de su departamento. 

Se despertó. Se lavó los dientes. Se vistió, fue al bar de la esquina con el equipo de playa. Por lo general tomaba un licuado de durazno y kiwi (nunca almorzaba). Se sintió más feliz al día siguiente. Más feliz porque en el mundo existía Julián. Esa relativa euforia, que supo de inmediato tornaba su carácter gracias a otra presencia magnética, lo hizo manifestarse con prudencia. Julián era de esas personas que de una mirada congelan, fulminan y, hasta en ciertos casos, él no diría de amor. Pero sí que producen una masiva pasión. Él sabía distinguir perfectamente una cosa de la otra. Julián era evidente que prefería el harén, a la monogamia. La presencia del desfile de chicas lo confirmaba. Eso activaba de inmediato, automáticamente, los celos.

Perla, Eduardo y él habían alquilado la carpa a tres cuadras de su casa. De modo que poco costaba llegar y poca pereza daba ir al mar temprano y regresar por las noches, farolas antiguas encendidas de por medio, un barandal de maderas blancas trabajadas. José Luis no era miedoso. Sus amigos y familiares quedaban azorados por cómo se manejaba por la ciudad. Cómo se atrevía a regresar caminando de una reunión social a su departamento en La Plata a pie a altas horas de la madrugada ¿Qué más daba? A cualquier hora a uno lo podían asaltar por un teléfono celular o un par de motochorros balearlo por su billetera. La hora no era el punto. Sino la ruta que tomaba. Elegir barrios bien iluminados. Caminar mirando en torno. En ocasiones ni siquiera eso. Se abandonaba a una caminata espontánea. La fortuna lo había favorecido. Nunca había sido asaltado. 

Para ese verano se había llevado libros que fueran deudas pendientes: La montaña mágica de Thomas Mann, Lolita, el Teatro completo de Oscar Wilde y Lugar común la muerte de Tomás Eloy Martínez. Le parecían obras todas tan distintas que lo iban a sumir en universos que contrastaban los uno con los otros, había algunos cultos, otros desafiantes, otros irónicos, otros ingeniosos, otros sensuales, pero eso le gustaban. Matices. 

Él en La Plata llevaba una vida retirada. En su departamento en un segundo piso (ni siquiera necesitaba ascensor) tenía lo elemental que requiere un soltero para vivir con comodidad. Dormitorio con cama de dos plazas. Comedor diario. Un baño amplio con ducha y bañadera (no tomaba baños de inmersión), una barra y luego la pequeña cocina. Un cuarto más, bastante amplio, que había destinado a una biblioteca exquisita.

José Luis se había graduado en la carrera de Bibliotecología en la Universidad Nacional de La Plata. Había hecho un Master en Bibliotecología, sobre incunables y hemerografía documental en la UBA y eso le había hecho ganarse el respeto de toda la Biblioteca de la Universidad Nacional de La Plata, que dirigía. No había llegado a ese cargo por influencias políticas sino por trayectoria. Tanto la carrera grado como el posgrado los terminó con rapidez. El Master, de dos años, supuso una estancia de tres meses en la Universidad de Boston por un intercambio. De modo que había viajado bastante por EE.UU., un país que no le gustó. También por América Latina. Al Pacífico, pese a sus aguas heladas lo disfrutaba. Y había visitado la Isla de Pascua en una estadía en Chile, pernoctando una semana. Era lo mejor que recordaba de sus viajes por el mundo. No habían sido tantos. Pero había conocido bastante de EE.UU. De Chile, de México (había ido a un Congreso en la UNAM). Tenía amigos ahí. Algunos volcanes lo habían impresionado mucho. Y por la Patagonia argentina sentía una particular atracción.

Su biblioteca estaba bien provista, porque además sabía idiomas. Por lo pronto inglés por la rama materna, nacidos sus parientes en ese país hasta que su madre había emigrado a Argentina. Siempre con su madre hablaban en ese idioma.  También había asistido a un instituto a perfeccionarse en conversación dos veces por semana en La Plata durante muchos años. Sabía italiano porque había cursado estudios en la Asociación “Dante Alighieri”, hasta el diploma de egresado, sabía leer perfectamente en ambos idiomas. De francés nada. No le interesaba. Sentía una particular aversión por ellos. Por detrás de esos modales corteses, llenos de amabilidad y gentileza encubrían una vanidad por su patrimonio cultural que era  proverbial. Una estupidez  disfrazada. Una tilinguería, además de ser eurocéntrica. No digamos cuando estaban delante de un argentino. Por supuesto que los norteamericanos tenían lo suyo en otras artes. Él se sentía más cómodo con los italianos. Italia era su casa. Le gustaba mucho Florencia. Los ingleses lo repugnaban por el imperialismo y el desprecio hacia los sudamericanos. Por otra parte, imposible olvidar Malvinas. Menos aun a su Corona. Y los norteamericanos tenían una Historia llena de violencia, astucias para iniciar conflictos bélicos, una  permanente escalada armamentista o bien una discriminación atroz hacia los negros, los latinoamericanos o los africanos. El capítulo de Hiroshima.  

Sus hábitos en La Plata eran tan distintos de los de Santa Clara del Mar. Madrugaba para ir a trabajar. No tenía auto de modo que se trasladaba en transporte público, en micro, (añoraba los subtes de Buenos Aires), lo indignaba la mala educación de la gente con la que viajaba. Desde los que le estornudaban en la cara hasta los que él veía, estando de pie, que no le cedían el asiento a los más viejos o a las embarazadas. A las mujeres con criaturas. Entre otras varias razones, solía irse a Buenos Aires con amigos los fines de semana, los sábados a mirar cine o teatro y a veces pernoctaba hasta el domingo a la noche en la casa de de algún platense que se hubiera mudado. 

En el bar de Santa Clara del Mar fue al baño. Tenía toda la intención de ir a la playa. Llegó a la carpa. Ni Perla ni Eduardo habían bajado. No estaban sus cosas y la cortina interna de la carpa seguía sin descorrer. La arena de la carpa alisada. El cuidador se notaba que hacía un trabajo prolijo. La carpa vacía era señal, como suele ser habitual, de que dormirían hasta tarde. El monoambiante que habían alquilado quedaba cerca del suyo. Pero raramente se juntaban.  Pasaban todo el día en la playa. Solo eso. Ambos eran astrónomos. Se habían conocido haciendo la carrera, en la Universidad Nacional de La Plata, se habían enamorado, formado una pareja sin hijos. Pero estaban a tiempo de cambiar de planes.

Se tiró en la carpa a leer el Teatro completo de Oscar Wilde. Nuevamente esa ocurrencia de Wilde, su sentido del humor,  el ingenio, el sarcasmo, la ironía, la búsqueda de originalidad en las conversaciones. Y sin embargo llegaba ese momento implacable en el que liquidaba a la frivolidad o al pragmatismo. No se detuvo hasta no terminar de leer La importancia de llamarse Ernesto. Sabía que Wilde había jugado con una ambigüedad en el título original. Intraducible. Siempre había notas a pie cuando había leído esa obra. Dejó todo y se metió en el mar. Era un gran nadador porque iba a la pileta dos veces por semana. No necesitaba instructor porque sus tíos en la quinta de sus abuelos le habían enseñado todos los estilos. El mayor de ellos tenía más vocación para instruirlos. El menor, protector, supervisaba, rectificaba, corregía y velaba porque nadie se metiera por debajo del agua más de la cuenta. 

De pronto vio a Perla con su traje de baño de dos piezas blanco: 

-Eduardo no quiso venir al agua 

-No sabe lo que se pierde. A las diez y media de la mañana el mar está ideal. No hay nadie y el mejor sol. 

-Es lo que yo le decía. Pero… Vos conocés  a Eduardo. Cuando se le mete una idea en la cabeza parece una mula. Fueron esos largos años en la carrera. Estoy segura. El estudio voluntarioso, “tesonero”, le decía su madre. Es tan tan obsesivo por momentos. Hay que ser tan tenaz para llegar hasta el final, con una carrera que te confieso es difícil, la vida se vuelve exigente y rígida. Yo no soy así. También tuvimos otros padres. Él no tuvo hermanos. La cultura familiar de ambos es otra. Te confieso que a veces me cuesta la convivencia.

-Decímelo a mí con mi cuñada que es Ingeniera Electrónica. Encima católica con el misticismo de una monja. Internan a sus hijas en Las Esclavas de Jesús, esos colegios privados llenos de horas de catecismo donde les enseñan toda clase de oraciones. Por suerte viven en Buenos Aires.  Los tengo tan lejos que no jugamos a las visitas. Ella tiene el antifaz de ser buena persona. Uno sabe que espera a cerrar la  puerta de casa para comenzar la ceremonia de la maledicencia. Habla de los principios cristianos, de la  moral, de las buenas costumbres. La he visto hacer o me he enterado por mamá de perradas. Ha invitado a las hermanas de mamá, con las que está peleada, a una velada de té con scones. Un tormento para mí. Mi hermano la eligió. Y también tener cinco hijas con una mala mina. Las familias muy católicas suelen ser conejeras. Yo habitualmente elijo excusas para no verlos. Podría, viajando los fines de semana a Buenos Aires, tomar un té. Pero sinceramente no me da el estómago. No conozco su casa. Se la diseñó un arquitecto de la mayor reputación entre los porteños. Ese complejo del típico platense que se muda a Buenos Aires y busca mantener un status, cómo diríamos, acorde al ciudadano en el que no ha nacido. Les han pasado mil cosas. Pero no aprenden. Mamá y papá los han acompañado en montones de momentos tremendos. Y ellos responden con desprecio, con intrigas o indiferencia. Mi relación es con papá y mamá.Lo lamento por mis sobrinos a quienes no conoceré. Además tienen la idea tan platense del profesional empresarial exitoso. Pretensiones de destacar socialmente. Tema cerrado para mí. Y después de exactamente una hora en el mar me retiro a la carpa. O leo o charlo con Eduardo. Pero le voy a aconsejar que se dé un chapuzón. Si no me calzo la gorra con el protector y me voy a caminar por la orilla. Es una buena hora. Ci vediamo.

-Ci vediamo presto-respondió Perla. Diligente. Gente culta los Serrano. Por el lado de ella, Iñíguez. Dos amigos del alma. Se habían quedado en el capítulo de cuando había roto con Carmen.

Estaba a punto de salir del agua cuando vi que una persona se acercaba acompañando a Eduardo. Cuando distinguí quién era me estremecí. Era Julián. Acompañado de una chica. Otra distinta. Esbelta. Saludé. Miré a la chica. Muy bonita. Julián escultural. Sin remera. El pecho sin vello. Músculos no exagerados pero sí un torso firme, trabajado. A mí también la natación me había dado un torso firme. Trabajado. Si bien no escultural porque no quise nunca trabajar con aparatos. Siempre me dieron la impresión de maquinitas tragamonedas. No sé. Una impresión.

Hablé con los tres pocos minutos. Banalidades ¿De qué pueden hablar cuatro extraños entre los cuales algunos no se conocen y otros sí, salvo del clima. A Eduardo le contó que habían salido con Guillermina, la chica que lo acompañaba, y habían ido a bailar a un boliche de Mar del Plata. Eduardo dijo que se iba al agua.

Supuse que siendo una conquista rápida y fácil la chica sería frívola, una compañía fugaz de la que pronto se desharía, o rompería por otra, para su colección. Pero no. Prejuicios. Era una Prof. de Geografía egresada de la UBA. Menor que yo. Menor que Julián. Yo a Julián le llevaba dos años, había salido en una charla. Hablamos con Guillermina un largo rato mientras Julián nos escuchaba no exactamente asombrado sino como si yo fuera  a sus ojos una verdadera revelación. No busqué impresionarlo ni busqué tampoco un perfil bajo. Simplemente les conté qué hacía, a qué me dedicaba, cuál era mi historia con los estudios. Hubo un relato fiel. Sin aspiraciones de impresionar a ninguno de los dos. Fue entonces cuando él se comenzó a interesar en mí. Yo ya no era el amigo de Perla y Eduardo sino José Luis. Identificaba mis señas de identidad, sabía de la excelencia de la Universidad Nacional de La Plata y de la de Boston. Hasta que llegó el momento más temido por mí y el más anhelado. Podía llevarme la peor de las decepciones, el descender varios puntos o volverlo un tipo valioso o más atractivo aún.

-Y vos a qué te dedicás, Julián

-Soy Médico Psiquiatra.

Fue ahí cuando mis cimientos temblaron. Y el colmo llegó a continuación. Cuando dijo:

-Pero trabajo en un Hospital psiquiátrico estatal porque me interesa la salud pública. No los centros de atención privada. La salud debe ser un derecho. Como estudiar, comer, tener una vivienda digna.

Esto era más de lo que yo podía esperar, del estereotipo (lo comprobé) en el que como en una celada había caído. Como con Guillermina. ¿Y si con la chica del otro día había sido igual mi actitud  y era alguien inquieta por el arte o el mundo intelectual, o era música, o le gustaba el cine, algunas profesión  o inclinación que me atrajera? Cuando lo mejor estaba por venir ignoro si lo aburrió mi charla o si de veras querían tomar un baño. Lo cierto es que se despidieron, se  mezclaron de inmediato en el hormiguero que era la playa a esa hora, los perdí en esa marea. Yo procuré procesar la situación que solo había durado instantes. Es más, segundos, pero que para mí había dado un vuelco a la situación, al modo en que lo juzgaba ahora. Esa impresión quedaría inscripta para toda la vida en una memoria apasionada. Había sido solo un dato. Pero un dato que definía una identidad, un estilo de vida, de concebir el mundo, definitivo. Ese parlamento lo puso delante de mí ideológicamente, humanamente, éticamente.


Ahora, treinta años después de todo aquello, que Gabriel me hace de pie una caricia en la nuca mientras promedio en mi Notebook un cuento, me detengo. Veo que a continuación demora un poco. Y veo que me acerca un café cortado. No me lo podía preparar de tan concentrado que estaba. En ese preciso momento, pensé en Julián. Sentí la frustración, el fracaso propios de lo que no fue. O no. La nostalgia. Mejor. Toda pasión apagada. Sin embargo seguí escribiendo mirando la pantalla en la que estaba estampada mi historia sobre una mano en la nuca de una mujer en un automóvil antiguo. De pronto regresó Gabriel. Me acarició nuevamente la nuca. 

Me dije que había logrado lo que en verdad siempre había anhelado. La imagen de Julián había sido un veloz espejismo que se había esfumado. Seguí escribiendo el cuento de la mano en la nuca de una mujer. El gran interrogante (pensé) era a qué mano se parecía si pretendía restituirla a un cuerpo.


Los días pasaron y pasaron y Julián solía llegar cada dos o tres días con novias nuevas. Era irresistible para las chicas pero también evidentemente para toda clase de personalidad sensible a la virilidad. Julián comenzó a manifestar un cierto interés por mí. En particular en el hecho de que escribiera. Me contó que les había escrito poemas a sus novias (“Seguramente eran basura”, agregó). “¿Pero por qué? Es decir ¿por qué estás tan seguro de eso? Hay personas que al enamorarse en lugar de escribir cursilerías logran obras de calidad. Yo no sería tan duro. Date un tiempo y volvé a ellos”. A mí me pareció un detalle entre cómplice y honesto. También autocrítico. No sabía francamente cómo escribía. Me lo imaginaba más un hombre de acción que de introspección. Pero era un psiquiatra. Estimaba que una cierta formación humanística debía tener. ¿Por qué no? El pasatiempo de la lectura, si bien no lo había visto con libros. Pero si siempre venía con chicas ¿dónde y para qué iba a traer libros? Jamás había visitado su carpa. Sin embargo, había podido comprobar que las chicas que elegía no eran frívolas.  

Y aquí vino el momento de mayor intensidad entre nosotros, de mayor tensión emotiva también:

-Y tengo escritos algunos cuentos también. Sueltos. No he ido a talleres literarios. No los ha leído nadie. De hecho no le he dicho a nadie que los escribo. ¿Por qué serás la primera persona a quien se lo confío? Me inspirás confianza. 

Después de esta charla Julián trajo menos novias y se quedó más a charlar en la playa con nosotros, tomando mate y conversando conmigo. Especialmente cuando Perla y Eduardo se iban al mar. En esos momentos aprovechábamos para hablar de nuestros respectivos trabajos. De literatura muchísimo, porque le gustaba leer (otro detalle por el que desfallecí, si bien era importante saber qué leía, no bastaba con ejercitarse). Hablábamos de su trabajo en el Hospital. De cómo no estaba de acuerdo con las terapias hegemónicas ni con el modo de tratar a los pacientes. Del escaso presupuesto que el Estado destinaba a los Hospitales públicos. Había investigado mucho el tema de esquizofrenia no solo en la carrera sino que había hecho también un Master con especialización en patologías agudas con énfasis en la esquizofrenia. En la UBA. Él era de Buenos Aires pero le gustaba mucho viajar. Solía venir a la costa a menudo. Fines de semana largos, feriados, vacaciones de invierno. Amaba Mar del Plata. “No hay con qué darle a Mar del Plata en julio”. Concedí.

-Yo suelo venir a festivales de jazz o al Festival de Cine de Mar del Plata. 

Quedó petrificado 

-¿En serio te gusta el jazz?

-Me fascina. Tengo una buena discoteca. Soy un melómano. Pero mi género favorito es el jazz. Me gustan mucho John Coltrane  y Miles Davis. Dos clásicos geniales. Sin embargo, te adelanto que lo mío es escribir, no la música. Y que escribo con fondo de jazz, o cocino con fondo de jazz o tomo algo con fondo de jazz. Cuando hay visitas pongo fondo de jazz. También de bossa nova. 

Acordamos en todo. Un paso adelante. A continuación vio que había traído algunos libros. Me preguntó cuáles eran. 

-Podés echarles una hojeada-le dije.

Los fue tomando uno por uno. Cuando llegó al de Oscar Wilde algo lo estremeció. Lo pude percibir porque su postura física incluso cambió. Pero no dije nada. Le describí lo poco que sabía de cada uno de los autores y le hablé de Salomé.  

Cuando vio que le hablaba de Oscar Wilde no se puso nervioso pero me di cuenta de que no había sido lo mismo que leer los títulos de los demás autores. Lo que sí dijo fue, a continuación:

-Oscar Wilde fue un autor célebre que sé sufrió mucho-

A partir de ese momento hubo silencios. Él se puso más distante. Lo había impactado ese autor en mi lista. Y que lo estuviera leyendo. Dijo:

-Me voy al mar con Guillermina. Como huyendo de Mr. Hyde.

Marcó su territorio. Un territorio que quería dejar claro. También por qué en ese momento estaba pasando con esa chica. Yo junté mis cosas porque el sol había empezado a picar. Y si bien no suelo almorzar, ese día quise comer tarde, a eso de las tres, una ensalada de palmitos con huevos, aceitunas negras y dados de jamón. Después subí al departamento pensando en tantas, tantas cosas. Tenía la cabeza alborotada. Un pájaro que por dentro de una jaula se agita y se golpea contra los barrotes sin ton ni son. Me angustió que se hubiera puesto a la defensiva. Me senté a escribir. Empecé. Y fue entonces que de pronto dejé la poesía. Seguí el camino de los cuentos.


Los días pasaron más rápido de lo que pensaba y a Julián lo había conocido siete días antes de irme. No obstante, antes de irme en ómnibus (yo regresaba  antes que mis amigos), con Julián intercambiamos teléfonos celulares. Por su iniciativa. Si bien por WhatsApp no tenía en mente tomar la delantera, de él hacerlo no lo evitaría. Tampoco si él proponía o un café o una salida en Buenos Aires (le conté lo de los fines de semana) me iba a negar. Él había dejado en claro que le gustaban las mujeres. Yo no pensaba arruinar un vínculo aspirando al diploma de pretendiente desatinado. Si bien Julián me había pegado fuerte, un garrote en la nuca parar ser francos, rompiendo por completo los malditos estereotipos que solemos hacernos los de la Facultad de Humanidades de La Plata contra los de todas las otras disciplinas. Recordé que había conocido Psiquiatras inteligentes, cultos. Iban a congresos. Investigaban. Se formaban, como él.  

Llegué a La Plata rápidamente, poco tránsito (de allí mi partida antes de tiempo), el calor veraniego húmedo, para colmo saturado del tedio platense. Sin embargo, la ciudad estaba en calma. Limpiar toda la casa. Las primeras compras en el supermercado. Acomodar todo en las alacenas. No soy aficionado al delivery, de modo que cocino o bien todos los días o para tres o cuatro días, según las ganas y los productos que tenga. 

Pasó un mes durante el cual le di el remate a Wilde, había cerrado por fin con placer también  Lolita y empezado Lugar común la muerte. El 4 de febrero recibí un WhatsApp de Julián. 4 de febrero. Fecha inolvidable para la vida entera. Primero chateamos sobre pavadas. Después él comenzó a dejarme audios cada dos o tres días en que yo le respondía (no siempre con audios). Siempre con precaución. Yo ya había empezado a trabajar, de modo que había tema de conversación largo y tendido entre mis rutinas, mis lecturas y mis actividades formativas en un curso sobre Historia del arte. Siempre me habían gustado la pintura y la escultura (especialmente ahora, con todas estas nuevas tendencias emergentes), pero había desistido de hacer la carrera en la Universidad Nacional de La Plata algunos años después de terminar el Master. Sabía también que había Masters pero no quería tarea sino un conocimiento como autodidacta o ser orientado por entendidos. Hacer búsquedas. Explorar. Encontrarme por obra del azar con lo inesperado. Por la Internet había mucho para buscar. Y para encontrar. En el curso tuve un pantallazo interesante acerca de la evolución histórica, de la noción de la pintura que se había tenido desde las pinturas rupestres hasta Mondrian. 

Él se había reintegrado al Hospital pero tenía jornada reducida por ser verano. No era tan exigente ese hospital. Me contó anécdotas que me espeluznaron. No habían sido solo películas que yo había visto como capítulos de una pesadilla. Ocurrían. Algunas eran  terribles. Hasta  que cierto día le pedí, con los mejores modales del mundo, que no me contara ninguna más.  Después me costaba dormir. Le conté cuánto me había impactado la película Atrapado sin salida. Él lo comprendió de inmediato y hasta se disculpó. Pero me explicó que como hablábamos de mi trabajo pensó que podía estar interesado en el suyo. Claro que lo estaba. Pero eran casos trágicos o dramáticos. 

Fuimos armando un vínculo a distancia. Él siempre fue respetuoso. Compinche. No  seductor. Pensando que hablaba con un perfecto heterosexual (o eso creí). A continuación lo que sí hice fue dedicarme más a mis cuentos que a su vida, que me hacía estallar  de una cierta clase de pasión. Debo reconocer sin embargo que esperaba sus mensajes de audio.  No hubo asomo de invitaciones, salidas ni videollamadas, si bien me explicó que con sus pacientes en el consultorio (atendía también en forma particular) con algunos tenía sesiones por videollamadas. Energizado como estaba yo terminé de corregir el libro en 10 días con minucia. Supe de todas formas que ese estado no era el favorable para una corrección fina. Sería una peinada a un conjunto de excesos o necesidad de mayores conflictos. No dejar todo a ojos vista.

Habrían pasado seis meses. O más. No tenía apremio por publicar. En los cuentos elegía comienzos directos, fuertes, impactantes. Seguros. Los desarrollos a veces suelen traicionar si uno no tiene un buen desenlace con un remate  con un cierre fuerte. A mí Carver me encanta pero los finales abiertos me dejaban en una bruma que no me terminaba de colmar. Cheever tampoco. 

Fue entonces que empecé otro libro. Los audios de Julián me habían sumido en tal estado de enamoramiento, que comencé un libro de poesía. Un libro que fuera para él. Sin que él se enterara. Jamás había escrito un libro para otra persona. Menos aún sin que fuera en profundidad. Menos aún  para un varón. Sí pilas de poemas para novias. Lo pensé como un libro sobre libros. Cada poema reescribía un libro célebre o que me inspirara una emoción particular. Con todos estaba muy familiarizado. Resultaba fácil y difícil la operación de la reescritura. Eran eso. Palimpsestos. Y así se llamó el libro. Palimpsestos. Reescribí los libros que más me habían gustado. Él seguía dejándome audios. ¿Qué podía conjeturar de lo que estaba pasando? Cada audio era una aguja en la zona de plexo. Una puntada. De modo que nada costaba desplegar la imaginación, las fantasías o la creatividad, un despliegue que tenía que ver con el placer pero que prescindía del erotismo. No iba a cometer la vulgaridad de escribir un libro erótico bajo el influjo  de la pasión. Sé los mamarrachos que suelen ser producto de esos ejercicios arrobados. Busqué una escritura exigente. Rigurosa. La tendencia a la exaltación en el poema me concentraba en contenerme. Era una escritura que tendía a ser más o menos lírica y más crispada. 

Naturalmente porque tenía lugar bajo el influjo de una emoción de mucha intensidad. Al no ser un libro de poesía erótica, sino libresco, podía jugar con los registros con mucha libertad. El argumento de cada libro elegido para escribir el poema remitía al profundo amor que él  me había despertado ¡Pero por WhatsApp! Era una idealización. Fantasías adolescentes. Él en Buenos Aires. Yo en en La Plata. Un máquina imbécil pero imprescindible que solo registraba voces, tonos de voz, marchitos ideales que, al menos ahora (podríamos perder contacto), como medio de comunicación nos mantenía moderadamente en sintonía. Pero sabía que era una ilusión. Cuanto más lo pensaba más absurdo me resultaba todo. Pero una voz puede resultar persuasiva. O seductora. O inquietante. O plagada de erotismo. O puede ser como una cachetada. Según los temas que se hablen además los diálogos pueden volverse día a día más sinceros. No sentí represión ni una exaltación que me impidiera manejar lo que escribía. Pero era obvio que tendía a la euforia. Las charlas con Julián eran absolutamente moderadas. A veces no reíamos. Eran relatos de las respectivas jornadas laborales. A medida que avanzaba en el libro, se iba conformando esa misteriosa figura que es una obra literaria, me di cuenta de que este libro me lo había revelado a él. No. Es decir: a lo que sentía por él. El libro demoró porque corregí mucho. No había límites en cuanto a extensión en el sentido de que no pretendía seguir un patrón de libro de poesía breve para ser publicado (si bien no terminó siendo extenso). Fui, eso sí, selectivo. Elegí para trabajar cada libro sobre el cual iba a escribir por un motivo en particular. Más por lo que narraba o expresaba que por mi relación con Julián. Esto era otra cosa. Acá el privilegio se lo llevaba lo artístico. No mezclaba lo emocional con la poesía. Para eso debía ser racional, circunstancia que no suele favorecer al poema. Contener emociones fuertes. Pero es que de otro modo hubiera sido una torrencial catarata de energía que se desahogaba. Si bien la inspiración era producto del deseo, eso no significaba que yo fuera a escribir una confesión sentimental. Releía cuidadosamente los libros (muchos clásicos). En otros casos compraba novedades porque sabía que me servirían. Hasta que cierto día me di cuenta, como suelo darme cuenta cuando un plato de cocina está a punto,  cuando el arroz está listo para no pasarse o una carne no quemarse. O bien el límite que debo poner en una charla con un empleado de la Biblioteca para el punto final y evitar hacer de un diálogo profesional otro sobre su vida privada o la de sus colegas. Si bien esa gente abunde. 

Palimpsestos fue un libro importante en mi historia por varios motivos. No por la extensión. Sino por el estado de profundo enamoramiento en el que fue escrito. Por el estado de profunda atracción sin que la sexualidad irrumpiera jamás en el texto excepto en unos pocos y contados contados poemas porque venía a cuento de los argumentos. No más de dos, tres. Y estuve atento, eso sí, a que se trataran siempre de libros en los que solo estuviera presente el amor heterosexual. También me permití ser yo mismo en una escritura tan libremente placentera como lo sería sin duda la experiencia de lectura que él esperaba tendría, por lo que podía sospechar de apenas conocerlo. Un Psiquiatra no es un ignorante. Menos aún con la línea de trabajo que le había dado Julián a su carrera. Y Julián había demostrado también ser un hombre sensible. Lo guardé. Supe que se lo iba a dedicar. En algún momento. Él no iba saber de este libro ni lo supo durante toda su etapa de escritura. Solía preguntarme si estaba escribiendo. Le expliqué que prefería siempre no hablar de lo que estaba escribiendo. Fue una excusa que ignoro si fue convincente. Pero la aceptó. No le quería mentir. No quería ofenderlo. Tampoco que se sintiera incómodo por un libro que al fin y al cabo era suyo. Pero también en un caso en el que no había la menor reciprocidad en lo relativo a lo sentimental. 

Pasaron los meses. Los intercambios con Julián siguieron. Hasta que me propuso venir a La Plata. A los seis meses de  habernos conocido. Me tomó por sorpresa. Pensé que la relación seguiría indefinidamente en ese estadio digital de voces registradas. Pensé que no tenía auto para llevarlo a pasear por la ciudad. Que La Plata frente a una ciudad como Buenos Aires daba vergüenza ajena. Y que él se iba a llevar una profunda decepción. De lo que sí estuve seguro fue que si venía le iba a regalar el libro que le había escrito. Dedicado. Anillado. Con una buena tapa.  

Le pedí dos semanas con un excusa. Me dijo que no tenía apuro.

-Sí, obvio. Cuando te quede bien. Me han hablado tanto de La Plata. De su Universidad. Del Bosque. De la Catedral con estilo gótico. Claro que vos…No parecés nunca a gusto ahí.

No le respondí. Seguimos conversando. Nos despedimos.

Era el tiempo que necesitaba para, luego de cinco meses, regresar a Palimpsestos. 

Le dejé un un mensaje de audio un miércoles para avisarle que si quería podía venir ese fin de semana. 

-¿El sábado te parece bien? 

Aceptó inmediatamente. Se lo veía entusiasmado por conocer La Plata. No imaginaba la terrible pobreza cultural y arquitectónica con la que se iba a encontrar. Incluso comercial. 

Llegó en su auto. Le pregunté qué prefería hacer si recorrer la ciudad o si venir a casa, tomar algo fresco y después salir a una hora más razonable porque todavía hacía calor. Y La Plata es bochornosa y húmeda. Hasta marzo.

-Soy hombre de riesgos-me dijo. 

Esa frase me excitó. Luego recorrimos la ciudad por los puntos que consideré podían resultar más atractivos para un turista. Él había estado una vez de chico, con una tía a la que había acompañado a hacer una gestión. “Un trámite”, se explicó. Cuando llegamos al Museo de Ciencias Naturales presidido por esos dos espantosos gliptodontes esculpidos en una piedra que desconocía o bien reproducidos de sus modelos originales en yeso, a las cinco de la tarde le dije que si entrábamos ahí no salíamos hasta la noche. Comprendió que me refería a las colecciones, reliquias, fósiles y piezas arqueológicas de las que había oído hablar. Había salido con una chica arqueóloga.

-Entonces no. Vamos a tu casa. Estoy cansado del auto.

Había lugar para estacionar justo en la puerta. De dos zancadas subimos al departamento. Estaba fresco porque el ventilador de techo había mantenido la casa habitable. Le mostré la biblioteca, le dije que era mi lugar más preciado. Si bien trabajaba con mi Notebook en el comedor. Pero tenía una PC en ese lugar. En la biblioteca estaban mis colecciones de bibliófilo. Libros del siglos XIX incluso. Había algunos sobre filosofía Zen muy antiguos, en inglés, que  habían sido de mi abuelo. Los fue mirando. Percibí que había quedado impresionado. El atardecer llegó y junto con él la noche. 

Yo había previsto una posible cena. Lo invité.

Una ensalada de espinacas crudas, huevos duros picados, queso en hebras y palta. Otra de palmitos con salsa golf y pequeños trozos de pescado envasado con aceitunas negras. Y una de apio con repollo blanco y queso sardo rallado. 

-Estos son todos manjares. En casa cocina la chica de turno que lleve esa semana. Un romance de una semana, quince días. Y yo, bueno, otro día puedo ir desde a una pizzería hasta una casa de pastas frescas en donde compro ravioles o sorrentinos con crema. A veces empanadas. Ceno afuera. El único toque de distinción que como verás me permito. No me gustan ni el lujo ni el refinamiento. Lo que sí cocino es salmón en casa. 

-Me gusta el salmón. Suelo pedirlo cuando salgo.

La charla fue una deriva, como todas. Hasta que me dijo: 

-Siempre estoy atento a los tonos de voz, si alguien se manifiesta tenso o en cambio se siente distendido en una reunión. Si tiene el cuerpo en una posición o en otra que no da lo mismo. La proximidad. El lugar en el que cada uno se sienta. 

-¿Y a mí cómo me percibiste?-

Le pregunté, a esta altura con esa introducción a la defensiva.

-Perfectamente distendido. Pero no hemos hablado de mujeres en todo el veraneo ni en todo el día. De las tuyas. Sí de las mías. Me has dejado hablar. Si bien no has hecho preguntas indiscretas.  

Me sonrojé. A Julián no se le escapó la reacción y yo, entre que soy frontal, por un lado, y que me di cuenta que ya me había radiografiado, le dije:

-Es cierto. Y creo que no me gusta tener sexo con mujeres. De hecho con la última que tuve hubo dificultades.

-Lo que sospechaba. Pero como te podrás imaginar estoy acostumbrado a vincularme con todo tipo de personas. En las consultas te encontrás casos complejos. Hay personas con problemas psiquiátricos por no poder asumir su identidad de género. Y entre esa enorme variedad de casos de personas angustiadas, hay algunas a las que hay que medicar para que permanezcan estables, sin descompensarse. En la mayoría de los casos son varones homosexuales. No me preguntes por qué pero me han tocado más casos de varones que de mujeres. Vos siempre te has comportado de un modo sumamente correcto. No me has faltado el respeto. No tendría por qué salir corriendo en primer lugar porque sos una persona que aprecio. También aprecio tu buena fe. Sos directo. Sincero. Sos una buena persona y trabajás con honestidad. No me siento ni atraído ni rechazado por vos. Sos un amigo más o un conocido más, en todo caso, aunque no tengamos una amistad. Alguien que se ha comportado de un modo absolutamente cortés. Has sido hospitalario. Has hecho una confesión que no cualquiera haría a alguien que no conoce de cerca. Has demostrado ser una personas íntegra. Sos amable. Y creo que si te parecen poco todas estas razones no podría esgrimir ninguna otra salvo que tenemos amigos en común, que también son buenas  personas y a quienes conozco bien. Jamás me han hablado mal de vos sino que te han invitado a veranear. Suelen hacerlo a cenar. Solés veranear con ellos. Más bien ofrecés todas las garantías en lo relativo a ubicación y corrección que un hombre puede ofrecer a otro. Sea cual sea su identidad de género. Hay heterosexuales frente a los que te confieso que salgo corriendo. Con vos eso no me pasó jamás. Al contrario. Siempre tuve ganas de conocerte más. De saber en qué andabas. Y me siento cómodo. No percibo intento de conquista. Tampoco de seducción. Puede que vos sientas atracción pero manejás muy bien esas emociones, si las sentís.   

Tomé la iniciativa. Le agradecí su nivel de apertura. Y le dije que si me permitía me esperara unos minutos. Fui hasta la biblioteca y traje el manuscrito de Palimpsestos. 

 -Es un libro de poesía que escribí, a partir de otros libros de la literatura universal que no suelen tener que ver ni con el amor ni con el sexo ni con el deseo. Los escogí por estar basados en libros que son de un alto nivel de rigor o, si preferís, de talento. Uno de ellos es sobre La Divina Comedia, para darte una  idea. Te lo dediqué porque lo escribí durante todos nuestros intercambios vía WhatsApp. En un estado del más completo enamoramiento. Durante esa etapa de euforia. Sin embargo tuve en claro, en esto fui cerebral, que no serían poemas confesionales de un amor imposible. O de una pasión que los arruinara. Sería un libro sobre libros. Escrito, con fortuna, inspiradamente. Cuesta confesarlo pero siempre voy a  preferir la franqueza. Decirte. 

-Palabras que yo agradezco mucho. Otra cosa que habla bien de vos ¿Es un buen libro a tu criterio?

-Eso no te lo puedo decir. No soy quién para decirte si un libro mío está bien o mal escrito. No tengo distancia. Soy su autor y es reciente. Puedo decirte, eso  sí, que me esmeré porque fuera un buen libro. Lo corregí. Lo dejé reposar. No  tengo además en mis planes publicarlo jamás. Es un regalo que te quiero hacer a vos. Tiene un valor absoluto. Antes de que te vayas. Después, si vos tenés ganas de leerlo, si considerás que es un libro que es pertinente leer pese a que haya sido escrito por un homosexual que siente atracción hacia vos, recién ahí me dirás en todo caso si tenés ganas, si es o no un buen libro. Obviamente la dedicatoria permanece. Pero podés deshacerte de él. Y si preferís que dejemos de mantener intercambios tampoco me resultaría algo descabellado. Es un libro naturalmente que mantengo aparte de mi producción. Va a permanecer inédito para siempre. 

-Es mucho para mí. Pero en primer lugar te lo agradezco. Después te prometo que voy a leerlo. Y después te  respondo lo demás una vez que lo lea. Pero esto no tiene por que asustarte. Puede ocurrir que una persona que es homosexual cuando conoce a otra que es heterosexual se enamore. Eso a mis ojos no la degrada. A mis ojos no la hace ni mejor ni peor. Excepto que comience a acosarla por supuesto. O a interferir en otras relaciones estables de la otra persona. Pero no es el caso. Es como enamorarte de una mujer que de pronto te cruzás en la vida y no sabías que eso iba a suceder. Yo seguiré siendo un perfecto heterosexual y vos serás lo que dicten tus pasiones o tus impulsos o tus inclinaciones. El nombres que quieras ponerles. Te diría que lo voy a leer con mucho interés. Es más. Con curiosidad. Desde ya te digo que acepto la dedicatoria más allá de la calidad de los poemas, de la que vos no estás seguro. Pero suena interesantísimo. También sé que sos un excelente escritor por tus cuentos que leí en el libro que circula por Buenos Aires, Rabia. Los de La Plata imposible salvo por Mercadolibre los podría conseguir. Sé de tu erudición, de tus conocimientos de idiomas y de tu vocación profundísima por escribir. Del tiempo que le dedicás. Del oficio que tenés. De que has ido a talleres de escritura. A cursos sobre Historia del arte porque te gustan mucho la pintura y la escultura. Todo eso lo hemos charlado esta noche. De modo que en Buenos Aires lo leo y te cuento. Empezaré por estos días a leerlo. El  de la atracción o no es un tema cerrado para mí. Está aclarado. Al igual que tus relaciones o no de pareja. Me parece que son temas que resuelven las personas procurando hacerlo exitosamente. No siempre lo logran. Momento de brindar y de hablar de otros temas. Después de todo, hay tantos…

Quedé paralizado. Se me heló la sangre. No imaginaba un Psiquiatra tan comprensivo en medio de una cena de dos con uno de ellos homosexual.

Julián se quedó hasta las tres de la mañana. Nos despedimos con un abrazo.

-Doy por descontado que nos seguiremos comunicando vía WhatsApp. Excepto que esta situación te haga daño, te perturbe, te ponga incómodo o te angustie. Entonces sí sería bueno interrumpirla. Pero a mí no me  afecta. Esta noche nos hemos conocido mucho más profundamente. Has sido muy sincero José Luis. Yo valoro mucho esa virtud en las personas. Las vuelve más confiables. Si te parece vamos hablando con total franqueza y si no te sentís bien interrumpimos el contacto en los mejores términos. Yo no me lo tomaría a mal. Comprendería. 

-En absoluto-le dije a  través de la ventanilla. 

Estaba tan movilizado que me costó conciliar el sueño. Me alegré de que fuera sábado. No había que madrugar. El desayuno llegaría tarde con el diario. 

Al día siguiente me despertó un llamado temprano. Eran las ocho de la mañana. Yo me había acostado a las cuatro después de lavar los platos, dejar la mesa y la cocina en orden.  “¿A quién se le puede ocurrir llamar un domingo a las ocho de la mañana? Seguramente ‘equivocado’, me dije fastidiado. Estuve a punto de no atender. Pero algo, me detuvo. Algo. No supe jamás qué. Levanté el teléfono. Me dolía la cabeza por el vino. Habíamos bebido en abundancia. Era Julián. De estar embotado, fastidiado pasé a un estado de shock. ¿Por qué podía llamar Julián un domingo  a las ocho de la mañana, a La Plata, a mí, a mi teléfono fijo, al día siguiente de haber cenado hasta la madrugada? De haber hablado de las cosas como lo habíamos hecho.

-Me pasé toda la noche leyendo y releyendo tu amoroso libro. Releyendo. Es exquisito. Delicado. Sutil. Te podría leer el que más me gustó pero no tendría sentido.

Entonces fue cuando comprendí. 

-Decime cuál fue al menos

-El poema basado en Las magnolias de Inés de Jaime Iglesias. Una nota que escribiste al pie decía que es un escritor colombiano. Gracias. Agradecidísimo por la dedicatoria. Me siento halagado. Te agradezco que me hayas concedido el privilegio de sentir lo que hayas sentido por mí. Lo que sea. No me interesan los rótulos. Al fin al cabo ¿pasión, amor, enamoramiento, atracción? Un inventario absurdo. Te agradezco que me hayas amado no amando yo a varones. Que hayas tenido la sinceridad de habérmelo confesado. De no haber tomado ninguna clase de iniciativa para que nos viéramos ni nos  comunicáramos hasta que la tomé yo. Que solo hubieras sostenido con dificultades seguramente una relación solo vía WhatsApp. Pero también celebro que el fruto de ese amor haya sido esta maravilla de libro y no un vulgar intento de conquista. Me maravilló el gran escritor que sos. Nada ni nadie te pueden robar eso. Yo soy un accidente más en tu vida. Y vos sos un gentleman. Mantenme por favor al tanto de cuándo lo publicás. 

-Pero Julián. Te repito que ese libro no es para ser publicado. Es un libro aparte. Es tuyo. ¿Viste cuando a uno le regalan algo muy preciado? ¿Cuándo un amigo te regala algo que perteneció a su abuelo?  ¿o a alguien que quiso mucho pero con el que no tiene más contacto por los motivos que sean? Jamás se me pasaría por la cabeza nada más que guardarlo, como un tesoro. Por lo poco que te conozco sos esa clase de tipo. Y te pido que ese tema no lo discutamos más. El mundo no perderá a un gran poeta pero si lo publico sí perderá el valor absoluto que quiero darle. No el de un inédito para salir a buscar un editor. Esto es algo distinto. No tiene nada que ver con mi profesión o esa palabra espantosa, “carrera”.

-¿En serio no lo vas a publicar? Tiene entonces mucho más valor. Un valor te diría, superlativo.

-Mirá, Julián. Yo soy un hombre de palabra. Te dije que ese libro tiene un solo destinatario. Nadie más lo leyó ni lo va a leer. Salvo que vos lo elijas.  Fue un libro jamás pensado para ser publicado. Ni para circular, si bien no tiene asomo siquiera de erotismo alguno tuvo un único destinatario. Te habrás dado cuenta de que hay un par de poemas que de modo muy en diagonal aluden a eso, de manera te diría que velada. Pero es heterosexual. Esto para mí te confieso que fue algo complejo y fácil de escribir. Pero no todo lo que vino después. Algo que no se repetirá. Yo no sabía ni cómo lo ibas a tomar, ni si te iba a gustar el gesto, ni si te iba a parecer desubicado o un acto desmesurado no conociéndote. Tal vez te llevara a conjeturar que sentía algo. Medí cada palabra. Cada adjetivo. Cada verso. No quedó nada librado al azar. Y comprendo Julián. 

-Entonces José Luis acaba algo muy distinto acá. Acaba de tener lugar un acto trascedente. Pasa por encima del deseo, de la identidad de género, del sexo. Pasa a través de ciudades, de diferencias de temperamento.  del pasado, del presente y de lo que proyectamos será nuestro futuro. A esto llamo yo un acto de poner al descubierto la condición humana. Deja por fuera todo interés. Toda dimensión. Sí, por supuesto, es el resultado del amor o la pasión. No sé. O de una fantasía que nunca se concretará. Pero todo lo que me estás contando es algo que completa un círculo, una cinta de Moebius que a mí me cierra. No sos un desubicado. No me parece que hayas procedido precipitadamente. Ni que no haya sido respetuoso.

En ese momento me despabilé con estas palabras. Acababa de tener lugar un encuentro de almas. No un enamoramiento lleno de sonido y de furia, una escena de escucha telefónica de amor, ni una relación erótica, menos aún cualquier manifestación que tuviera que ver con lo sexual sino con lo existencial. Lo único que atiné a decirle, tartamudeando, fue:

-Julián. Acaba de tener lugar un encuentro de almas. No de dos varones. Te mando un abrazo gigante.  

-Gracias por tu grandeza, José Luis. Por escribir Palimpsestos. Lo guardo como algo precioso. Esto es otra clase de amor. Mucho más profundo del que se siente por un varón o una mujer. Es un libro para siempre.

Fue en ese momento que colgamos. Y nos devoró el silencio.

La Plata, Argentina, 24 de enero de 2022

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